Al subir presurosa los escalones de la casa de piedra pardo rojiza situada en la calle 36 Este, Samantha entrecerró los ojos para evitar el impacto del violento viento y la impetuosa lluvia, que se estaba transformando rápidamente en aguanieve. La cellisca le azotaba el rostro y hacía que le escocieran los ojos. Profirió un sordo resoplido, como si se acuciara a sí misma, y luego se detuvo, jadeante, para introducir la llave en la cerradura, que se resistía a sus esfuerzos para abrir. Finalmente, la puerta cedió, y ella penetró en el cálido ambiente que reinaba en el vestíbulo. Permaneció allí un largo rato, sacudiéndose las gotas de lluvia que empapaban sus largos y platinados cabellos. En verdad, tenían un color poco común: semejaban hebras de plata trenzadas con hilos de oro. Cuando era niña, la llamaban pelirrubia, y ella se enfurecía, pero al llegar a la adolescencia, y durante sus años de juventud, aquel color le había valido los más profusos y variados elogios. Ahora, a los treinta años, ya estaba acostumbrada a ello, y cuando John le había dicho que parecía la princesa de un cuento de hadas, se había echado a reír, mirándole con sus vivaces ojos azules, con su hermoso y delicado rostro, de angulosas facciones, contrastando con la exuberancia de sus pechos y la suave redondez de sus caderas. Tenía unas piernas largas, delgadas, interminables.
Era mujer de mil contrastes: sus ojos grandes y danzarines poseían una penetrante mirada a la que nada escapaba, en violenta contraposición con los carnosos labios sensuales, los estrechos hombros, los senos prominentes y las largas y graciosas manos; la dulzura de su voz contrastaba con la inteligente precisión de su vocabulario. Por alguna razón, uno esperaba que Samantha hablara con el meloso acento sureño, mientras ella se recostaba lánguidamente en una chaise-longue, envuelta en un vaporoso salto de cama ribeteado con plumas de marabú. En cambio, ella prefería los tejanos y caminaba a grandes y enérgicos trancos. Toda ella rebosaba energía y vitalidad, con excepción de esta noche, con excepción del último centenar de noches pasadas.
Ella ahora, tal como lo había estado desde el mes de agosto, permanecía callada, quieta, esperando, mientras la lluvia se escurría de las puntas de sus cabellos, y como escuchando… Pero ¿qué? Allí ya no había nadie. Se encontraba sola en la vieja casona de piedras rojizas. En una época les había pertenecido a ellos, a Samantha y a John; era una vivienda que habían montado juntos con suma devoción y extremo cuidado. Todos y cada uno de sus centímetros cuadrados, maldita fuese. Samantha lo recordaba, una vez más, con el ceño ligeramente fruncido, al tiempo que dejaba el paraguas en el vestíbulo y subía con paso tardo las escaleras. Ahora detestaba regresar a casa y hacía todo lo posible para llegar más tarde todas las noches. Ahora, esta noche, eran casi las nueve. Pero aún había llegado más tarde la noche anterior. Ni siquiera tenía apetito. No había vuelto a sentir hambre desde el instante en que se enteró de la noticia.
—¿Que tú qué?
Se había quedado mirándole con expresión horrorizada aquella asfixiante tarde de agosto. El acondicionador de aire se había descompuesto y la atmósfera era pesada y el ambiente estaba silencioso. Ella había corrido a recibirle a la puerta, vestida tan sólo con unas bragas blancas de encaje y un escueto sujetador de color lila.
—¿Estás loco?
—No —contestó él, mirándola fijamente, con expresión estúpida y rostro macilento. Aquella misma mañana habían hecho el amor—. No puedo mentirte más, Sam. Tenía que decírtelo. Tengo que irme.
Ella se le acercó lentamente, pero John sacudió la cabeza y giró sobre sus talones.
—No… te lo ruego.
Un ligero temblor le sacudía los hombros, y por primera vez desde que él había hablado, Samantha sintió que la invadía una profunda piedad comparable a la aguda punzada de un lacerante dolor. Pero ¿por qué había de sentir pena por él? ¿Por qué? ¿Cómo podía apiadarse de él, después de lo que le había dicho?
—¿La amas?
Los hombros que ella tanto había querido sólo se estremecieron aún con más violencia, pero sin que John pronunciara una sola palabra. No obstante, a medida que se le acercaba, la pena que le inspiraba comenzó a disiparse, dando paso a la ira que empezaba a hervir en su alma.
—Contéstame, maldita sea.
Tiró firmemente de su hombro, y él se volvió de cara a ella.
—Sí. Creo que sí. Pero, Sam, no sé. Sólo sé que debo salir de aquí para poder ordenar mis pensamientos.
Samantha cruzó la habitación y sólo se detuvo al llegar al extremo de la delicada alfombra francesa que semejaba un lecho de flores bajo sus pies desnudos.
—¿Por qué no me lo dijiste? —inquirió al tiempo que se volvía con una expresión acusadora en el rostro.
—Yo… —comenzó a responder él, pero no pudo concluir la frase.
No había nada que pudiese decir ahora para suavizar las cosas, nada que pudiera mitigar el dolor que había infligido a la mujer a la que tanto había amado.
—No sabía qué decirte, Sam. No lo sabía… Y pensé…
—¡Me importa un cuerno lo que pensaste!
De pronto lanzó una mirada fulminante al hombre que conocía y amaba desde hacía once años. Se habían convertido en amantes a los diecinueve años. Él fue el primer hombre con quien se acostó, cuando ambos estaban en Yale. ¡Era tan apuesto, rubio y hermoso! El héroe del equipo de rugby, el estudiante más noble de la universidad, el muchacho rubio al que todos querían, incluyendo a Samantha, que le adoraba desde el momento en que le conoció.
—¿Sabes lo que yo pensaba, hijo de puta? Pensaba que me eras fiel. Eso es lo que yo pensaba. Pensaba que te importaba. Pensaba… —Su voz se quebró por primera vez desde que él pronunciara aquellas horribles palabras— pensaba que me amabas…
—Y te amo —repuso él con lágrimas deslizándose por sus mejillas.
—¿Ah, sí? —Ahora Samantha lloraba desconsoladamente y se sentía como si él le hubiese arrancado el corazón y lo hubiese arrojado al suelo—. Entonces ¿cómo es que te marchas? ¿Cómo es que llegas como si te hubieses vuelto loco, maldita sea, y cuando te pregunto cómo pasaste el día, me contestas que tienes relaciones amorosas con Liz Jones y que te vas de mi lado? —A medida que hablaba, el tono de su voz se volvía más histérico—. ¿Puedes explicármelo? Y además, ¿cuánto tiempo hace que duran esas relaciones? ¡Maldito seas, John Taylor…! ¡Maldito seas!
Y, como si no pudiese contenerse, se abalanzó sobre él, descargando puñetazos contra su pecho, y luego comenzó a tirarle de los pelos, hasta que trató de arañarle la cara; él se resistió sin mayor esfuerzo, le sujetó los brazos en la espalda y la obligó a caer al suelo, donde la acunó entre sus brazos.
—¡Oh, mi amor, lo siento…!
—¿Lo sientes? —chilló ella entre risas y sollozos mientras bregaba por liberarse—. ¿Vienes a decirme que me dejas para irte con otra y pretendes hacerme creer que «lo sientes»? ¡Dios santo! —Exhaló un profundo suspiro y se apartó de él—. ¡Suéltame, maldito!
Le miraba presa de dolor, y cuando él vio que estaba más calmada, le soltó los brazos. Ella estaba aún sin aliento cuando se encaminó lentamente al sofá de terciopelo verde oscuro y se sentó en él. De pronto, parecía más pequeña y muy joven tras la cortina de rubios cabellos claros al hundir la cara entre las manos; luego volvió a levantar lentamente la cabeza, con los ojos arrasados por las lágrimas.
—¿La amas realmente?
De alguna manera, ello le resultaba imposible de creer.
—Eso creo —respondió él asintiendo lentamente con la cabeza—. Lo peor del caso es que os amo a las dos.
—¿Por qué? —Samantha tenía la mirada perdida en el vacío, sin ver nada y comprendiendo menos aún—. ¿Qué nos faltaba a nosotros?
Pausadamente, John se sentó. Tenía que decírselo. Ella debía saberlo. Había cometido un error al no contárselo a ella en todo ese tiempo.
—Ello ocurrió durante la cobertura de la elección el año pasado.
—¿Y ha continuado desde entonces? —Samantha abrió desmesuradamente los ojos al tiempo que se enjugaba las lágrimas con el dorso de la mano—. ¿Diez meses, y yo sin enterarme de nada? —Él asintió con la cabeza sin decir nada—. ¡Dios mío! —Y entonces ella le dirigió una extraña mirada—. Entonces, ¿por qué ahora? ¿Por qué tuviste que venir hoy a decírmelo de esta manera tan brusca? ¿Por qué no dejas de verla? ¿Por qué no tratas de salvar un matrimonio de más de siete años? ¿Qué demonios quieres decir con eso de que tienes una amante y debes marcharte? ¿Tan poco es lo que representa todo esto para ti?
Samantha comenzaba a gritar de nuevo, y John Taylor hubiese deseado que le tragara la tierra. Detestaba aquella situación, detestaba lo que estaba haciéndole a Sam, pero sabía que debía hacerlo, que debía irse. Liz tenía algo que él deseaba con desesperación, poseía una cualidad que él precisaba, una especie de cortedad intelectual que a él le encantaba. Él y Samantha eran demasiado parecidos en muchos aspectos, demasiado visibles, demasiado espectaculares, demasiado hermosos. Ante las cámaras, cuando relataban las noticias, John era indiscutiblemente el astro, y Liz contribuía a acentuar aún más ese rasgo. Eso a él le gustaba. No se sentía ansioso cuando estaba con ella, pues no tenía necesidad de competir. Él, John Taylor, era automáticamente el astro.
Y ahora había algo más. Liz estaba embarazada, y el hijo era suyo, lo sabía. Era la cosa que deseaba más que nada en el mundo. Un hijo era lo que siempre había querido, y lo que Samantha no le había podido dar. Tres años les había llevado a los médicos determinar la causa del problema, y, cuando la averiguaron, no hubo duda alguna al respecto. Samantha era estéril. Jamás podría concebir un hijo.
—¿Por qué ahora, John?
La voz de Samantha le volvió al presente, y él meneó lentamente la cabeza.
—No importa. No es importante. Tenía que hacerlo. Simplemente, tenía que decírtelo. No hay un día que sea mejor que otro para una cosa así.
—¿Estás dispuesto a terminar con eso?
Le estaba presionando y era consciente de ello, pero tenía necesidad de preguntárselo, tenía que forzarle a hablar; ella aún no podía comprender lo que había sucedido ni por qué.
—¿Dejarás de verla, John?
Pausadamente, él sacudió la cabeza.
—No, Sam.
—¿Por qué? —Su voz adquirió una entonación infantil, y hubo una nueva oleada de lágrimas—. ¿Qué tiene ella que yo no tenga? Es fea y es fastidiosa… y tú…, tú siempre dijiste que no te gustaba…, que detestabas trabajar con ella, y…
No pudo seguir hablando, y John se quedó mirándola, casi sintiendo su dolor como si lo experimentase él mismo.
—Tengo que irme, Sam.
—¿Por qué?
Samantha se puso frenética mientras él se dirigía al dormitorio a buscar sus cosas.
—Porque sí, eso es todo. Mira, no es justo que me quede aquí y consienta que tú sigas llorando de esta manera.
—Quédate, te lo ruego… —El pánico se apoderó de su voz como una bestia peligrosa—. Está bien, nosotros lo resolveremos… Te lo prometo…, te lo ruego…, John…
Las lágrimas corrían por sus mejillas, y de pronto él adoptó un aire frío y distante mientras preparaba la maleta. Actuaba casi con frenesí, como si tuviese necesidad de marcharse de allí precipitadamente antes de que él perdiese el control.
Entonces, de repente, se volvió hacia ella, gritando:
—¡Basta, maldita sea! Basta…, por favor…
—Por favor, ¿qué? ¿Por favor, no llores porque mi esposo me abandona al cabo de siete años, de once si contamos el tiempo que pasamos en Yale antes de casarnos? ¿O por favor que no te haga sentir culpable mientras me dejas por una condenada puta? ¿Es eso lo que me pides, John? ¿Que te desee buena suerte y te ayude a hacer la maleta? Cielos, llegas aquí, me destrozas la vida hasta hacerla añicos ¿y qué es lo que quieres de mí? ¿Compasión? Pues bien, eso no puedo dártelo. No puedo hacer más que llorar, y si es necesario, implorar… Implorar, ¿me oyes…?
Así diciendo, se dejó caer en una butaca y comenzó a sollozar de nuevo. Con mano firme, John cerró la maleta en la que había metido media docena de camisas, unas zapatillas deportivas, dos pares de zapatos y un traje de verano. La mitad de las prendas asomaban por todos los costados, y él sostenía un puñado de corbatas en una mano. Era imposible. Si no podía coordinar sus pensamientos, ¿cómo diablos podía hacer bien una maleta?
—Volveré el lunes cuando estés trabajando.
—No voy a ir a trabajar.
—¿Por qué no?
John estaba despeinado y parecía perturbado, y Samantha le miró y se echó a reír quedamente en medio del llanto.
—Porque mi marido acaba de abandonarme, estúpido, y no creo que el lunes tenga muchas ganas de ir a trabajar. ¿Tienes algo que objetar?
Él no sonrió ni se ablandó en absoluto. Se quedó mirándola, confundido, movió la cabeza en señal de asentimiento y salió precipitadamente de la habitación. Se le cayeron dos corbatas y, cuando se hubo ido, Samantha las recogió y las conservó en la mano largo tiempo mientras se acostaba en el sofá y seguía llorando.
Desde el mes de agosto se había cansado de llorar en aquel sofá, pero John no había regresado. En octubre él viajó a la República Dominicana un fin de semana, tramitó el divorcio y cinco días después se casaba con Liz. Samantha sabía ahora que Liz estaba embarazada, y cuando oyó la noticia por primera vez le pareció que un afilado cuchillo le traspasaba el corazón. Liz lo había anunciado una noche durante la transmisión de las noticias, y Sam se había quedado contemplándola con la boca abierta, profundamente conmocionada. De modo que esa era la razón por la cual John la había abandonado. Por un hijo…, por un hijo que ella no podía darle. Sin embargo, con el tiempo llegó a comprender que no era sólo por eso.
Había habido muchas cosas en su matrimonio que ella no había advertido, que no había querido ver, porque amaba demasiado a John. Su espíritu de competencia con ella, su sensación de inseguridad ante el éxito de Samantha en su propio campo. No importaba que él fuera uno de los más destacados cronistas de noticiaros televisivos de la nación; no importaba que la gente se apiñara a su alrededor para pedirle autógrafos dondequiera que fuesen; John siempre parecía tener la sensación de que su éxito era algo efímero, que el día menos pensado todo llegaría a su fin, que podían reemplazarle por otro, que los ratings podían modificar su vida. Para Samantha, la cosa era distinta. Como asistente del director creativo de la segunda agencia de publicidad del país, en orden de importancia, su posición era inestable, pero mucho menos que la de su esposo. La suya también era una profesión azarosa, pero ella estaba respaldada por demasiadas campañas distinguidas con premios especiales como para sentirse vulnerable a los vientos del cambio. Durante el tiempo que pasó sola encerrada en su apartamento durante todo el otoño, fue recordando detalles, comentarios, fragmentos de conversaciones, cosas que él había dicho…
—¡Por todos los diablos, Sam, has logrado llegar a la cumbre a los treinta años! Qué caray, con las bonificaciones estás ganando más que yo.
Y ahora ella comprendía que eso también le había estado carcomiendo por dentro. Pero ¿qué podía haber hecho ella? ¿Renunciar a su empleo? ¿Por qué? En su caso, ¿por qué no había de trabajar? No podían tener hijos, y John nunca quiso adoptar ninguno. Ahora él ya no tenía que preocuparse más por ello. Dentro de tres meses tendría su primer hijo. Su hijo propio. Cuando lo pensaba, Samantha siempre tenía la impresión de haber recibido un puñetazo.
Samantha trataba de no pensar en ello mientras llegaba al rellano superior y abría la puerta. El apartamento olía a humedad esos días; todo parecía envuelto en un aura de desamor, caído en desuso. Era como si ahora no hubiera nadie a quien ella pudiese recurrir, nadie que la quisiera. Su padre había fallecido cuando ella cursaba los estudios preuniversitarios; su madre vivía en Atlanta con un hombre al que ella encontraba encantador, pero Samantha no. Era médico, más pomposo y presumido que un demonio. Pero por lo menos su madre era feliz. Sea como fuere, Samantha no estaba apegada a su madre, y no era esta la persona a quien confiaría sus cuitas. De hecho, no le había hablado del divorcio hasta el mes de noviembre, cuando su madre la llamó una noche y se dio cuenta de que estaba llorando. La mujer se había mostrado afable y comprensiva, pero ello no sirvió de mucho para fortalecer los lazos que las unían.
Aterida a la vez que cansada, Samantha ni siquiera se mostraba molesta por ello. Se quitó el abrigo y lo colgó en el cuarto de baño para que se secara, se sacó las botas y luego se cepilló los plateados cabellos. Se miró al espejo sin verse realmente la cara. Aun en su estado de depresión, Samantha Taylor era una hermosa mujer, o, como decía el director creativo de la agencia, «una chica despampanante». Abrió el grifo y un chorro de agua caliente se precipitó en la profunda bañera verde.
Cuando estuvo llena de agua humeante, Samantha se deslizó lentamente en ella, se sumergió y cerró los ojos. Por un instante, tuvo la sensación de estar flotando, como si no tuviera ni pasado, ni futuro, ni miedos, ni preocupaciones, y luego poco a poco el presente se fue abriendo paso en su conciencia. La campaña en la que habitualmente trabajaba era un desastre. Se trataba de una línea de automóviles que la agencia codiciaba desde hacía diez años, y ahora ella tenía que elaborar y dar forma al concepto general. Había presentado una serie de sugerencias sobre la base de caballos, con cortos publicitarios filmados al aire libre o en un rancho, con alguna figura masculina o femenina de aspecto saludable y rostro curtido por el sol, capaz de causar un gran efecto en los avisos. Pero no lo hacía con entusiasmo, y Samantha era consciente de ello, por lo que se preguntaba cuánto duraría aquella inercia que se había apoderado de ella. ¿Por cuánto tiempo más persistiría aquella sensación de estar deteriorada, dañada, como si el motor funcionara pero el vehículo no pudiese volver a pasar a otra marcha superior a la primera? Cuando salió de la bañera, con sus largos y sedosos cabellos recogidos en un moño suelto en lo alto de la cabeza, se envolvió muellemente en una enorme toalla de color lila y luego entró descalza en su habitación. Cuando amuebló el apartamento, adoraba aquella alcoba, y ahora, que tenía que dormir noche tras noche sola en ella, la detestaba.
No se trataba de que no le hubiesen hecho proposiciones. Las había habido, pero ella se encontraba inmovilizada por aquella sensación de estar como adormecida. Se sobresaltó al oír el timbre de la puerta de la calle, y luego, dejando caer la toalla y echando mano precipitadamente a una bata acolchada de raso azul, corrió hacia el intercomunicador al tiempo que sonaba el timbre de nuevo.
—¿Sí?
—Soy Jack el Destripador. ¿Puedo subir?
Por una fracción de segundo la voz no le resultó familiar al llegarle deformada por el ruido de la línea, pero luego se echó a reír súbitamente y como por arte de magia volvió a ser la mujer de antes. Se le iluminaron los ojos, y sus mejillas aún conservaban el saludable rubor provocado por el baño caliente. Parecía más joven ahora que en los últimos meses.
—¿Qué estás haciendo aquí, Charlie? —gritó por el micrófono de la pared.
—Congelándome el trasero, gracias. ¿Vas a dejarme entrar?
Riendo de nuevo, Samantha oprimió prestamente el botón del portero eléctrico, y momentos después oía los pesados pasos de Charlie en la escalera. Cuando llegó ante la puerta del apartamento Charles Peterson parecía más un leñador que el director artístico de Crane, Harper & Laub, y por su aspecto más parecía tener veintidós años que treinta y siete. Poseía un rostro juvenil, risueños ojos castaños, una maraña de pelo negro y una espesa barba, que ahora refulgía con las gotitas de aguanieve.
—¿Tienes una toalla? —pidió, con el aliento entrecortado, más por efecto del frío y la lluvia que por las escaleras.
Samantha en seguida le trajo una toalla lila del cuarto de baño; él se quitó el abrigo y se secó la cara y la barba. Se había quitado el enorme sombrero de vaquero, que ahora formaba un pequeño río de agua helada sobre la alfombra francesa.
—¿Haciendo pipí de nuevo en mi alfombra, Charlie?
—Ahora que lo mencionas… ¿no hay café?
—Claro.
Sam le observaba intrigada, preguntándose si estaría pasando algo grave. En alguna otra ocasión Charlie había ido a verla a su apartamento, pero por lo general solo lo hacía cuando tenía algún asunto importante que tratar con ella.
—¿Pasó algo con la nueva campaña que yo deba saber?
—No. Y no va a pasar nada que deba preocuparte. Toda la semana anduviste por la buena senda, con respecto a este asunto. Será algo fabuloso, Sam.
Ella sonrió ligeramente con la vista fija en el café.
—Eso creo yo también.
Ambos intercambiaron una franca y cálida sonrisa. Hacía casi cinco años que eran amigos, habían colaborado en incontables campañas publicitarias, compartido premios y, entre bromas y risas, más de una vez habían tenido que quedarse trabajando hasta las cuatro de la madrugada con el fin de poder presentar un proyecto al cliente a la mañana siguiente. Eran los niños mimados de Harvey Maxwell, el director creativo titular de la firma. Sin embargo, ya hacía varios años que Harvey se mantenía en una actitud pasiva. Había descubierto a Charlie en una agencia y contratado a Samantha en otra. Tenía ojo clínico para detectar a un buen profesional. En este caso, les había dado a ambos rienda suelta y se dedicó a contemplar plácidamente lo que ellos creaban con gran satisfacción. Dentro de un año se retiraría, y todo el mundo apostaba, incluyendo a Samantha, a que ella sería la que heredaría el cargo. Ser director creativo a los treinta y un años no estaba nada mal.
—Entonces, ¿qué hay de nuevo, nene? No te he visto desde esta mañana. ¿Cómo marcha lo de Wurtzheimer?
—Bien… —Charlie levantó las manos en señal de impotencia—. ¿Qué se puede hacer para uno de los grandes almacenes de Saint Louis cuyos dueños están forrados de dinero y no poseen ni una pizca de gusto?
—¿Qué me dices del tema del cisne de que hablamos la semana pasada?
—Lo encontraron abominable. Ellos quieren algo chillón y ostentoso. Y los cisnes no son ni una cosa ni la otra.
Sam puso los ojos en blanco y se sentó ante la grande y maciza mesa de la cocina, mientras Charlie dejaba caer su desgarbada anatomía en una de las sillas colocadas frente a ella. Curiosamente, Samantha jamás se había sentido atraída por Charlie Peterson en todos aquellos años en que habían trabajado juntos, viajado juntos, dormido juntos en los aviones y charlado durante largas horas de vigilia. Charlie era como un hermano, un alma gemela, un amigo. Para Charlie, Melinda era perfecta. Tenía tres hijos, todos ellos parecidos a Charlie, un perro grandote y mal educado llamado Rags y un enorme jeep amarillo, que Charlie conducía desde hacía diez años. Melinda también era artista, pero ella no se había dejado «corromper» por el prosaico mundo moderno. Trabajaba en un estudio y en los últimos años había realizado dos muestras de sus obras con notable éxito. En muchos aspectos, era muy distinta de Samantha; sin embargo, ambas mujeres tenían en común una especie de docilidad, de dulzura, a pesar de su enérgico carácter, que Charlie apreciaba en las dos. Y a su manera, él sentía un gran afecto por Samantha, y lo que John había hecho le había mortificado profundamente. En verdad, nunca le había gustado y siempre le había tenido por un imbécil egocéntrico. Melinda había tratado de comprender ambas partes, pero Charlie no había querido ni escucharla siquiera. Estaba demasiado preocupado por Samantha. La joven había pasado cuatro meses desastrosos, y los estragos eran evidentes: su labor se había resentido, tenía los ojos apagados y la cara demudada.
—¿Qué le vamos a hacer, señora? Espero que no te incomode que haya venido a una hora tan intempestiva.
—No. —Samantha sonrió al tiempo que le servía una taza de café—. Justamente me estaba preguntando cuál debía de ser el motivo de tu visita. ¿Acaso me estás controlando?
—Tal vez. —Su mirada denotaba una gran ternura en contraste con la rudeza que le otorgaba a su rostro la negra barba—. ¿Te molesta, Sam?
Ella levantó los ojos preñados de tristeza, y Charlie sintió deseos de estrecharla entre sus brazos.
—¿Cómo podría molestarme? Resulta placentero saber que hay alguien que se preocupa por una.
—Sabes que así es. Y Mellie también comparte mi inquietud.
—¿Cómo está ella? ¿Bien?
Él asintió con la cabeza. En la oficina nunca tenían tiempo de conversar sobre esas cosas.
—Está muy bien.
Charlie comenzaba a preguntarse cómo llevaría la conversación hacia lo que tenía que decirle.
—Entonces, ¿qué pasa? —De repente Samantha le miraba con aire jocoso. Él adoptó una expresión de inocencia, y ella le tiró de la barba—. Algo te llevas entre manos, Charlie. ¿De qué se trata?
—¿Qué te hace suponer una cosa semejante?
—Está lloviendo a cántaros, hace un frío polar, es viernes por la noche y tú podrías estar bien calentito junto a tu amante esposa y tus tres adorables hijos. Me cuesta imaginar que hayas recorrido el largo trayecto desde tu casa hasta aquí sólo para tomar una taza de café conmigo.
—¿Por qué no? Tú eres muchísimo más encantadora que mis hijos. Pero… —vaciló un instante—. Tienes razón. No vine a parar aquí por casualidad. Vine para hablar contigo.
¡Oh, Dios! Era tremendo. ¿Cómo lo haría para decírselo? De repente, tuvo la certeza de que ella no lo comprendería.
—¿Y? Vamos, desembucha.
Había un brillo malicioso en los ojos de Samantha, que hacía tiempo que él no había visto en ellos.
—Bueno, Sam… —Respiró hondo y escrutó su rostro—. Harvey y yo estuvimos hablando…
—¿De mí?
Sam se puso tensa de inmediato. Detestaba que la gente hablara de ella. Porque siempre se referían a cómo era ella y a lo que John había hecho.
—Sí, de ti.
—¿Por qué? ¿Por la firma de Detroit? No estoy muy segura de que haya entendido mi concepto, pero…
—No, no se trata de la firma de Detroit, Sam, sino de ti.
—¿Qué pasa conmigo?
Ella suponía que aquello ya estaba terminado, que ya no hablaban más de ella. No había nada más de que hablar. La separación se había consumado, el divorcio había hecho su curso y John estaba casado con otra. Ella había logrado sobrevivir. ¿Entonces?
—Yo estoy perfectamente bien.
—¿De veras? ¡Qué sorprendente! —La miraba sintiendo que se apoderaba de él la cólera que le inspiraba siempre el recuerdo de John—. Yo no sé si me sentiría tan bien si me encontrara en tu pellejo, Sam.
—No me queda otra alternativa. Además, yo soy más recia que tú.
—Es probable —concedió él, sonriendo afablemente—, pero quizá no lo eres tanto como supones. ¿Por qué no te tomas un descanso, Sam?
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Que me vaya a Miami y me acueste todo el día en la playa?
—¿Por qué no?
Charlie forzó una sonrisa, y ella le miró, estupefacta.
—¿Qué me estás diciendo? —El pánico se reflejó de inmediato en su cara—. ¿Acaso Harvey me ha despedido? ¿Se trata de eso? ¿Te envió a preparar el terreno, Charlie? ¿Quiere prescindir de mis servicios porque ya no soy tan alegre como antes? —Sólo con formular las preguntas, se le llenaban los ojos de lágrimas—. Demonios, ¿qué esperabais? Sufrí un rudo golpe…, fue… —Los sollozos amenazaron con sofocarla y se puso rápidamente de pie—. Estoy bien, maldita sea. Estoy estupendamente bien. ¿Por qué demonios…?
Pero Charlie la cogió del brazo y la obligó a sentarse de nuevo con una dulce expresión en la mirada.
—Tranquilízate, nena. Todo está en orden.
—¿Me quiere despedir, Charlie?
Una triste y súbita lágrima se deslizaba por su mejilla. Pero Charlie Peterson meneó la cabeza.
—No, Sam, por supuesto que no.
—¿Pero?
Ella lo sabía. Ya lo sabía.
—Quiere que te alejes de la oficina por un tiempo, que te tomes un descanso. Ya nos diste suficiente tela para una buena temporada con el proyecto para la firma de Detroit. Y al viejo no le hará ningún daño que se dedique a pensar en el trabajo, para variar. Podemos prescindir de ti, todo el tiempo que sea necesario.
—Pero no es necesario en absoluto. Esto es una tontería, Charlie.
—¿Lo es? —Le dirigió una intensa y penetrante mirada—. ¿Es una tontería, Sam? ¿Puedes realmente soportar tanta tensión sin flaquear? ¿Ver cómo tu marido te deja por otra, contemplarle en la cadena nacional de televisión todas las noches charlando con su flamante esposa, y observar cómo a ella le va creciendo la barriga? ¿Puedes realmente encajar todo esto sin inmutarte? ¿Sin perder ni un condenado día de trabajo, insistiendo en hacerte cargo de todos los nuevos proyectos publicitarios de la firma? Por mi parte, espero verte estallar en cualquier momento. ¿Puedes realmente mantenerte firme, Sam? Yo no puedo. Como amigo tuyo que soy, yo no puedo consentirlo. ¡Por todos los diablos, lo que ese hijo de puta te hizo casi te llevó a morder el polvo, Sam! Hazme caso, vete a llorar a cualquier parte, descarga las baterías y luego vuelve. Te necesitamos. Te necesitamos desesperadamente. Harvey lo sabe, yo lo sé, los muchachos de arriba lo saben y hasta tú lo sabes condenadamente bien, pero no te necesitamos enferma o loca o hecha pedazos, y así es como vas a terminar si no aflojas la tensión de inmediato.
—De modo que tú crees que estoy al borde de un colapso nervioso, ¿no es así?
Samantha parecía dolida así como asombrada, pero Charlie sacudió la cabeza.
—Claro que no. Pero, demonios, dentro de un año, podrías estarlo. El momento de ocuparse del dolor es ahora, Sam, no más adelante, cuando esté enterrado tan profundamente que ni siquiera puedas localizarlo.
—Hasta ahora he vivido con él. Ya hace cuatro meses.
—Pero te está matando —replicó Charlie, rotundamente.
Y Samantha no se lo refutó.
—Entonces, ¿qué es lo que dijo Harvey?
Había tristeza en sus ojos cuando se toparon con la mirada de su amigo. Samantha tenía la vaga impresión de haber fracasado, de no haber sabido manejar las cosas de mejor manera.
—Quiere que te vayas.
—¿Adónde?
Samantha se enjugó una lágrima de la mejilla con el dorso de la mano.
—Adónde tú quieras.
—¿Por cuánto tiempo?
Él vaciló sólo un segundo antes de responder:
—Por tres o cuatro meses.
Habían llegado a la conclusión de que sería mejor para ella permanecer alejada hasta que John y Liz hubiesen tenido su tan cacareado hijo. Charlie sabía que para Samantha había sido un rudo golpe, y él y Harvey habían conversado sobre el particular durante más de un almuerzo, pero ninguno de los dos habría podido prever la expresión que ahora se dibujaba en su rostro. Era una expresión de absoluta incredulidad, de estupefacción, casi de horror.
—¿Cuatro meses? ¿Estás loco? ¿Qué demonios van a pensar nuestros clientes? Vaya, tú mismo te encargaste de esto, ¿no es verdad? ¿Qué pretendes? ¿Acaso quieres mi puesto?
Se levantó de un salto y se alejó de la mesa, pero él la siguió y se plantó delante de ella, mirándola con ojos preñados de pesar.
—Tu empleo está seguro, Sam. Pero tienes que hacerlo. No puedes exigirte de esta manera. Debes marcharte de aquí, de este apartamento, de tu despacho y quizás hasta de Nueva York. ¿Sabes lo que pienso? Que deberías telefonear a esa mujer de California a la que tanto quieres e irte a pasar una temporada con ella. Luego, cuando hayas eliminado toda la ponzoña de tu organismo, podrás volver a vivir entre los seres vivientes. Ello te haría una gran bien.
—¿Qué mujer? —le preguntó Samantha, intrigada.
—Esa de la que me hablaste hace años, la que posee un rancho, Carol o Karen no sé cuantos, la vieja que era tía de tu compañera de cuarto en el college. Solías hablar de ella como si fuese tu mejor amiga.
Lo había sido. Barbie había sido su más íntima confidente, aparte de John, y ambas habían sido compañeras de cuarto en el college. Había muerto en un accidente de aviación en Detroit dos semanas después de graduarse.
De pronto, asomó una dulce sonrisa en los ojos de Samantha.
—La tía de Barbie… Caroline Lord. Es una mujer maravillosa. Pero ¿por qué diablos debería ir allí?
—Te gusta montar a caballo, ¿no? —Ella asintió—. Bueno, es un espléndido lugar, y es tan diferente y está tan lejos de la avenida Madison como no podrías encontrar otro. Quizá lo que te haga falta a ti sea meter todos esos vaporosos vestidos que usas para venir a trabajar en un armario y embutir ese cuerpo sensual que tienes en unos tejanos y dedicarte a perseguir vaqueros durante una temporada.
—Muy gracioso. Eso es precisamente lo que me hace falta.
Sin embargo, la idea había hecho vibrar alguna cuerda dormida en su interior. Hacía años que no veía a Caroline. Ella y John habían dejado de visitarla, pues el rancho se encontraba a tres horas de coche hacia el noreste de Los Angeles, y John detestaba hacer aquel viaje. Él, además, no era hombre de andar a caballo; en cambio, Samantha era una elegante amazona. Lo había sido desde niña.
—No estoy segura de que quiera recibirme. No sé, Charlie, es una idea descabellada. ¿Por qué no me dejáis terminar mi trabajo tranquila?
—Porque te queremos, y vas a destruirte si sigues viviendo así.
—No, eso no ocurrirá —le replicó ella, sonriéndole desafiante, y Charlie meneó lentamente la cabeza.
—No importa lo que me digas ahora, Sam. Es Harvey quien tomó la decisión.
—¿Qué decisión?
—La de darte una licencia.
—Entonces, ¿es definitivo?
De nuevo Samantha puso cara de sorpresa y de nuevo él asintió con la cabeza.
—A partir de hoy. Tres meses y medio de permiso, que puedes extender a seis meses, si así lo deseas.
—¿Y no perderé el puesto?
—No.
Con toda parsimonia, Charlie extrajo una carta del bolsillo y se la dio a leer a Samantha. Era de Harvey y le garantizaba el empleo aun cuando resolviera tomarse los seis meses. Se trataba de algo insólito en el medio, pero, tal como lo había expresado Harvey, Samantha Taylor era «una chica realmente extraordinaria». Sam levantó tristemente la cabeza hacia él.
—¿Quieres decir que estoy de licencia a partir de hoy? —inquirió con labios temblorosos.
—Eso es exactamente lo que quiere decir, señora. A partir de hoy está usted de vacaciones. ¡Diablos, ojalá yo pudiera decir lo mismo!
—¡Oh, Dios mío! —Sam se hundió en una butaca y se cubrió la cara con las manos—. ¿Qué voy a hacer ahora, Charlie?
Él le puso afectuosamente la mano en el hombro.
—Haz lo que te dije, querida. Telefonea a tu vieja amiga del rancho.
Era una sugerencia descabellada, pero después de que Charlie se hubo ido, comenzó a meditar lo que debería hacer. Cuando se acostó, aún se encontraba conmocionada. Durante los tres meses y medio siguientes, no tendría que ir a trabajar. No tenía ningún sitio adónde ir, nada que hacer, nada que deseara ver y nadie con quien compartirlo. Por primera vez en su vida adulta, se encontraba absolutamente sin ningún plan definido por delante. Entonces, obedeciendo a un súbito impulso, extendió la mano en busca de su agenda, decidida a seguir el consejo de Charlie.
La voz ligeramente cascada de Caroline Lord respondió a la segunda llamada del timbre del teléfono. Siguió una extensa explicación por parte de Sam, atentos silencios por parte de Caroline mientras ella hablaba, y luego un extraño y angustioso sollozo, cuando Samantha no pudo contenerse más. Seguidamente, pudo comprobar que había recurrido a una auténtica amiga. Aquella mujer de edad la había escuchado, la había escuchado realmente. Luego supo confortarla como hacía años que nadie lo había hecho con ella. Y cuando Sam colgó al cabo de media hora, se quedó con la vista fija en el pabellón de la cama, preguntándose si, después de todo, no estaría verdaderamente volviéndose loca. Acababa de prometer que viajaría a California a la tarde siguiente.