Capítulo 10

Por la fuerza de la costumbre, después de diez días de estar en el rancho Samantha se despertó a las cuatro y media de la madrugada. Hizo un esfuerzo por quedarse en la cama, simulando para sí misma que estaba dormida y, finalmente, después de permanecer una hora con los ojos cerrados y la mente agitadísima, saltó de la cama. Afuera, aún reinaba la oscuridad, y las estrellas brillaban fulgurantemente, pero ella sabía que antes de una hora el rancho estaría en plena actividad. Fuese o no fuese la mañana del día de Navidad, los animales comenzarían a despertar, los hombres acudirían al corral a atender a los caballos, aun cuando ninguno saldría a cabalgar por las colinas.

Descalza, Samantha se dirigió silenciosamente a la cocina, enchufó la cafetera eléctrica que usaba Caroline, y luego se sentó en la oscuridad, dejando que su mente rememorara los acontecimientos de la noche anterior. Al pensar en los niños que alegraron la Nochebuena, se acordó de repente de los hijos de Charlie y Melinda. Era la primera Navidad que no les mandaba regalos. Recordó con remordimiento la promesa que le había hecho a Charlie, pero ni siquiera había estado cerca de una juguetería. De pronto se sintió muy sola y, sin que ella pudiese evitarlo, la imagen de John se hizo dolorosamente presente y viva en el recuerdo. ¿Cómo pasaría él la Navidad este año? El dolor que Samantha experimentaba, como si le hubiesen hundido un cuchillo en las entrañas, le parecía que no podría soportarlo, y, como obedeciendo a un reflejo condicionado, extendió la mano hacia el teléfono. Sin pensar, pero deseando desesperadamente escuchar una voz amiga, marcó un número familiar y al cabo de un instante oyó que Charlie Peterson contestaba en el otro extremo de la línea. Su voz meliflua retumbó en el receptor entonando jubilosamente Suenan las campanas. Ya andaba por el segundo verso, y Sam aún no había podido ni siquiera pronunciar su nombre.

—¿Quién?

«Suenan sin cesar…».

—¡Calla, Charlie! ¡Soy yo, Sam!

—¡Oh…, hola, Sam…!

«Las campanas…».

—¡Charlie!

Samantha reía y escuchaba, pero aparte de la alegría que le causaba oír su voz, volvió a sentir el aguijón de la nostalgia y la amargura de la soledad. Súbitamente deseó estar junto a ellos y no a cinco mil kilómetros de distancia, en un rancho. No tenía otra alternativa que esperar a que Charlie acabara de cantar.

—¡Feliz Navidad!

—¿Quieres decir que ya terminaste? ¿No vas a cantar Noche de paz?

—No lo tenía pensado, pero si me lo pides muy especialmente, Sam, podría…

—¡Charlie, por favor! Quiero hablar con Mellie y con los niños. Pero primero… —comenzó a decir, pero casi se le cortó la voz—… dime cómo andan las cosas por la oficina.

Había tenido que hacer un esfuerzo para no llamar a Harvey. Este le había ordenado prácticamente que no lo hiciera, y ella había obedecido. Ellos tenían su número telefónico por si lo necesitaban, y su jefe había considerado que le haría bien olvidarse de ellos por completo. Y en verdad, le había hecho más bien de lo que suponía. Hasta el momento.

—¿Cómo están mis clientes? ¿Ya los perdiste todos?

—Todos y cada uno de ellos.

—¿Cómo están los niños?

—Maravillosamente bien. —Hubo un asomo de vacilación en su voz, y luego se apresuró a preguntarle cómo estaba—. Supongo que deben de hacerte cabalgar hasta quedar derrengada.

—Así es. Vamos, Charlie, dime qué está pasando por ahí.

—No gran cosa, nena. Nueva York no ha cambiado mucho en estas dos semanas. ¿Qué me dices de ti? —Su voz sonó como si de pronto se hubiese puesto muy serio, y Sam sonrió—. ¿Estás contenta, Sam? ¿Estás bien?

—Estoy muy bien. —Y con un ligero suspiro, agregó—: Fue lo más sensato que pude haber hecho, por mucho que me cueste reconocerlo. Creo que lo que necesitaba, precisamente, era un cambio radical como este. No he visto el telediario de las seis de la tarde en todo este tiempo.

—Algo es algo. ¿Y tu amiga… Caroline, y todos los caballos? ¿Están todos bien?

Causaba tanto la impresión de ser el típico neoyorquino que Samantha se reía al imaginarle chupando su cigarro con la mirada perdida en el espacio, enfundado en su pijama y la bata, y luciendo algo que los niños le habían regalado por Navidad, como una gorra o un guante de béisbol, o unos calcetines a rayas rojas y amarillas.

—Aquí están todos bien. Déjame hablar con Mellie.

Melinda se puso al aparato, pero no interpretó la señal que le hizo Charlie, de modo que en seguida le dio a Sam la noticia. Estaba embarazada. El niño nacería en julio, y ella acababa de enterarse esa misma semana. Durante una fracción de segundo se hizo un extraño silencio, y luego Samantha estalló en efusivas felicitaciones mientras, a lo lejos, Charlie cerraba los ojos y gemía.

—¿Por qué se lo dijiste? —le musitaba a su esposa con voz ronca en tanto ella trataba de seguir conversando con Sam.

—¿Por qué no? De cualquier manera se habría enterado cuando volviese —le contestó Melinda, cubriendo la boquilla del teléfono con la mano; luego la retiró y siguió hablando con Samantha—: ¿Los niños? Todos dicen que quieren otro hermanito, pero si esta vez no es una niña, renuncio.

Charlie le hacía gestos de impaciencia, la obligó a despedirse rápidamente y cogió de nuevo el receptor.

—¿Cómo es que no me lo dijiste, nene? —le preguntó Sam tratando de adoptar un tono de indiferencia, pero como siempre que escuchaba una noticia similar, sobre todo últimamente, también ahora había experimentado como una punzada en una herida antigua pero aún sensible en lo más hondo de su ser—. ¿Temías que no lo resistiese? No estoy enferma del coco, ¿sabes, Charlie?, sino sólo divorciada, que no es lo mismo.

—¿Quién se preocupa por esas tonterías?

Pero algo en su voz denotaba preocupación y tristeza.

—Tú —le replicó Sam con dulzura—. Y Mellie. Y yo también. Y vosotros sois mis amigos. Mellie hizo bien en decírmelo. No le grites cuando cuelgues el teléfono, ¿eh?

—¿Por qué no? —Charlie hizo una mueca que traducía su sentimiento de culpa—. Es necesario mantenerla a raya.

—Tú tienes otros medios para mantenerla a raya, Peterson. Es una suerte que seas el director artístico mejor pagado del medio. Te va a hacer falta un buen sueldo para mantener a tantos hijos.

—Sí, ¿no es justo? —gruñó con satisfacción, y después de una pausa agregó—: Bien, pequeña, sé buena con los caballos, y telefonéanos si necesitas algo. Y, Sam… —hizo una larga pausa—, nos acordamos mucho de ti, y te echamos de menos. Eso tú ya lo sabes, ¿no es cierto, nena?

Ella asintió en silencio, sin poder hablar por la congoja y con los ojos anegados en lágrimas.

—Sí, lo sé —fue todo lo que pudo decir por fin—. Y yo también os echo de menos. ¡Feliz Navidad!

Y luego de sonreír entre lágrimas y de enviarle un beso en un soplo, colgó el aparato. Después se quedó en la cocina durante casi media hora, con el café frío en la taza, los ojos fijos en la mesa y el corazón y el pensamiento a cinco mil kilómetros de distancia, en Nueva York. Y cuando volvió a levantar la vista, vio que afuera iba naciendo lentamente el día; el azul oscuro de la noche se había transformado en un gris claro. Se levantó y llevó la taza al fregadero. Permaneció allí muy quieta y se dio cuenta de qué era exactamente lo que deseaba hacer.

Tardó sólo unos instantes en llegar al establo y, una vez allí, se detuvo a pocos pasos de su cuadra. No se oía ruido alguno en el interior, y se preguntó si aún estaría durmiendo aquel gigantesco animal negro como el ébano que de repente había sentido deseos de montar. Abrió la mitad inferior de la puerta y entró en la cuadra; comenzó a acariciarle suavemente el cuello y los flancos al tiempo que le hablaba en voz tan baja que se hubiera dicho que lo estaba arrullando. Estaba despierto, pero no inquieto. Parecía que el animal hubiera estado esperando que Samantha fuese a verlo; la observaba con entendimiento tras las largas pestañas negras, y ella le sonrió al salir silenciosamente de la cuadra para ir en busca de la silla y la brida, y en seguida regresó dispuesta a enjaezarlo para el paseo. Nadie la había visto llegar al establo, y aún no había nadie allí.

Cuando lo condujo en silencio a la entrada al cabo de unos minutos, tampoco había nadie en el vasto patio exterior. Llevó a Black Beauty hasta un bloque de piedra cercano y rápidamente lo montó. Después de acomodarse en la silla con soltura, sosteniendo firmes las riendas, lo guio hacia las ahora familiares colinas. Sabía exactamente por dónde quería ir: unos días antes había descubierto una senda que se internaba en el bosque y ahora sentía deseos de seguirla. Al principio lo llevó al trote hacia su destino, pero al cabo de un rato, al sentir que el animal tironeaba para ir más rápido, dejó que el trote se convirtiese en un galope ligero en dirección al sol naciente. Samantha experimentó una de las sensaciones más exquisitas de que tuviera memoria, y mantenía las rodillas apretadas contra los flancos para acentuar la presión al saltar unos matorrales achaparrados y un estrecho arroyo sin esfuerzo alguno. Recordó la primera vez que había saltado con él, pero sabía que ahora era distinto. Esta mañana, no corría riesgos con Black Beauty, pero tampoco se sentía airada. Sólo deseaba integrarse en cuerpo y alma a Black Beauty. Tenía la sensación de encarnar un antiguo mito, una leyenda india, mientras subía la ladera de la colina y lo refrenaba al llegar a la cresta desde donde observó el sol que comenzaba a elevarse rápidamente en el cielo. Sólo entonces oyó el ruido de cascos a sus espaldas; sólo entonces comprendió que la habían seguido, y sólo entonces volvió la cabeza. Pero cuando le vio montado en el pintado de color marfil y ónix, no le sorprendió constatar que se trataba de Tate Jordan. Era como si también él formase parte de la leyenda, como si también él perteneciera a aquel lugar, como si también él hubiese caído del esplendoroso y dorado cielo matutino.

Se dirigía hacia ella en línea recta, llevando el pintado a galope tendido, salvando el espacio que les separaba casi con impetuosa determinación, y en el último momento desvió a su montura para detenerse justo junto a la joven. Samantha le observó un instante, sin saber qué encontraría en él, temerosa de que estuviese nuevamente airado, que le arruinara el instante y que la amistad que había sido engendrada sólo la noche anterior tuviese que abortar. Sin embargo, lo que descubrió esta vez en aquellos profundos ojos verdes que la miraban preñados de fiereza no era ira, sino algo mucho más placentero. Sin decirle una sola palabra, se limitó a contemplarla y después de hacer un gesto de asentimiento con la cabeza, espoleó al pintado. Era evidente que deseaba que ella le siguiera, y Samantha así lo hizo, dejando que Black Beauty avanzara sin esfuerzo por la senda que él seguía, remontando colinas y descendiendo a pequeños valles, hasta que por fin se encontraron en un lugar de la hacienda que ella desconocía. Había allí una laguna y una cabaña, y en cuanto traspusieron la última colina y apareció aquel paraje ante su vista. Tate refrenó el sudoroso pintado. Entonces se volvió sonriente hacia ella, en la primera luz del alba, y Samantha le devolvió la sonrisa mientras observaba cómo desmontaba y sujetaba su cabalgadura.

—¿Aún estamos en tierras del rancho?

—Sí —repuso él, levantando la vista hacia ella—. El límite se encuentra más allá de ese claro.

El claro nacía justo detrás de la cabaña. Samantha asintió con la cabeza.

—¿De quién es? —preguntó, señalando la cabaña, al tiempo que se preguntaba para sus adentros si habría alguien en ella.

Tate no le dio una respuesta concreta.

—La descubrí hace mucho tiempo. Vengo aquí de cuando en cuando, no muy a menudo, sino únicamente cuando deseo estar solo. Todo se encuentra cerrado con llave, y nadie sabe que he estado aquí.

Se trataba pues de un secreto, y Samantha así lo comprendió.

—¿Tienes las llaves?

—Más o menos. —El hermoso rostro curtido de Tate se cuarteó en una sonrisa—. Existe una llave en poder de Bill King que encaja perfectamente en la cerradura. Una vez me apoderé de ella.

—¿E hiciste una copia?

Samantha parecía escandalizada, pero él asintió con la cabeza. Por encima de todas las cosas, Tate Jordan era un hombre sincero. Si Bill King le hubiese preguntado acerca de ello, él le habría contado la verdad. Pero Bill jamás lo había hecho, de modo que Tate supuso que no le importaría. Sobre todo, no deseaba atraer la atención hacia la cabaña olvidada. Esta significaba mucho para él.

—Tengo un poco de café ahí dentro, que no sé si se habrá vuelto rancio. ¿Quieres bajar un momento y echar un vistazo?

Lo que no le dijo es que también guardaba allí una botella de whisky. Nada que le permitiera cometer excesos, sino que era algo que le servía para conservar el calor y sosegar el espíritu. Acudía allí cuando estaba preocupado, o cuando había algo que le atormentaba y deseaba estar solo durante todo el día. Muchos eran los domingos que había pasado en aquella cabaña, y tenía sus propias ideas con respecto a los propósitos para los que había sido construida.

—¿Y bien, señorita Taylor?

Tate Jordan la miró largamente, y ella por fin hizo un gesto afirmativo.

—Me encantaría.

Él la ayudó a descabalgar y a atar el hermoso caballo, y acto seguido se encaminó hacia la cabaña.

En el interior reinaba una atmósfera seca aunque se percibía el tufo de humedad, pero a medida que contemplaba lo que la rodeaba, los ojos de Samantha se iban abriendo más y más a causa de la sorpresa. Era como un refugio de un cuento de hadas, escondido en lo más recóndito del bosque, el sitio ideal para quien deseara ocultarse por el resto de sus días, lejos de los ojos del mundo.

—Tate, ¿a quién pertenece todo esto?

Samantha parecía vagamente confundida, y Tate se limitó a señalar uno de los trofeos colocados sobre un pequeño anaquel en la pared.

—Mira eso.

Ella se acercó más y sus ojos se agrandaron mientras los fijaba en el trofeo, luego en Tate y de nuevo en el trofeo. Este lucía la leyenda: WILLIAM B. KING, 1934. El segundo también pertenecía a Bill King, pero era del año 1939. Samantha miró nuevamente por encima del hombro a Tate, con renovado interés.

—¿Esta cabaña le pertenece, Tate? ¿Tenemos derecho a estar aquí?

—No conozco la respuesta a la primera pregunta. Y la de la segunda, probablemente es no. Pero una vez hube descubierto este lugar, ya no pude sustraerme a la tentación de volver a él.

Su voz sonaba grave y ronca, y sus ojos buscaron los de Sam.

Ella miraba a su alrededor en silencio y de nuevo movió la cabeza como asintiendo.

—Ya veo por qué.

En tanto Tate se dirigía a la cocina calladamente, ella comenzó a contemplar las viejas fotografías, y aunque le parecía descubrir algo familiar en ellas, no acababa de darse perfecta cuenta de qué se trataba. Y entonces, con cierto embarazo, penetró en el dormitorio, atraída por la pintura de un enorme paisaje colgada sobre la cama. Cuando llegó lo suficientemente cerca del cuadro como para poder leer la firma, se detuvo súbitamente. El artista había estampado su nombre con pintura roja en el ángulo inferior derecho: C. Lord. Sam se volvió dispuesta a salir volando de la estancia, pero descubrió que la robusta figura de Tate bloqueaba el hueco de la puerta. Sostenía en la mano una humeante taza de café instantáneo y escrutaba el rostro de la joven.

—Es de ellos, ¿no?

Esa era la respuesta a su pregunta, a la pregunta que ella y Barbara se habían formulado tan a menudo, riendo y elucubrando suposiciones. Por fin, en aquella acogedora habitación azul con su enorme cama de metal y colcha de retazos, que casi ocupaba todo el cuarto, conoció la respuesta.

—¿No es cierto, Tate?

De pronto Samantha tuvo necesidad de obtener una confirmación, aunque fuese de parte de él. Tate movió la cabeza afirmativamente y le dio la taza de color amarillo brillante.

—Eso creo. Es un bonito lugar, ¿no? De alguna manera, en conjunto es exactamente igual a ellos.

—¿Lo sabe alguien más?

Samantha tenía la impresión de haber desvelado un secreto sagrado y de tener la responsabilidad de determinar si ese secreto estaba seguro.

—¿Lo de ellos? —Meneó la cabeza—. Por lo menos nadie lo sabe con certeza. Pero ocurre que ambos se han mostrado extremadamente cautos. Ninguno de ellos dice nada que pueda comprometerles. Cuando Bill está entre los vaqueros, habla de la «señorita Caroline» como lo hace cualquiera de nosotros, y aún se dirige a ella de esta respetuosa manera, con mucho mayor énfasis, cuando le habla directamente. La trata con respeto, pero sin demostrar un excesivo interés, y ella hace exactamente lo mismo con respecto a él.

—¿Por qué? —Samantha parecía sorprendida mientras sorbía su café; luego dejó la taza y se sentó en el borde de la cama—. ¿Por qué no dejaron que todo el mundo lo supiera años atrás y se casaron, si eso es lo que deseaban?

—Tal vez no era eso lo que deseaban hacer. —Tate hablaba como si él lo comprendiera, y cuando Sam levantó la vista hacia su curtido rostro, se hizo evidente que no ocurría lo mismo con ella—. Bill King es un hombre orgulloso. Jamás toleraría que alguien pudiese decir que se había casado con la señorita Caro por su dinero, o por su hacienda, o por su ganado.

—¿Y entonces se conforman con esto? —Sam miró en torno con acendrada estupefacción—. Una pequeña cabaña en el bosque, y él se pasa veinticinco años entrando y saliendo furtivamente de la casa de su amada.

—Quizás eso contribuye a conservar vivo el idilio —comentó Tate Jordan sonriendo, al tiempo que se sentaba también en la cama a su lado—. Hay algo muy especial en lo que ves aquí, ¿sabes? —Tate miraba a su alrededor con un respeto y una emoción casi rayanos en el temor reverente—. ¿Te das cuenta de lo que tienes ante los ojos, Samantha? —Pero sin esperar respuesta, prosiguió—: Tienes a dos personas que se aman, cuyas vidas se complementan a la perfección: las pinturas de ella con los trofeos de él; sus viejas fotografías con sus libros y sus discos; la cómoda butaca de cuero de él y la pequeña mecedora con el escabel frente al fuego para ella. Fíjate en ello, Sam. —Ambos dirigieron la mirada hacia el vano de la puerta del dormitorio—. Mira. ¿Sabes lo que ves allí? Simplemente, amor. Eso es el amor: esos cacharros de cobre, ese antiguo almohadón bordado y esa ridícula cabeza de cerdo. Son dos personas eso que ves ahí, dos personas que se han amado apasionadamente durante largo tiempo y que aún siguen amándose.

—¿Crees que todavía vienen aquí? —preguntó Sam casi en un murmullo, y Tate se echó a reír.

—Lo dudo. Y si lo hacen, no creo que sea muy a menudo. Probablemente, yo vengo más veces que ellos. Estos últimos años, la artritis ha tenido al pobre Bill a mal traer. Sospecho —agregó, bajando la voz— que se mantienen mucho más unidos en la casa.

Samantha recordó entonces el ruido de puertas que se abrían y cerraban, lo cual significaba que, a pesar de todos esos años, aún seguían viéndose a escondites en horas de la noche.

—Todavía no logro comprender por qué lo mantienen en secreto.

Tate se quedó mirándola un largo rato y luego se encogió de hombros.

—A veces las cosas son así. —Y le sonrió—. Esto no es Nueva York, Samantha. Aquí, aún siguen en vigencia una serie de valores pasados de moda.

A pesar de todo, a ella seguía pareciéndole absurdo. En ese caso, deberían haberse casado. ¡Santo Dios, sus relaciones se habían prolongado a lo largo de veinte años!

—¿Cómo descubriste este lugar. Tate?

Samantha se puso de pie de nuevo y volvió a la sala de estar y al cabo de unos momentos se sentó en la cómoda y antigua mecedora de Caroline.

—Un día me topé por casualidad con esta cabaña. Años atrás debieron de pasar mucho tiempo aquí. A mí me ha causado la sensación de hallarme en un verdadero hogar.

—Es un verdadero hogar.

—Da la impresión de que uno podría quedarse eternamente en él, ¿no? —Con una sonrisa Tate hundió su enorme corpachón en la butaca de cuero—. ¿Quieres que encienda el fuego?

Ella sacudió la cabeza enérgicamente.

—Me quedaría demasiado preocupada por él cuando nos marchásemos.

—No lo dejaría encendido, tonta.

—Lo sé. —Se miraron e intercambiaron otra sonrisa—. Pero me preocuparía de todos modos. Ya sabes, quizás una chispa perdida o algo… Este sitio es demasiado especial para correr riesgos. No quisiera hacer nada que pudiera poner en peligro lo que ellos tienen aquí. —Y mirándole con una expresión más grave, agregó—: Ni siquiera me siento con derecho a estar en este lugar.

—¿Por qué no?

El anguloso mentón se proyectó ligeramente hacia adelante.

—No nos pertenece. Es de ellos, y es privado y secreto. No les gustaría saber que estamos aquí o que estamos al tanto de sus relaciones…

—Pero de todas maneras, ya estábamos enterados de ellas, ¿no es así? —preguntó él con afabilidad, y ella asintió lentamente con la cabeza.

—Yo siempre lo sospeché. Barb… la sobrina de tía Caro y yo… solíamos pasarnos horas y más horas hablando de ello, tratando de adivinar, suponiendo y dejando de suponer… Nunca estuvimos completamente seguras.

—¿Y cuándo te hiciste mayor?

Ella sonrió al responder:

—Entonces lo presentí. Pero, con todo, siempre me quedó la duda.

Tate movió pausadamente la cabeza.

—A mí también. Siempre pensé que lo daba por hecho. Pero, en realidad, no era así. Hasta que vine aquí. Todo esto cuenta a las claras su historia. —Volvió a mirar en torno—. ¡Y qué historia más hermosa cuenta!

—Sí. —Samantha hizo un gesto de asentimiento y comenzó a mecerse en la vieja mecedora—. Sería estupendo amar a alguien de esa manera, ¿no te parece? Lo suficiente como para crear algo juntos, y conservarlo juntos durante veinte años.

—¿Cuánto tiempo duró tu matrimonio, Sam?

—Siete años. ¿Y el tuyo?

—Cinco. Mi hijo era un niño cuando su mamá se fue.

—Apuesto a que te alegraste cuando lo recuperaste. —De repente se ruborizó violentamente, al recordar la historia y la inconveniencia que inadvertidamente había dicho—. Lo siento, no quise decir…

—¡Chitón! —Tate agitó la mano ligeramente—. Sé lo que quieres decir. Y, demonios, ¡claro que me alegré! Pero lamenté tremendamente la muerte de su madre.

—¿La amabas aún después de que te abandonó?

Aquella era una pregunta odiosa pero de pronto ello no parecía tener importancia. Era como si allí, en aquel altar del amor de Bill y Caro, ambos pudiesen decir cualquier cosa que se les ocurriera, siempre y cuando tuviese interés, siempre y cuando no fuera dicho con el ánimo de herir.

Tate Jordan asintió con un pausado movimiento de cabeza.

—Sí, la amaba. En cierto modo, aún la amo, a pesar de que ya hace casi quince años que falleció. Es curioso. No siempre se recuerda cómo las cosas llegaron a su fin. ¿A ti te ocurre lo mismo, Sam? ¿Recuerdas a tu marido tal como era cuando te enamoraste de él, o bien recuerdas al hijo de perra que era cuando todo terminó?

Sam rio quedamente al escuchar sus francas palabras e hizo un gesto de asentimiento sin dejar de mecerse.

—¡Cielos, cuánta verdad hay en lo que dices! No ceso de preguntarme por qué. ¿Por qué le recuerdo en la época en que íbamos al college, cuando nos comprometimos, en la luna de miel, en la primera Navidad que pasamos juntos…? ¿A qué se debe que la primera imagen que acude a mi mente no sea la de él en el momento de trasponer la puerta con sus calcetines y mis entrañas colgando de la maleta que llevaba en la mano?

Ambos se echaron a reír por la imagen que ella había creado, y Tate meneó la cabeza al tiempo que la miraba con ojos preñados de preguntas.

—¿Así es como ocurrió, pues? ¿Te dejó plantada, Sam?

—Sí —repuso ella, secamente.

—¿Por otra mujer? —Samantha asintió, pero esta vez no había una expresión dolorida en su cara. Se limitaba a aceptar una simple verdad—. Lo mismo me pasó a mí con mi mujer.

Sam observó que ahora Tate Jordan hablaba con la soltura de los demás vaqueros. Tal vez allí se sentía más relajado. No tenía necesidad de impresionarla, y no había nadie más con ellos.

—Te destroza el corazón, ¿no es cierto? Yo tenía veinticinco años, y pensé que me moriría.

—Yo también lo pensé —confesó Samantha, mirándole fijamente—. Yo también lo pensé. En realidad —agregó con un quedo suspiro—, supongo que lo mismo pensaron todos mis compañeros de trabajo. Por eso estoy aquí. Para sobreponerme. Para huir.

—¿Cuánto tiempo hace que pasó?

—En agosto último.

—Hace bastante tiempo.

Tate lo dijo como restándole importancia al hecho, y ella se mosqueó.

—¿De veras? ¿Para qué? ¿Para haberle olvidado? ¿Para que ya no me importe un rábano? Bueno, pues te equivocaste, compañero, inténtalo de nuevo.

—¿Acaso piensas en él todo el tiempo?

—No —respondió ella honestamente—. Pero muy a menudo.

—¿Ya te divorciaste?

Ella asintió.

—Sí, y él ya se volvió a casar, y tendrán un hijo en marzo.

Mejor sería contárselo todo de una vez. Y a decir verdad, experimentaba una agradable sensación al desembucharlo todo: todas las dolorosas verdades, las sinceras confesiones. Era maravilloso desembarazarse de todo ello. Pero entonces advirtió que él la estaba mirando atentamente.

—Apostaría a que debe de ser doloroso.

—¿Qué?

Por un instante ella no comprendió a qué se refería.

—Lo del niño. ¿Deseabas tener hijos?

Ella vaciló una fracción de segundo y luego asintió con la cabeza a la vez que se levantaba bruscamente de la mecedora.

—En verdad sí, señor Jordan. Pero soy estéril. De modo que mi esposo logró lo que deseaba… en otra parte…

Mientras permanecía de pie ante la ventana, con la mirada perdida en el lago, no oyó acercarse a Tate, y de pronto le tuvo a sus espaldas, ciñéndola por la cintura con los brazos.

—No importa, Sam…, y tú no eres estéril. Estéril es la persona que no puede amar, que no puede dar nada, que vive encerrada en sí misma. Todo eso es lo que importa y nada de eso eres tú, Sam. Tú no eres así.

Cuando él la hizo volverse, Samantha tenía los ojos anegados en lágrimas. Ella no quería que Tate las viera, pero no había podido resistir la atracción magnética de sus manos cuando la tomaron por la cintura y la obligaron a girar lentamente. Tate la besó tiernamente en los ojos, y luego sus labios se posaron en los de ella con tanta pasión y tan largamente que al fin Samantha tuvo que esforzarse para separarse de él con el fin de poder tomar aliento.

—Tate…, no… no.

Se resistió pero débilmente, y él se limitó a atraerla suavemente hacia su cuerpo. Percibía el aroma del jabón para limpiar las pieles y del tabaco que emanaba de él, y sentía la aspereza de su camisa de lana bajo su mejilla al apoyar la cabeza sobre su pecho.

—¿Por qué no? —Tate le puso un dedo bajo la barbilla y la obligó a levantar la cara hacia él—. ¿Sam? —Ella no respondió, y Tate volvió a besarla. Su voz sonó dulcemente junto al oído de la joven cuando él le habló de nuevo, y ella podía sentir los latidos de su corazón contra su pecho—. Sam, te deseo más de lo que jamás deseé a ninguna otra mujer.

—Eso no es suficiente —repuso ella con voz queda, pero con sentimiento, al tiempo que sus ojos se posaban en los de él.

Tate asintió con la cabeza.

—Comprendo. —Y después de una larga pausa, agregó—: Pero jamás ofrezco ya nada más que eso.

Ahora le había llegado el turno a ella. Sonrió dulcemente y formuló la misma pregunta:

—¿Por qué no?

—Porque… —Él vaciló y luego rio quedamente—. Porque yo sí que soy realmente estéril. Ya no me queda nada para dar.

—¿Cómo lo sabes? ¿Lo has intentado acaso últimamente?

—No, en los pasados dieciocho años.

Su respuesta fue sincera y no se hizo esperar.

—¿Y crees que es demasiado tarde para volver a amar a alguien? —Él no respondió, y Samantha miró en torno; sus ojos se posaron en los trofeos y luego volvió a mirarle a él—. ¿No crees que Bill la ama, Tate? —Él asintió—. Yo también. No es posible que Bill sea más valiente que tú, a pesar de que es un hombre endemoniado. Al igual que tú.

—¿Significa eso acaso…?

Comenzó a hablar en voz baja, mientras sus labios jugueteaban con los de ella, y el corazón de Samantha latía enloquecidamente en su pecho, mientras se preguntaba qué estaba haciendo allí, besando a aquel extraño, aquel vaquero, y tratando de justificar el hecho de que no quería enamorarse jamás. Quería preguntarse a sí misma qué demonios pensaba que estaba haciendo, pero ya no había tiempo.

—¿Significa eso que si te dijese que te amo, podríamos hacernos el amor en seguida? —Tate parecía divertirse, y ella, esbozando una ligera sonrisa, meneó la cabeza—. Eso es lo que supuse. Entonces, ¿de qué tratas de convencerme y por qué?

—Trato de convencerte de que todavía no es demasiado tarde para volver a enamorarse. Fíjate en ellos: cuando comenzaron a amarse, ya eran más viejos que nosotros ahora. Tenían que serlo.

—Sí… —Pero él no parecía muy convencido. Entonces volvió los ojos hacia ella con una pensativa expresión—. ¿Qué diferencia hay para ti en el hecho de que vuelva a enamorarme o no?

—Me gustaría saber que ello es posible.

—¿Por qué? ¿Acaso llevas a cabo alguna investigación científica?

—No —musitó ella—. Por mí misma.

—¿Conque es eso?

Le acarició suavemente los rubios cabellos, tropezando con las horquillas que los sujetaban en un rodete en la nuca, y de pronto él se las quitó, el moño se deshizo y la melena cayó como una cascada sobre su espalda.

—¡Dios mío, qué espléndidos cabellos, Sam! Mi palomino… —le dijo él, en voz muy baja—. Palomino…, ¡qué hermosa eres!

El sol penetraba por la ventana y sus rayos se entretejían con las hebras de oro de los cabellos de Samantha.

—Ahora deberíamos regresar —dijo ella con voz dulce, pero con firmeza.

—¿De veras?

—Deberíamos…

—¿Por qué? —Sus labios le besaban la barbilla, el cuello… Samantha no ofrecía resistencia, pero no estaba dispuesta a permitir que fuese más lejos—. ¿Por qué deberíamos volver ahora, Sam? ¡Oh, Dios, eres tan adorable…!

Sintió que Tate se estremecía, y mientras, ella se apartó suavemente de él con un ligero movimiento de cabeza.

—No, Tate.

—¿Por qué no?

Por un instante, los ojos de Tate relampaguearon, y ella se sintió invadida por una oleada de temor.

—Porque no está bien.

—¡Por todos los diablos, yo soy un hombre, y tú eres una mujer…, no somos unos niños! ¿Qué es lo que quieres? —preguntó, elevando la voz, verdaderamente irritado y anhelante—. ¿El idilio perfecto? ¿Un anillo de bodas en el dedo antes de meterte en la cama?

—¿Y qué es lo que tú quieres, vaquero? ¿Un simple revolcón en el pajar?

La fuerza de las palabras que le espetó Samantha le dejaron fulminado como si hubiesen sido proyectiles. Luego meneó la cabeza con lentitud.

—Lo lamento —dijo fríamente y se dirigió al fregadero a lavar las tazas.

Pero cuando hubo terminado de hacerlo, ella aún seguía de pie en el mismo lugar, observándole, y entonces le dijo:

—Lo siento. Me gustas, Tate. En realidad… —extendió la mano y la apoyó en el brazo de él—, me gustas tremendamente. Pero no quiero salir lastimada otra vez.

—No podrás obtener la clase de garantías que quieres, Sam. De nadie. Y tampoco de mí. Las únicas garantías que te darán serán mentiras.

Había algo de verdad en aquello y ella lo sabía, pero no eran sólo promesas lo que deseaba, sino algo verdadero.

—¿Sabes lo que quiero? —le preguntó mirando en torno de la estancia—. Quiero esto. Aspiro a todo este surtido de cosas, a todo el amor que ellas encierran aun después de más de veinte años.

—¿Crees que estaban seguros de esto al principio? ¿Crees acaso que entonces estaban seguros de lo que saben ahora? ¡Diablos, no! Ella tenía un rancho, y él era un peón. Eso era todo cuanto sabían con certeza.

—¿Eso crees? —Los ojos de Samantha parecían echar chispas—. ¿Sabes qué más sabían entonces?

—¿Qué?

—Apostaría a que sabían que se amaban. Y mientras no encuentre eso, mientras no encuentre un hombre que me ame y al que yo también quiera, no estoy dispuesta a salir a jugar de nuevo.

Tate abrió la puerta y la cerró con llave cuando hubieron salido.

—Vamos.

Pero al pasar junto a él, Samantha observó que no estaba enfadado. Había comprendido todo lo que ella le había dicho, y entonces se preguntó qué haría él ahora, y qué haría ella misma. Por un instante, sólo por un instante, sintió deseos de abandonar toda su resistencia y toda su prudencia, pero luego resolvió no hacerlo. No porque no le deseara, sino porque le deseaba demasiado. Tate Jordan era un hombre endemoniado.

—¿Podremos volver aquí?

Samantha le miró fijo a los ojos cuando él unió las manos y le ofreció la pierna para que montara en el gigantesco pura sangre.

—¿Lo deseas realmente?

Ella asintió pausadamente con la cabeza, y él sonrió sin responderle. Samantha apoyó la rodilla en el cuenco de las fuertes manos de Tate y se subió a la silla. Momentos después tenía las riendas en sus manos, las rodillas apretadas contra los flancos del animal y volaba junto a Tate Jordan como si les llevara el viento.