Capítulo 12

En la oscuridad plateada del alba, Tate Jordan dio la señal, y las dos docenas de vaqueros que acataban sus órdenes espolearon a sus monturas y le siguieron en dirección a la entrada principal. El mismo Tate y un pequeño grupo se dirigían a un cañón cercano con el propósito de verificar si se había hundido el puente. Cuando llegaron al lugar una hora después, vieron que todo estaba perfectamente en orden, pero en el camino de regreso descubrieron que dos árboles habían sido fulminados por el rayo y, al precipitarse sobre el techo de un cobertizo, habían dañado un tractor y algunas herramientas.

El trabajo fue agotador para todos, y en especial para Samantha, y cuando por fin hicieron un alto para almorzar, los largos cabellos rubios de la joven estaban empapados por el esfuerzo y llevaba la gruesa camisa de franela pegada al cuerpo.

—¿Café, Sam?

Tate le tendió la taza como hacía con los demás, y sólo por una fracción de segundo le pareció a Samantha descubrir algo especial en el fondo de sus ojos. Pero momentos más tarde, cuando él le dio instrucciones sobre lo que deseaba que hiciera con las herramientas rotas, tuvo la certeza de que había imaginado aquella deferencia que le había parecido percibir. Era evidente que su relación se mantenía de nuevo en un plano estrictamente laboral. Y hacia el término de la jornada, estuvo segura de ello. Tate la trató con cordialidad, al igual que lo hacía con los demás, bromeó un par de veces con ella y le dijo que podía irse a descansar cuando vio que ya no podía con su alma. Pero no le dirigió ninguna palabra especial, ni la alentó de una manera particular, mientras ella trabajaba y sudaba. Al fin de la jornada, cuando dejó a Navajo en la cuadra, Tate no le dijo nada al salir del establo para dirigirse a su cabaña, no muy lejos del comedor general.

—Duro trabajo el de hoy, ¿eh, Sam? —le dijo Josh por encima del hombro al tiempo que acomodaba su silla.

Ella asintió con un gesto, echando una rápida mirada a la espalda de Tate y preguntándose si los momentos pasados en la oculta cabaña no habían sido una especie de extravío, un breve chispazo en el que ambos habían perdido el control para recobrarlo al poco tiempo. Y de repente se alegró de no haber sucumbido a la poderosa atracción que había sentido. En estos momentos, Tate se estaría riendo de ella, pensó, tratando de recordar lo que Josh le acababa de decir.

—Pareces derrengada.

—¿No lo estamos todos? El trabajo siempre es duro aquí. ¡Hasta mañana!

Le saludó con la mano, esbozando una triste sonrisa, y se encaminó a la casa, sintiendo un acuciante deseo de tomar un baño caliente, comer algo y meterse en seguida en su cálida y acogedora cama. Su vida cotidiana en el rancho parecía tornarse más simple. Pero eso era lo que había deseado. Apenas tenía tiempo para pensar. Aunque últimamente había pensamientos que la acosaban casi permanentemente: visiones del rostro de Tate, cuando se encontraban uno junto al otro en la cabaña, charlando acerca de Bill y Caro… y sobre ellos mismos.

Cuando entró en la acogedora casa del rancho, llamó a Caroline pero sólo le respondió el silencio. Y minutos más tarde, en la cocina, encontró una nota de su amiga en la que le explicaba que había tenido que emprender un viaje de varios cientos de kilómetros con Bill King. Habían surgido unos problemas con los impuestos que no podían resolverse por teléfono, por lo que tenían que ir a entrevistarse con su contable. Estarían de vuelta a última hora del día o por la mañana; en cualquier caso, era obvio que Samantha no tenía que esperarles. Había un pollo ya cocinado en el horno, con unas patatas, y una ensalada en el refrigerador. Sin embargo, a pesar de la pesada jornada que había soportado, Sam se dio cuenta de que no tenía tanto apetito como le pareciera unos momentos antes. La perspectiva de comer sola no la entusiasmaba. En vez de ello, pues, entró despaciosamente en la sala de estar, pensando que más tarde se prepararía ella misma un emparedado, pero casi inconscientemente se detuvo, giró la llave y conectó el televisor. Y entonces experimentó algo semejante a un shock producido por una corriente eléctrica al oír la voz de John atronando en la acogedora estancia, y en seguida vio el abultado vientre de Liz y su cara sonriente. Aquellas imágenes reavivaban el recuerdo de lo sucedido, y los ojos de Sam volvieron a adquirir la expresión que los ensombrecía cuando llegó de Nueva York. De repente, se dio cuenta de que desde hacía varios minutos alguien estaba golpeando en la puerta. Con un rápido giro de la llave, las imágenes se esfumaron de la pantalla, y con el ceño fruncido por el disgusto Samantha se acercó a la puerta y la abrió. Al hacerlo, se encontró delante de los ojos una camisa a cuadros de color azul marino y una chaqueta de vaquero que le resultó familiar, y en seguida levantó la vista hasta el rostro de Tate Jordan.

—Hola, Tate.

Samantha tenía un aire fatigoso y distante, mientras en su mente aún bullían las imágenes de su exesposo y de su flamante esposa.

—¿Ocurre algo malo? —Una expresión preocupada se instaló de inmediato en la cara de Tate, pero ella meneó la cabeza—. Se diría que has recibido una mala noticia.

—No —repuso ella vagamente—. Nada de eso. Supongo que se debe a que estoy un poco cansada.

Le sonrió, pero la suya no era en aquellos momentos la sonrisa franca y distendida a la que él ya se había acostumbrado, por lo que Tate se preguntó a qué se debería que tuviera aquel aspecto, que pareciera tan desgraciada. Pensó que quizás había recibido una llamada telefónica de Nueva York o una desagradable carta de su exesposo. Conocía aquella expresión por haberla descubierto en su propia cara años atrás, cuando sufrió sus propias amarguras a causa de su exesposa.

—Hoy has trabajado como una condenada, palomino.

Su sonrisa fue como una recompensa al término de un día ajetreado, y esta vez, cuando Sam se la devolvió, lo hizo sin reticencias, como siempre.

—Celebro que lo hayas notado.

Pero ella, a esta altura de los acontecimientos, ya sabía que a Tate Jordan no se le escapaba nada. Por ello, en parte, era una persona tan valiosa en el rancho. Lo sabía todo acerca de sus hombres: la calidad de su trabajo, su lealtad, su devoción, lo que recibían del rancho Lord y lo que ellos ofrecían a su vez. Y entonces, mirándole con ojos interrogadores, Sam se hizo a un lado.

—¿No quieres entrar?

—No quisiera molestarte, Sam. —Pareció que le resultaba embarazoso entrar en la sala—. Acabo de enterarme de que Bill y Caroline tuvieron que ir a ver al contable. Pensé que debía constatar si te encontrabas bien. ¿Quieres venir a cenar al comedor?

Ella se sintió halagada por aquella muestra de afecto, y de repente se preguntó si no había algo en la sonrisa de aquel hombre que… Pero, tratándose de Tate Jordan, nunca sabía a qué atenerse. Había veces en que sus profundos ojos verdes eran inescrutables, y aún lo era mucho más su curtido rostro.

—No. Caroline me dejó un pollo, pero yo no tenía…, no tuve tiempo de… —Se ruborizó intensamente, y entonces, sin apartar la mirada de sus ojos, hizo un ademán hacia la cocina y ladeó la cabeza, al tiempo que echaba hacia atrás la rubia cabellera que le rozaba el hombro—. ¿Quieres cenar conmigo aquí. Tate? Hay comida suficiente para los dos.

—¿No te ocasionará eso mucho trastorno?

Él parecía vacilar, y su imponente estatura adquiría una mayor magnitud en contraste con la poca altura de los techos, pero Samantha se apresuró a sacudir la cabeza.

—No seas tonto. Caroline dejó comida para un regimiento.

Tate rio y la siguió a la cocina, y mientras charlaban acerca del rancho y del trabajo del día, ella puso la mesa y a los pocos minutos ambos devoraban el pollo y la ensalada como si estuvieran acostumbrados a cenar juntos todos los días.

—¿Qué te parece Nueva York?

Tate la miraba, sonriendo, después de haber terminado de cenar.

—¡Oh…, una locura! Supongo que esa es la palabra que mejor puede describirla. Excesivamente populosa, excesivamente ruidosa, excesivamente sucia, pero también muy estimulante. En Nueva York, todo el mundo da la impresión de estar haciendo algo: yendo al teatro, iniciando un negocio, ensayando un ballet, declarándose en quiebra, enriqueciéndose, alcanzando la fama. En suma, no es un lugar para meros mortales.

—¿Y a ti?

Él la observaba con atención. Sam se había levantado para servir el café.

—Solía creer que la adoraba. —Se encogió de hombros al tiempo que colocaba las tazas de humeante café en la mesa y se sentaba de nuevo—. Ahora, algunas veces, tengo mis dudas. Todo me parece horrible desde tanta distancia, y no demasiado importante. Es curioso: hace tres semanas no habría salido de la oficina para ir a cortarme el pelo sin telefonear tres veces en una hora para saber cómo andaba todo. Y ahora ya casi han transcurrido tres semanas desde que me fui, ¿y quién ha notado la diferencia? Ellos no, y yo tampoco. Es como si nunca hubiese vivido allí. —Claro que ella también sabía que si hubiera regresado aquella misma noche, al día siguiente habría sido como si jamás se hubiese movido de allí y volvería a tener la sensación de que nunca podría hacerlo—. Creo que lo que ocurre con Nueva York es que crea hábito. Una vez se logra romper el hábito, se está salvado, pero mientras se está «enganchado», ¡cuidado! —concluyó ofreciéndole una cálida sonrisa.

—¡En mi vida he conocido mujeres que también son así!

Los ojos de Tate danzaron maliciosamente mientras tomaba un sorbo de café de la delicada taza blanca de porcelana.

—¿De veras, señor Jordan? ¿Le gustaría contármelo?

—No. —Volvió a sonreír—. ¿Y usted? ¿Dejó a alguien aguardando en Nueva York o también huyó corriendo de eso?

Después de formularle la pregunta, los ojos de Tate adquirieron una grave expresión, y entonces ella denegó con la cabeza.

—Yo no huí, Tate. Me marché. De vacaciones… —Titubeó de nuevo—. Una licencia sabática, como dicen en la oficina. Y no, no dejé a nadie aguardando allí. Pensé que eso ya lo habías entendido el otro día.

—Nunca se pierde nada con preguntar.

—No he salido con nadie más desde que me dejó mi marido.

—¿Desde agosto? —A ella le sorprendió que recordara la fecha, pero asintió con la cabeza—. ¿No te parece que ya es hora de hacerlo?

Ella no quiso decirle que ya comenzaba a pensar que efectivamente empezaba a ser hora.

—Tal vez. Todo ocurrirá en el momento oportuno.

—¿Eso crees? —dijo él con voz queda, al tiempo que se inclinaba hacia ella y la besaba como había hecho antes.

De nuevo sintió ella los latidos de su corazón al apoyar el pecho en la mesa, y Tate le tomó la cara tiernamente con una mano mientras con la otra le acariciaba los sedosos cabellos.

—¡Dios mío, que hermosa eres, Sam! Me dejas sin aliento, ¿lo sabías?

Él volvió a besarla, luego empujó los platos hacia un costado y la atrajo hacia él por encima de la mesa, hasta que ambos se quedaron sin aliento mientras se besaban en el silencio de la casa. Fue entonces cuando Sam se separó de él con una sonrisa avergonzada en los labios.

—La tía Caro se escandalizaría, Tate.

—¿Tú crees? —Él no parecía muy convencido de ello—. Yo lo dudo. Si no estuviese tan oscuro, podríamos cabalgar hasta allí. ¡Me gustaría tanto estar allí contigo, Sam!

—¿En la cabaña?

Ella había comprendido claramente a lo que se refería, y él asintió con un gesto.

—El otro día —dijo con voz acariciadora, poniéndose de pie— tuve la sensación de que había sido construida para nosotros.

Ella le sonrió mientras él la obligaba a levantarse hasta quedar de pie ante él, empequeñecida por su tremenda estatura, a pesar de ser bastante alta, con los pechos súbitamente apretados contra el cuerpo de él, y su boca ávida buscando la suya, mientras Tate le acariciaba dulcemente la espalda y los cabellos. Luego él se separó y su voz era de nuevo sólo un murmullo cuando dijo:

—Sé que te parecerá una locura, Sam, pero te amo. Me di cuenta la primera vez que te vi. En aquel momento deseé tocarte, estrecharte en mis brazos y deslizar mis manos por ese pelo de palomino. —Le sonreía tiernamente, pero Samantha parecía pensativa—. ¿Me crees, Sam?

Sus enormes ojos azules se posaron en los profundos ojos verdes de Tate y se sintió turbada.

—No sé qué creer, Tate. Estaba pensando en lo que te dije el otro día: que el solo hecho de hacer el amor con alguien no sería suficiente. ¿Es por eso que me dices todo esto?

—No. —Su voz aún sonaba ronca y queda, con los labios junto a su oreja, que no tardaron en besarle el cuello—. Lo dije porque lo siento así. Desde aquel día he estado pensando mucho en ti. Lo que tú quieres no dista mucho de lo que yo siento, Sam. —Su voz aumentó de volumen al tiempo que le tomaba las manos—. Sólo deseas que exprese con palabras mis sentimientos, y yo no estoy acostumbrado a hacerlo. Resulta más fácil decir: «Quiero hacer el amor contigo» que decir: «Te amo». Pero jamás conocí a ninguna mujer a la que deseara como te deseo a ti.

—¿Por qué? —preguntó ella con voz ronca y todo el dolor que John le había causado reflejado agudamente en los ojos—. ¿Por qué me deseas?

—Porque eres tan adorable… —Levantó los brazos y le acarició los pechos con sus fuertes y no obstante suaves manos—. Porque me encanta tu modo de reír y tu modo de hablar… y tu manera de montar ese condenado caballo de Caro…, tu manera de trabajar como un buey con los demás aun cuando no tienes necesidad de hacerlo… Porque me gusta… —sonrió y deslizó las manos hacia la parte posterior del cuerpo de la joven— la forma en que se mueve tu trasero en lo alto de esas preciosas piernas. —Ella se echó a reír a modo de respuesta y suavemente le apartó las manos—. ¿No te parece eso una buena razón?

—¿Una buena razón para qué, señor Jordan? —le preguntó bromeando.

Luego se volvió y comenzó a levantar la mesa, pero antes de que pudiese llevar los platos al fregadero, él se los quitó de las manos, los dejó sobre la mesa y, levantándola fácilmente en brazos, salió con ella de la estancia y cruzó la sala de estar hasta el largo pasillo que conducía a la habitación de Samantha.

—¿Es este el camino, Sam?

Su voz estaba preñada de dulzura y sus ojos ardientes se clavaban en los de ella. Samantha quería decirle que se detuviera, que volviese sobre sus pasos, pero descubrió que no podía hacerlo. Se limitó a asentir con la cabeza y a señalar vagamente hacia el fondo del corredor, y entonces, soltando una risita nerviosa, se separó de él.

—Vamos…, basta, Tate. ¡Bájame al suelo!

La risa de Tate coreó la de Samantha, pero no hizo lo que ella le pedía. Se detuvo ante una puerta semiabierta, en el fondo del pasillo.

—¿Es el tuyo?

—Sí. —Samantha se cruzó de brazos, mientras él aún la sostenía en los suyos como si fuese una niña—. Pero yo no te invité a entrar en él, ¿no es así?

—¿Ah, no?

Tate arqueó una ceja, traspuso el umbral y miró en torno con interés. Y luego, sin decir ni una sola palabra más, la dejó sobre la cama, la estrechó entre sus brazos y la besó apasionadamente en la boca. Los juegos entre ellos habían concluido, y la pasión que aquel hombre despertó en ella la tomó por sorpresa. Estaba asombrada de la fuerza con que la estrechaba entre sus brazos, de la sed con que la besaba y del anhelo con que sus manos la acariciaban y su cuerpo se cimbreaba hacia el suyo. Apenas se dio cuenta de cómo sus ropas parecieron esfumarse de su cuerpo, al igual que las de él. Todo lo que sentía era el suave contacto de su piel, la ternura de sus manos —siempre anhelantes, siempre excitantes—, las largas piernas entrelazadas con las suyas y su boca bebiendo en la de ella. La estrechó aún más contra su cuerpo, hasta que ella no pudo resistirse más y se estrechó también contra él, gimiendo quedamente, deseando ser suya. Fue entonces cuando Tate se separó de ella y la miró fijamente a los ojos, formulándole una pregunta sin palabras. Tate Jordan jamás había tomado a una mujer, y tampoco tomaría a esta, ni ahora ni nunca, a menos que ella le diera su consentimiento, a menos que él estuviera seguro. Mientras Tate escrutaba sus ojos, Samantha hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza, y al cabo de unos instantes Tate la tomó, presionando con energía y penetrando profundamente en su carne con su propia carne. Samantha exhaló un agudo suspiro de placer al tiempo que él se introducía aún más profundamente y luego, con jadeos entrecortados, se dejó llevar en alas del éxtasis que él supo generar una y otra y otra vez.

Parecía que habían transcurrido muchas horas cuando por fin él se dejó caer y quedó inmóvil a su lado. La habitación estaba a oscuras, la casa en silencio, y Samantha sentía el fornido cuerpo de su amante tendido junto a ella, satisfecho, saciado, y percibió con placer el contacto de sus labios en el cuello.

—Te amo, palomino. Te amo.

Las palabras parecían sinceras, pero de repente ella sintió deseos de preguntarle: «¿De veras?». ¿Era cierto? ¿Habría realmente alguien que la amara de nuevo? ¿Que la amara sinceramente, que la amara y no la hiriese en sus sentimientos, que la amara y no la abandonase? Unas lágrimas se deslizaron por el rabillo de sus ojos y cayeron sobre la almohada. Tate la miró con tristeza y asintió con la cabeza. Luego la tomó entre sus brazos y la acunó suavemente, arrullándola con palabras carentes de significado como las que se suelen decir a un animal herido o a un niño muy pequeño.

—Está bien, mi niña. Todo está bien ahora…, yo estoy aquí contigo…

—Lo siento… —dijo ella, y sus palabras fueron ahogadas por los sollozos de toda una vida, y la pena que anidaba en su pecho huyó como una bandada de pájaros silvestres.

Así permanecieron, uno en brazos del otro, casi durante una hora, y cuando se agotaron sus lágrimas, notó que se agitaba algo familiar junto a ella; sonrió lentamente, extendió la mano para tocarle y luego lo guio hasta el mismo sitio de nuevo.

—¿Estás bien ahora? —inquirió él con voz ronca en la oscuridad, y ella asintió con la cabeza—. Respóndeme.

—Estoy bien.

Tate no siguió adelante, y sus ojos buscaron anhelantes los de ella.

—¿Seguro?

—Sí, seguro.

Lo que no acertaba a manifestarle con palabras se lo demostró con su cuerpo, que se arqueaba hacia él para proporcionarle todo el placer que Tate le había brindado a ella. Samantha jamás había experimentado una fusión semejante con otro ser, y al quedarse dormida junto a Tate Jordan, una ligera sonrisa aleteaba en sus labios.

Cuando sonó el despertador a la mañana siguiente, despertó con lentitud, sonriendo, esperando ver a Tate, pero lo que vio en cambio fue una nota colocada debajo del pequeño reloj. La había dejado él antes de marcharse a las dos de la madrugada. Había puesto el despertador y escrito la nota en un pedazo de papel. Decía solamente: TE AMO, PALOMINO. Y mientras la leía, Samantha se dejó caer de nuevo sobre la almohada, cerró los ojos y sonrió. Esta vez no asomaron las lágrimas.