—¿Diste un buen paseo, querida?
Cuando Samantha entró en la sala de estar, con el cabello revuelto, el rostro encendido y los ojos brillantes, Caroline la observó con benigna expresión. Parecía la encarnación de la juventud, la salud y la belleza, y la mujer no pudo evitar sentir un poco de envidia al ver cómo sus flexibles miembros se replegaban al sentarse ella en una cómoda butaca.
—Magnífico, gracias, tía Caro.
Se moría por decirle que había estado en su cabaña, pero sabía que no podía hacerlo. Sin embargo, persistía la emoción que le había causado lo que allí viviera, así como la excitación provocada por el beso que Tate le había dado en la cuadra de Black Beauty. Aquel beso había limado sus asperezas y había penetrado hasta lo más profundo de su alma. Tate era un hombre diferente a todos los demás: era más fuerte, más independiente y más seductor que cualquier otro que ella hubiera conocido o conocería jamás.
—¿Te encontraste con alguien esta mañana?
La pregunta era casual, fruto de treinta años de vivir en comunidad en una gran hacienda. No transcurría ni una hora sin que uno se tropezara con alguien, dijera algo o escuchase algo acerca de alguna otra persona.
—Vi a Tate Jordan.
—¡Oh! —exclamó Caroline sin mucho énfasis y sin demostrar gran interés—. ¿Cómo está nuestro Papá Noel después de lo de anoche? Los niños realmente disfrutan con él todos los años.
—Sin duda. Es una persona muy simpática.
—¿Quieres decir que has rendido tus armas? ¿Ya no le odias?
—Jamás le odié. —Trató de adoptar un aire displicente mientras se servía una taza de café—. Simplemente, no estábamos de acuerdo con respecto a mi habilidad para montar a caballo.
—¿Y ahora ha cambiado de opinión? —Samantha asintió con una sonrisa de satisfacción—. No me extraña que te caiga simpático. Siempre nos agradan cordialmente las personas a quienes agradamos. Es un buen hombre, sea lo que fuere lo que te haya dicho acerca de tu capacidad para montar a Black Beauty. Conoce todos los rincones de esta hacienda tan bien como Bill o como yo.
«Todos los rincones… incluso la cabaña», se dijo Samantha para sus adentros y tuvo que tomar un sorbo de café para no sonreír.
—¿Qué vas a hacer hoy, tía Caro?
—Cuentas, como siempre.
—¿El día de Navidad? —exclamó Sam, asombrada.
Caroline asintió con gravedad.
—El día de Navidad.
—¿Por qué no cenamos juntas para celebrarlo?
—Si mal no recuerdo —repuso Caroline, mirándola con aire divertido—, eso ya lo hicimos anoche.
—Eso fue muy diferente. Estaba todo el mundo. ¿Por qué esta noche no preparamos tú y yo una buena cena para Bill King y Tate?
Caroline la miró con severidad unos instantes y luego meneó la cabeza.
—No creo que eso sea posible.
—¿Por qué no?
Caroline lanzó un sordo suspiro.
—Porque ellos son asalariados en este rancho, Samantha, y nosotras no. En una hacienda existen jerarquías muy definidas.
—¿Acaso tú nunca cenas con Bill? —preguntó Samantha estupefacta.
—Muy raras veces. Sólo en ocasiones especiales, cuando alguien se casa o se muere. Sólo en noches como la de ayer, en Navidad, caen todas las cercas. El resto del tiempo, tú eres quien eres, y ellos… ellos se ocupan de mantener las cercas levantadas, Sam.
—Pero ¿por qué?
—Por respeto. Así son las cosas.
Ella parecía aceptarlo, pero Sam seguía sin comprenderlo.
—Pero todo eso es una estupidez. ¿Qué sentido tiene establecer esas jerarquías, por el amor de Dios? ¿A quién le importa?
—A ellos —la voz de Caroline sonó como el agua arrojada de un balde al estrellarse contra el suelo—. A ellos les importa mucho, por las formas, por la posición, por lo que tú eres y por el respeto que consideran que te mereces. Como propietaria de un rancho, te colocan en un pedestal y jamás consienten que te bajes de él. A veces resulta fatigoso, pero así son las cosas. Y no tienes más remedio que aceptarlas. Si invitáramos a Bill y a Tate a cenar aquí esta noche, se quedarían patitiesos.
A Sam eso le resultaba difícil de creer al recordar su insinuación de que se acostara con él en la cabaña. Aún no se le había ocurrido que aquello era distinto: era algo privado. No era como cenar todos juntos en la casa principal.
—Bueno, aún sigue pareciéndome absurdo.
Caroline le sonrió afectuosamente.
—También me lo pareció a mí, pero ahora lo acepto, Sam. Es más simple de ese modo. Así es como ellos son. Todo el día encontrarás pavo frío en el comedor general, Samantha. Puedes ir allí y charlar con quien encuentres. Pero en realidad tengo que trabajar con Bill durante unas cuantas horas en mi despacho. Lamento terriblemente tener que desatenderte en Navidad, Sam, pero debemos hacer esos números.
La única preocupación de Caroline y Bill, en el curso de todos esos años, había sido siempre la hacienda. Pero ahora Sam se preguntaba si alguna vez echaron de menos la cabaña. Casi seguro que sí. Era un lugar perfecto para ocultarse. Se preguntó, también, cuánto tiempo debía de haber transcurrido desde la última vez que estuvieron allí, cuán a menudo debían de ir al principio, si ya disponían de ella entonces… y no pudo dejar de pensar si tardaría mucho en volver allí en compañía de Tate.
—Estaré bien, tía Caro. Tengo que escribir algunas cartas. Cuando tenga hambre, iré a comer algo al comedor principal.
Y súbitamente se dio cuenta de que tenía ganas de volver a ver a Tate. Era como si aquella mañana se le hubiera metido muy adentro de su ser y no pudiese desprenderse de él. No podía pensar más que en él, en sus manos, en sus ojos, en sus labios…
Pero cuando fue al comedor general al cabo de media hora, descubrió que Tate no se encontraba allí, y cuando horas más tarde se topó con Josh junto al granero, este le dijo casualmente que Tate había ido al rancho Bar Three, a unos cincuenta kilómetros de distancia, a ver a su hijo.