Prólogo

Recorre el pasillo vacío del hospital psiquiátrico. Sus tacones repiquetean en el suelo desinfectado. Se detiene. Abre una puerta y la atraviesa. La habitación está roja, toda roja. Hay salpicaduras de sangre que suben por las paredes hasta el techo, y hay un charco en el suelo. Ella se tapa la boca con las manos para contener un grito que se le quiere escapar de la garganta. Los ojos se le llenan de lágrimas, y su mirada recae en el cuerpo que hay sobre la cama. El chico está tumbado boca arriba, mirando al cielo con los ojos azules y vidriosos. No le halla el pulso. Va apresuradamente hacia el timbre de la enfermera. Entonces se queda helada.

Junto a la cama hay alguien acurrucado. Es un chico, no muy diferente al muchacho muerto. Tiene la cara y las manos manchadas de sangre, pero en esa ocasión, al palparle el cuello, ella obtiene la recompensa de un pulso débil. Entonces, lo ve.

El chico tiene en la mano un objeto punzante que está manchado de sangre coagulada, como el resto de la habitación. Aquella mano sujeta, como si fuera un cepo, el arma homicida.