Se ha puesto el sol. Las ventanas rectangulares dejan entrar la luz de las farolas en la sala. La jueza Hempstead acaba de volver después de un corto receso, durante el que ha dejado a los periodistas y al público formando corrillos por la sala y enviando por el teléfono móvil los últimos detalles de la vista.
—¡Todos en pie!
La jueza se sienta. En su rostro se refleja el cansancio de aquel día, pero su voz es firme.
—¿Señora Parkman?
Danielle se levanta sin soltar la mano de Max.
—¿Sí, señoría?
—El sheriff me ha informado de que la policía no ha conseguido encontrar a la señora Morrison. ¿Tiene alguna cosa más que mostrarle al tribunal?
—En realidad, sí, señoría —dice ella, y saca una cinta de vídeo de la caja—. Hay otra prueba, que fue hallada en la habitación de la señora Morrison. El teniente Barnes puede salir al estrado para confirmarlo, si lo desea.
Hempstead mueve una mano con cansancio.
—No será necesario. Creo que todas estas pruebas serán remitidas por los canales adecuados al tribunal que juzgue a la señora Morrison. Si la encontramos algún día.
—¿Puedo continuar, señoría?
—Sí, por favor.
Danielle le susurra algo a Max, y entonces le hace una seña a Georgia. Georgia toma de la mano al niño y lo saca de la sala. Danielle mira a Doaks, que acaba de volver con la noticia de que Marianne se ha dejado todas sus pertenencias en el hotel, y que la policía está haciendo todo lo posible por encontrarla. Desenrolla la pantalla de proyección y baja las luces. Ella inserta la cinta y se vuelve hacia la jueza.
—Me temo que esto responderá a todas las cuestiones que hayan quedado sin resolver, señoría. Este vídeo fue hallado en el armario de la señora Morrison. Parece que fue robado de la unidad de Fountainview el día en que murió Jonas.
Danielle aprieta el botón de encendido del vídeo, y después de un ruido y un plano en negro, comienzan a aparecer imágenes.
En ellas, Marianne abre la puerta, entra en la habitación y arrastra algo fuera del campo de grabación de la cámara. Esa forma no se mueve. Entonces, ella cierra, toma un tope de goma y lo mete con fuerza en la rendija inferior de la puerta. Se coloca un par de guantes de látex y se agacha. Bajo su vestido solo se ven unos zuecos blancos de enfermera. Se acerca a la cama.
Jonas está tumbado de cara a la pared, con las rodillas flexionadas contra el cuerpo. Su ángulo de reposo le hace todavía más infantil, más vulnerable. Tiene el pelo rubio, los ojos cerrados, una expresión serena, angelical.
Ella se sienta en la cama, a su lado. Pone una bolsa de plástico grande en el suelo, junto a la cama, y le toca suavemente el hombro. Después le suelta las correas de los brazos y de las piernas. Sin apartar la mano derecha de su cuerpo, rebusca en la bolsa. Acaricia el metal frío del peine y lo deja a un lado de la cama.
Agita a Jonas por el hombro y él se despierta y la mira. Se sienta y se abraza las rodillas, observándola cuidadosamente.
—Vamos, Jonas, hazlo ahora —le dice ella.
Al instante, él comienza a golpearse la cabeza contra la pared, a un ritmo constante, con los ojos cerrados, como si siguiera un ritual. Cuatro golpes en la parte posterior del cráneo, cuatro a la derecha, cuatro a la izquierda. Cuatro, cuatro, cuatro, cuatro. Cuando termina el número de golpes requerido, comienza a abofetearse, primero con la mano derecha, y luego con la izquierda, moviendo la mano con toda rapidez, y golpeándose cada vez con más fuerza. La piel se le enrojece.
Jonas abre los ojos y la mira a la cara, como si buscara la confirmación de que está haciendo lo que ella quiere. Marianne niega con la cabeza. Entonces, él empieza a morderse el dorso de la mano. Se muerde, se muerde, se muerde. Ella se inclina y toma el peine de metal, y comienza a darse golpecitos en la palma de la mano, a un ritmo constante, como si fuera un metrónomo.
El niño se pone en alerta con el nuevo sonido. Alza la mirada y ve el peine. Se muerde las manos con más fuerza cada vez, y tarda un rato en hacerse sangre, puesto que las tiene encallecidas después de años de agresiones.
Ella asiente y sigue dando golpecitos, observando la curiosidad del niño.
—Sí, cariño, sí —le susurra, sonriéndole—. Podrás tocarlo dentro de un minuto, mi amor, y te vas a sentir mucho mejor.
Su voz es un arrullo, y su mirada, un aplauso.
La mano izquierda está sangrando profusamente ahora, porque Jonas ha encontrado una vena. Cambia a la derecha y comienza de nuevo, dando mordiscos pequeños y fuertes. Cabecea de arriba abajo, de un lado a otro, pero sin apartar la vista del peine, que ella mueve rítmicamente entre las manos. Él ya no la mira. Es como si supiera lo que quiere. Está como hipnotizado.
Cuando ve que él ha abierto también la piel de su mano derecha y se está mordiendo con fuerza, se acerca lentamente, sin dejar de mover el peine. Con el instrumento en la mano izquierda, golpea suavemente un lado de la cama. Con la mano derecha, le acaricia el pelo mientras él sigue los botes verticales del peine. A ella se le ilumina la cara de amor.
—Así, así —murmura. Se inclina y le besa la cabeza sin dejar de golpear la cama con el peine, y él se balancea con ella—. ¿No te parece bonito? Brilla mucho, y es nuevo.
Él intenta agarrarlo con la mano izquierda ensangrentada.
—Oh, no, mi amor, todavía no, todavía no —susurra Marianne.
Aparta la sábana y destapa las piernas desnudas de Jonas. Él deja de morderse y gruñe suavemente mientras intenta tomar el peine. Ella se lo pone en la mano derecha y hace que lo sujete fuertemente con la izquierda.
Entonces, levanta sus manos unidas y le ayuda a apretar las púas afiladas contra la piel de las piernas, lo justo para dejar cinco marcas rojas en el muslo derecho. Él mira el peine y se queda paralizado. Ella eleva las manos de nuevo y canta con suavidad. De nuevo, hace que el niño se clave las púas en el muslo, con más fuerza en esa ocasión.
Él no emite ni un solo gemido, ni un susurro, sino que mira con fascinación las gotas rojas que salen de las punciones de su pierna. Entonces, comienza a elevar las manos solo, tanto que las pasa por encima de su cabeza, mientras ella le acaricia la nuca con ternura.
—Eres muy bueno, Jonas, muy bueno.
Ahora, Jonas se ha obsesionado y empuja la cabeza hacia atrás para apartar la mano de Marianne. Ella se retira a una esquina de la habitación y observa. Es como si supiera lo que va a hacer. Mira su reloj.
—Veintidós minutos —susurra.
Él baja las piernas por un lado de la cama, sin soltar el peine. Empieza a pincharse los muslos metódicamente, primero el derecho, después el izquierdo, el derecho, el izquierdo. Gime lentamente, con la mirada perdida. Pronto comienzan a sangrarle copiosamente ambas piernas. Sus pinchazos son más rápidos y más profundos. No se detiene, y mira a Marianne. Parece que le está preguntando «¿ahora dónde, ahora dónde?».
—¿Nonomah, Jonas, nonomah? —susurra Marianne—. ¿Estás listo? Si ya has terminado, cariño, voy a darte tu nonomah y dejaré que pares.
Da unos cuantos pasos hacia atrás, se abraza a sí misma y comienza a balancearse.
—Nonomah, nonomah, nonomah —dice, como si cantara un salmo.
Entonces se sienta en la butaca que hay en el centro de la habitación, después de cubrirla con una sábana.
—Mírame, cariño, y te enseñaré a hacerlo, te diré cómo puedes arreglarlo todo.
Entonces, estira las piernas y se señala con el dedo índice la vena de su ingle. Con calma, deliberadamente, alza ambas manos juntas y se las sujeta por encima de la cabeza. Después, con brutalidad, las abate sobre la zona de la arteria femoral.
Sonríe y vuelve a acomodarse en la butaca.
—Yo no diré nada, y no habrá más dolor, cariño mío.
Entonces cierra los ojos y sonríe como para mostrarle la gloria y la tranquilidad que habrá después. Él solo tiene ojos para ella. Después de un momento, Marianne se pone de pie y va hacia él. Toma uno de sus calcetines blancos del suelo y se lo mete en la boca. Él no reacciona, como si no fuera la primera vez.
Ella vuelve a mirar el reloj.
—Catorce minutos.
Jonas la sigue con la mirada mientras ella vuelve a sentarse. Tiene el peine entre las manos, y parece que no ve los agujeros que tiene en las piernas, ni la sangre que se desliza hasta el suelo. Agarra el peine con fuerza, lo alza por encima de su cabeza.
Le lanza una última mirada a su madre, una mirada llena de hematomas, confianza, traición, tortura y maldición. Eleva la cabeza y, con todas sus fuerzas, se clava el peine en las ingles. Incluso con el calcetín en la boca, su grito es espantoso. Arquea el cuello hacia atrás, y su garganta queda paralela al techo. Permanece inmóvil, rígido, en esa posición, hasta que un instante después, se desploma sobre la cama.
Surge un violento chorro de sangre de su ingle, y parece que ella se siente a un tiempo horrorizada y gratificada al ver su altura y su anchura. En un segundo se abalanza sobre él y le pone la almohada sobre el rostro. Él forcejea durante un instante, pero parece que la visión de la sangre le ha proporcionado a Marianne una fuerza inhumana.
Clava los ojos azules en la cámara. Es la mirada de una mujer justa.
Se concentra de nuevo en él y lo somete, como si tuviera la fuerza de un hombre. Cuando Jonas queda por fin inmóvil, ella alza la almohada y la deja sobre la cama. Le saca el calcetín de la boca y le quita el peine de las manos, y lo pone en la mano de la silueta inmóvil que está junto a la cama.
Hay sangre por todas partes; en la cama, en el suelo, en el techo. En las mejillas y en la ropa de Marianne. Tiene el vestido salpicado de rojo. Se pone en pie sobre la sábana y se quita los guantes de látex, el vestido y los zuecos. Se limpia la sangre de los brazos y de la cara con unas toallitas húmedas. Después saca un vestido de la bolsa de plástico y se lo pone por la cabeza. Se calza unas sandalias doradas. Mete todas las prendas manchadas en la bolsa de plástico y mira el reloj.
—Seis minutos —dice.
Se cuelga la bolsa del hombro y mira por última vez a Jonas.
El niño está tendido entre sábanas de color rubí.
Sus ojos sin vida miran al cielo.