En la sala del juicio reina el caos. La jueza está hablando con el alguacil. Langley está sentado en su banco, en estado de shock.
Danielle no pierde el tiempo.
—¡Doaks!
—No te preocupes, si está en alguna parte de esta apestosa ciudad, la encontraré —dice, y se abre paso entre la gente hacia una de las puertas laterales. Danielle corre hacia Max, que se derrumba entre sus brazos—. Ya casi ha terminado todo, cariño —susurra—. Ten fuerza, solo un poco más.
Lo abraza durante un largo momento, y después se acerca de nuevo al estrado de la jueza.
Hempstead da otro martillazo y todo queda en silencio.
—Abogados, aproxímense —ordena. Cuando los abogados se acercan, ella asiente vigorosamente—. Señor Langley, ¿dónde está su testigo?
Langley mira a su alrededor.
—No lo sé, señoría. Estaba aquí mismo, y al momento… bueno, ya no estaba.
—¿Y no cree que debería ir a buscarla? —pregunta Hempstead. Él se queda mirándola fijamente, y ella alza una mano—. No importa. Ya he enviado al alguacil. Mejor será que todavía esté en el edificio, o el Estado tendrá que responder por ella. Tampoco estoy muy contenta con usted, señora Parkman. ¿No cree que hubiera sido más adecuado poner al corriente a la fiscalía y al tribunal de la existencia de las nuevas pruebas antes de dar el espectáculo en una vista pública?
—Lo intenté, señoría —dice Danielle.
—No importa, no importa —responde Hempstead, y por primera vez, muestra sus emociones—. ¿Puede explicarme alguno de los dos lo que le ocurrió a este pobre niño?
—Señoría, la defensa quiere llamar a declarar a otro testigo —dice Danielle—. Creo que ella podrá responder a su pregunta.
En ese momento regresa el alguacil.
—No la encuentro… señoría… —jadea. Tiene la cara congestionada del esfuerzo.
—Siga intentándolo —le ordena la jueza con un susurro furioso. Se vuelve hacia Danielle y alza la voz—: Señora Parkman, ¿quién es su testigo?
—La defensa llama a declarar a la doctora Reyes-Moreno —dice. Después añade—: Señoría, ¿sería posible que el señor Sevillas se uniera nuevamente al equipo de la defensa?
Hempstead asiente hacia el sheriff.
—Libere al señor Sevillas.
—Gracias, señoría —dice Danielle.
Después, espera nerviosamente hasta que Tony ocupa de nuevo su lugar en el banco. Sus miradas se cruzan. El amor es como una descarga de electricidad que chisporrotea entre ellos. Danielle se obliga a girarse nuevamente hacia el estrado. La doctora Reyes-Moreno está recorriendo el pasillo con dos diarios encuadernados con una tela de flores, y una carpeta gruesa en las manos. El alguacil le muestra la Biblia, y ella hace el juramento. Tiene una mirada solemne.
Danielle se sitúa frente a ella.
—Doctora, ¿ha revisado la documentación y las pruebas que se hallaron en la habitación de la señora Morrison?
—La mayor parte, sí.
—¿Es suficiente para establecer un diagnóstico?
—Me temo que sí —dice, y agita la cabeza con tristeza—. Todo encaja perfectamente… ahora que es demasiado tarde.
Danielle asiente.
—Por favor, dígale al tribunal cuál es el diagnóstico de Jonas Morrison.
—Jonas Morrison sufría el síndrome de Munchausen por poderes.
La jueza Hempstead se inclina hacia la testigo.
—Doctora, ¿eso no es un caso horrible de maltrato infantil?
—Sí. Tal vez deba explicar la diferencia entre el síndrome de Munchausen y el síndrome de Munchausen por poderes.
—Por supuesto.
—Las mujeres con el síndrome de Munchausen, que ahora es bien conocido, simulan enfermedades para llamar la atención. Uno de los casos más asombrosos es el de una mujer que se sometió a doscientos tratamientos en ochenta hospitales diferentes antes de cumplir los sesenta años. Su enfermedad mental no fue detectada hasta su hospitalización final.
La jueza está muy pálida.
—Continúe —dice.
Reyes-Moreno se quita las gafas.
—El síndrome de Munchausen por poderes es un trastorno similar; el adulto no simula la existencia de la enfermedad en sí mismo, sino en el hijo. Los rasgos más importantes son la mentira patológica, la peregrinación, que es el traslado continuo para evitar que los descubran, y enfermedades recurrentes y fingidas que la madre le provoca al niño. Apenas se ve en niños de más de cuatro años.
—¿Por qué?
—La mayoría de los niños que sufren esta situación no son fiables a partir de la edad en que comienzan a comunicar su dolor. Ese es el motivo por el que la mayoría de las víctimas son bebés o niños muy pequeños.
Danielle respira profundamente.
—Por favor, continúe.
—Normalmente, la madre tiene una personalidad antisocial, una extraña falta de preocupación por su hijo, especialmente en cuanto a las dolorosas operaciones quirúrgicas que ha elegido para el niño. Tiene un gran conocimiento médico y obtiene un intenso placer manipulando a los doctores, así como creando la enfermedad que atraerá la atención de los facultativos y los hospitales.
—¿Algo más sobre la madre?
—Sí —dice la psiquiatra—. Como en el caso de la señora Morrison, la madre es a menudo inteligente, y parece que está completamente dedicada a su hijo. Demasiado dedicada al cuidado de su hijo.
—¿Y qué síntomas aparecen en esos niños?
Reyes-Moreno asiente.
—Ese es el problema. Las enfermedades provocadas pueden afectar a cualquier parte del cuerpo. Se pueden provocar enfermedades del aparato respiratorio o digestivo, hasta enfermedades de la sangre, o infecciones sistémicas. Hay casos en los que las madres les han administrado nitroglicerina a sus hijos durante largos periodos de tiempo; o que han hecho cortes a sus hijos y les han lavado esos cortes con agua del inodoro. Eso hace que para un médico sea muy difícil encontrar un tratamiento. Ve a un niño en la sala de urgencias, con síntomas inexplicables, y quiere curarlo. No encuentra el motivo de los síntomas, y la cantidad de maniobras diagnósticas y terapéuticas que hay que realizar es abrumadora.
A Hempstead se le hunden los hombros mientras Danielle camina hacia la testigo.
—¿Por qué no se descubre este problema más a menudo?
—¿Quién va a pensar que una madre le provocaría enfermedades a sus hijos, o llegaría incluso a matarlos? Y hay algo que hace que este síndrome sea tan incomprensible: el hecho de que la madre sienta tanta satisfacción con la atención que obtiene al hacer daño o matar a sus hijos.
—Doctora Reyes-Moreno, ¿han hallado alguna relación entre el comportamiento violento de Max Parkman y la medicación que tomó mientras estaba en Maitland?
La doctora respira profundamente.
—Me temo que sí —dice, y mira a la jueza—. El hospital contrató recientemente al doctor Fastow, un psicofarmacólogo que tenía, o al menos eso es lo que pensó todo el mundo, unas credenciales impecables. Tengo entendido que la junta de dirección de Maitland lo había investigado minuciosamente. El hospital de Viena en el que trabajaba antes de venir a Maitland lo recomendó sin reservas. De hecho, fueron elogiosos con él. El doctor Fastow debía prestar asesoría en los casos más difíciles y continuar con sus investigaciones sobre varias medicinas psicotrópicas, algunas de las cuales resultaban muy prometedoras. Ahora ha quedado demostrado que el doctor Fastow, en vez de realizar pruebas clínicas formales con los controles adecuados, estaba experimentando fármacos nuevos con algunos de nuestros pacientes. Como saben, el farmacólogo ha desaparecido. Cuando el teniente Barnes nos enseñó el informe toxicológico del análisis de una muestra de sangre de Max Parkman, nos quedamos horrorizados. La medicación que el doctor Fastow les estaba administrando a Jonas Morrison y a Max Parkman tiene graves efectos secundarios.
Danielle siente una presión dolorosa en la garganta.
—¿Y cuáles son esos efectos secundarios?
—Todos los pacientes que seguían el protocolo del doctor Fastow mostraron comportamientos violentos y extraños durante las pruebas diagnósticas. Aunque algunos padres aseguraron que ese tipo de comportamiento no se había producido nunca antes del ingreso de los pacientes en Maitland, los psiquiatras responsables de esos pacientes, y lamento decir que yo estaba entre ellos, los observaron por primera vez y consideraron que los padres negaban la realidad de sus hijos.
Danielle ve una disculpa en su mirada.
—Y ese comportamiento fue base de diagnósticos erróneos de algunos de los pacientes, ¿no es así?
La doctora se agarra las manos.
—Sí.
—¿Incluyendo a Max Parkman?
—Sí.
Danielle asiente, y mira a Max. El niño tiene una expresión de alivio abrumador, y las lágrimas le caen por las mejillas. Danielle se gira de nuevo hacia Reyes-Moreno.
—Volvamos a la señora Morrison. ¿Qué revelan los diarios sobre sus intenciones con respecto a Jonas?
—Ella ya había engañado a toda la plantilla de Maitland y había disfrutado de la atención y de la compasión que ansiaba. Ya no tenía nada más que conseguir. Jonas ya no podía granjearle más alabanzas, y decidió desahacerse de él.
—¿Y qué tenía que ver Max en todo esto, doctora?
—Era el instrumento perfecto. Los diarios dejan claro que, una vez que la señora Morrison presenció el comportamiento violento de Max, decidió culparlo del asesinato de Jonas. No tenemos pruebas que indiquen que la señora Morrison supiera que las medicinas del doctor Fastow habían provocado esa violencia en Max. Creo que, en ese sentido, simplemente tuvo suerte.
Danielle se vuelve hacia la mesa de la defensa. La calidez y el alivio que percibe en los ojos castaños de Tony lo dicen todo. Respira profundamente y se vuelve hacia la testigo.
—¿Es todo?
Reyes-Moreno parece incómoda.
—Me temo que no. Nunca había oído hablar de un caso así.
—¿En qué sentido?
La doctora se mira las manos.
—Jonas Morrison no nació autista, ni con retraso mental, ni con trastornos obsesivo compulsivos, ni con tendencia a infligirse heridas. La señora Morrison consiguió crear una enfermedad psiquiátrica profunda y trágica en un niño normal.
—¿Y por qué no se limitó la señora Morrison a envenenar a Jonas, o a administrarle una sobredosis de algún medicamento, en vez de correr el riesgo de que la descubrieran? —pregunta la jueza.
Reyes-Moreno mueve la cabeza en señal de negación.
—Hay que entender la naturaleza de este trastorno, señoría. La señora Morrison ansiaba la atención de los demás. Dígame, ¿preferiría usted ser la madre de un niño con una discapacidad terrible, que muere de una sobredosis involuntaria, o el centro de la atención de toda la prensa nacional y de un mundo compasivo?
La jueza baja la cabeza. No se oye ni una palabra en toda la sala. El alguacil vuelve a entrar. Hempstead lo mira.
—Alguacil, ¿ha localizado a la señora Morrison?
—Se ha ido, señoría. Ha desaparecido como por arte de magia.