La jueza Hempstead se vuelve hacia Sevillas.
—¿Desea interrogar a la testigo?
—Por supuesto que sí, señoría.
Ella mira el reloj.
—Son las cinco menos cuarto. Como parece que va a ser mucho más largo de lo esperado, permítanme que aclare la situación —dice, y se dirige a Langley—: El Estado ha terminado de interrogar a sus testigos por hoy, ¿es así?
—Sí, señoría.
—En ese caso, comience, señor Sevillas.
Sevillas se acerca a la testigo. Cuando abre la boca para hacer la primera pregunta, hay un pequeño alboroto a la entrada de la sala. Todos se vuelven mientras Danielle, vestida con un elegante traje, recorre el pasillo. Doaks y el teniente Barnes la siguen. Max se levanta y corre hacia ella. Danielle lo abraza con fuerza. La alegría que se refleja en la cara del niño es enorme. Tiene los ojos llenos de alivio.
—Ya estoy aquí, cariño —susurra ella—. Te quiero.
—Yo también te quiero, mamá.
Max ni siquiera se molesta en secarse las lágrimas mientras se sienta. Danielle le da un beso a Georgia en la mejilla, y mira a Sevillas a los ojos. Él está enfadado, pero también aliviado. Ella camina hacia el estrado, pero antes de que pueda llegar, la jueza Hempstead da un martillazo.
—¡Silencio! —grita, y observa al grupo de Danielle con ira—. ¿Quiénes son ustedes?
—Señoría, soy Danielle Parkman —dice ella.
—Vaya, vaya. La acusada fantasma. Acérquese, señora Parkman.
—Sí, señoría.
—Alguacil —dice Hempstead—, ponga a la señora Parkman bajo custodia.
—Señoría, por favor, permítame explicar…
—No voy a hacer nada semejante, señora Parkman. Es una acusada que ha violado la libertad condicional. Por lo tanto, irá directamente a la cárcel del condado. Alguacil, póngale las esposas.
Danielle percibe la mirada de satisfacción de Marianne mientras el funcionario se acerca a ella.
—Señoría, entiendo que su respuesta es perfectamente justificada teniendo en cuenta mis acciones, pero debo solicitar que me permita interrogar a la testigo. Tengo pruebas concluyentes sobre su…
Hempstead se inclina por encima de su mesa mientras el alguacil cierra las esposas alrededor de las muñecas de Danielle.
—No me importa que tenga todas las pruebas del mundo, señora Parkman. Va a permanecer encarcelada hasta su juicio. Usted es abogada y sabe perfectamente cuáles son las consecuencias legales de un quebrantamiento de la libertad condicional. Lo que parece que no sabe es que ha violado las leyes de este estado y ha contravenido las órdenes expresas de este tribunal. No está en Nueva York, señora Parkman. Está en mi sala, bajo mi jurisdicción.
Sevillas le lanza una mirada de impotencia. Max la mira con terror. El alguacil le pone una mano sobre el hombro. Danielle se zafa.
—Señoría, solicito que me permitan representarme a mí misma ante este tribunal.
—Ya tiene representación legal, señora Parkman —replica la jueza, y señala a Sevillas—. Él debe ocuparse de las cuestiones que se planteen en su nombre.
—Señoría —dice Danielle—, creo que mi abogado tiene que solicitar algo.
Sevillas la observa con alarma. Ella lo mira a los ojos. Después de un momento, él hace un gesto negativo con la cabeza.
—Parece que su abogado no está de acuerdo, señora Parkman —dice Hempstead.
—El señor Sevillas solicita retirarse de mi defensa, señoría.
Hempstead mira a Sevillas con una expresión de sorpresa.
—¿Es así, señor Sevillas?
Sevillas mira a Doaks, que asiente vigorosamente desde la primera fila. Después, vuelve a mirar a Danielle a los ojos. Y por fin, reacciona. Se vuelve hacia Hempstead.
—Señoría, solicito con todo el respeto que se me permita retirarme de la defensa de la señora Parkman.
—Petición denegada.
Sevillas y Danielle se miran antes de que él insista.
—Con todo el respeto, señoría, me temo que debo retirarme de cualquier modo.
A Hempstead le arden los ojos.
—¿Es que tengo que recordarle que ya está en desacato en este tribunal, abogado?
—No, señoría.
Ella mira a Danielle con los labios tensos de furia.
—No puedo obligarla a que retenga a su abogado, señora Parkman, pero le diré una cosa con claridad: esta vista va a continuar en estricta observancia de las leyes y las normas. En cuanto cruce la línea, la daré por finalizada. Y no se moleste en intentar que yo mantenga su libertad bajo fianza. En cuanto terminemos aquí, irá directamente a la cárcel. Su libertad bajo fianza está revocada.
Se vuelve hacia el alguacil.
—Quítele las esposas a la señora Parkman —dice, y el funcionario obedece. Danielle se frota las muñecas, y la jueza añade—: Y ahora, póngaselas al señor Sevillas y llévelo a la celda de los juzgados.
—Señoría… —dice Danielle.
—Comience a interrogar a la testigo, señora Parkman.
Danielle ve con impotencia cómo esposan a Sevillas. Se lo llevan sin que ella pueda hacer nada por él. Todavía.
—Señora Parkman —dice la jueza con tirantez—, comience.
Danielle le hace un gesto a Doaks, que se acerca a la mesa de la defensa con una caja grande. Danielle le quita la tapa, saca un fajo de papeles, respira profundamente y se dirige a la testigo.
—Señora Morrison, me gustaría hacerle algunas preguntas sobre su pasado.
La actitud de Marianne es confiada, y su tono de voz, frío.
—Por supuesto, señora Parkman.
—¿Dónde nació?
—En Pennsylvania.
—¿No nació en Texas?
—No.
—¿Dónde se crio?
Marianne suspira.
—Mi padre era militar. Me crie por todos los Estados Unidos.
—¿Ha vivido alguna vez en Vermont?
—No.
—¿En Florida?
—No.
—¿En Illinois?
—No.
—Gracias —dice Danielle, y hojea los documentos—. Y ahora, señora Morrison, ¿cuántas veces ha dicho que ha estado casada?
—Una vez.
—¿Con quién?
—Con Raymond Morrison.
—¿Nunca estuvo casada antes?
—No.
—¿Y no tuvo más hijos?
—No.
Danielle se acerca lentamente a la testigo.
—¿No ha tenido más hijos? ¿Es correcto?
—Señoría —dice Langley—. Ya lo ha preguntado, y ya ha sido contestado. Creo que la señora Morrison se acordaría si hubiera tenido más hijos.
Se oyen algunas risas por la sala.
—Continuaré, señoría —dice Danielle—. Señora Morrison, ¿tiene alguna enfermedad física crónica?
Marianne mira a la jueza con consternación.
—He tenido varias enfermedades durante mi vida. No he hablado de ello aquí porque creo que no es apropiado.
—¿Le importaría hacernos un breve resumen? —pregunta Danielle.
Marianne se ruboriza.
—No sabría por dónde empezar.
—¿Ha sido hospitalizada por esas enfermedades?
—Oh, sí.
—¿Cuántas veces?
—Demasiadas como para llevar la cuenta.
—¿Diría usted que sesenta y ocho es un número aproximado?
El público hace exclamaciones de asombro. Antes de que Langley pueda intervenir, Marianne se ríe.
—Eso es ridículo.
—¿Tiene pruebas de esa afirmación, señora Parkman?
—Ahora llegaré a eso, señoría.
—Yo no lo veo.
Danielle se acerca a la mesa de la defensa. Doaks se ha sentado en la silla de Sevillas, y le entrega un cuaderno que ha sacado de su maletín.
—¿Le han diagnosticado alguna vez trastornos mentales, señora Morrison?
—Señoría —dice Langley—, el estado mental de esta pobre mujer es completamente irrelevante en relación a la acusación de asesinato que pesa sobre el acusado. Debemos protestar por el intento de la defensa de poner en tela de juicio el carácter de la testigo.
La jueza mira a Danielle con desaprobación.
—Señora Parkman, voy a permitirle la misma flexibilidad de interrogatorio que le he permitido al fiscal, la cual, evidentemente, no ha podido presenciar usted al no encontrarse en la sala. Sin embargo, estoy de acuerdo en que el estado mental de la testigo es irrelevante para los cargos que se han formulado contra su hijo, y contra usted.
—Señoría, como estoy segura de que mi estado mental y el de mi hijo se han cuestionado durante la vista, creo que es justo que el de esta testigo, la madre de un niño con discapacidades, sea sometido al mismo cuestionamiento.
Hempstead frunce el ceño.
—Es su tiempo, señora Parkman, pero si decide perderlo, cortaré por lo sano, ¿entendido?
—Sí, señoría.
Langley agita la cabeza teatralmente para que los periodistas se fijen en él. Ellos toman notas. Danielle vuelve a mirar a Marianne.
—¿Podría contestar la pregunta, por favor?
—Nunca he tenido problemas psicológicos.
—¿Nunca le han dicho que sufre problemas psicológicos?
—Por supuesto que no. Yo soporto mis problemas en privado, y confío en la gracia de Dios para superarlos.
—Señora Morrison, ¿cuándo diagnosticaron por primera vez a Jonas algún tipo de problema?
—Para ser sincera, tengo que admitir que yo supe antes que cualquier médico que mi hijo tenía dificultades —responde Marianne, y mira de nuevo a la jueza—. Una madre sabe estas cosas. Tuvo episodios de apnea cuando era un bebé. Dejaba de respirar sin ningún motivo.
—¿Y cómo se lo trataron?
—Bueno… para una madre primeriza, esto era algo espantoso. Tenía que vigilarlo noche y día. Cuando dejaba de respirar se ponía azul. Yo tenía que llamar a la ambulancia o llevarlo rápidamente a urgencias.
—¿Qué hacían por él?
—Le introducían oxígeno en los pulmones para que pudiera respirar por sí mismo.
—¿Con cuánta frecuencia ocurría esto?
Marianne retuerce un pañuelo de papel entre las manos.
—No creo que pasaran más de dos semanas sin que tuviera que salir corriendo al hospital con el bebé. Entonces, me dieron una máquina para tratar la apnea. Cuando Jonas dejaba de respirar, sonaba una alarma. Era horrible.
—¿Alguna vez le dijeron en el hospital que sospechaban que Jonas no tenía apnea?
Marianne la mira con confusión.
—No entiendo la pregunta.
—¿Alguno de los médicos le dijo alguna vez que sospechaba que usted estaba asfixiando a Jonas?
Langley se pone en pie con un rugido.
—¡Señoría! ¡Esto es inaceptable!
—Ahórrese el esfuerzo, señor Langley —dice la jueza, y señala a Danielle con el dedo, con un gesto de ira—. Deje inmediatamente ese tipo de preguntas, abogada. No ha fundamentado previamente ninguna acusación de maltrato contra esta testigo. Tal vez así es como se interroga a los testigos en Nueva York, pero yo no lo voy a tolerar.
Danielle se encoge de hombros.
—Sí, señoría.
—Continúe.
Danielle vuelve a mirar a Marianne.
—¿Quién le dijo por primera vez que Jonas era autista, o que tenía un retraso mental?
Marianne le lanza una mirada llena de odio.
—Nunca olvidaré ese día, por mucho que viva. Jonas tenía cuatro años, y vivíamos en Pittsburgh. Había un especialista que estaba viajando por el país. Yo no estaba del todo satisfecha con los cuidados que había estado recibiendo mi hijo. El médico hizo pruebas a Jonas durante horas, y me llamó a la sala de espera. Hizo que me sentara, y me dijo que mi niño nunca sería normal. Que tenía el cerebro dañado. Me mostró varios síntomas de que era autista —dice, y se enjuga las lágrimas mirando a Hempstead—. En ese momento, decidí que me convertiría en una gran defensora de mi hijo. Pasé los catorce años siguientes asegurándome de que recibía los mejores tratamientos y todo el amor que pudiera darle. Nunca volví a casarme, ni a preocuparme de otra cosa que no fuera mi hijo.
—Señora Morrison, ¿alguno de los médicos que examinó a Jonas insinuó alguna vez que tal vez las enfermedades de Jonas tuvieran otro origen?
—¿A qué se refiere?
—Nos ha dicho que Jonas comenzó a tener problemas al nacer —dice Danielle—. ¿Alguna vez le dijo alguien que esos problemas se desarrollaron mucho más tarde, y que sospechaban cuál era la causa?
—No, no me lo dijeron.
—¿Nadie le sugirió nunca que hubo algún tipo de intervención que podía haberle causado a Jonas los daños cerebrales?
Marianne mira a Danielle con petulancia.
—No sé qué es lo que está intentando que diga, señora Parkman. Nadie me dijo nunca semejantes cosas. Yo cuidé maravillosamente de mi hijo.
Hempstead interviene.
—Señora Parkman, en este caso no tienen relevancia los cuidados que la madre de la víctima pudiera dedicarle a su hijo cuando era más pequeño.
—Tal vez debería tenerla, señoría.
Hempstead arquea las cejas.
—Si tiene pruebas de lo que está diciendo, apórtelas. De lo contrario, continúe en otra línea, abogada.
—Por supuesto, señoría —responde Danielle. Después mira fijamente a Marianne—. Señora Morrison, usted estudió Medicina y después trabajó de enfermera durante muchos años, ¿no es así?
Marianne se relaja.
—Sí, es cierto. La enfermería me permitía tener horarios flexibles para cuidar de Jonas.
—¿En qué se especializó?
Marianne sonríe.
—En enfermería pediátrica.
—¿Y no es cierto que durante los años de desempeño de su trabajo se familiarizó usted con los sistemas informáticos de varios hospitales y clínicas pediátricas?
—Por supuesto.
—¿Y no es cierto también que entró ilegalmente en otras redes informáticas mucho antes de decirme cómo podía conseguir la contraseña para entrar en la de Maitland?
Es como si una ola gigante recorriera la sala. La jueza da un martillazo con tanta fuerza que el plato de madera rebota en la mesa. Langley alza las manos por el aire.
—¡Protesto! Solicitamos que la pregunta no conste en acta, y que amoneste severamente a la abogada.
Hempstead está furiosa.
—Abogada, ¿es perfectamente consciente de lo que está haciendo?
—Señoría, le prometo que no estoy actuando a la ligera. Si el tribunal me permitiera algo más de flexibilidad…
—¡Flexibilidad! —brama Langley—. ¡Señoría!
Danielle toma aire.
—Fue Marianne Morrison la que entró en el sistema informático de Maitland y manipuló la historia clínica de Max…
—Ya basta. No puede seguir con ese interrogatorio. Cambie de tema inmediatamente. Es la última advertencia que le hago.
Danielle se da la vuelta y camina hasta la mesa de la defensa. Abre la tapa de la caja, mira en el interior y se gira hacia la testigo.
—Señora Morrison, ¿tiene algún tipo de recuerdo, de registro de su vida con Jonas?
—¿A qué se refiere?
Danielle mira un poco más en la caja y después se yergue.
—Oh, ya sabe. Álbumes de fotos, recuerdos, ese tipo de cosas.
—Claro que sí. Todas las madres tienen fotografías de sus hijos. Yo debo de tener cientos de ellas.
Danielle asiente pensativamente.
—¿Y algún otro tipo de recuerdo?
En esta ocasión, Marianne se queda callada. Tiene la mirada fija en la caja. Cuando habla, su voz es mesurada, precisa.
—De veras, no sé a qué se refiere.
Danielle se encoge de hombros.
—Deje que se lo aclare. ¿Llevaba usted algún tipo de registro, o un diario…?
El rostro de Marianne es impasible.
—¿Y escribía en él diariamente?
Langley se pone en pie de nuevo.
—Protesto. No creo que tenga importancia si la señora Morrison llevaba un diario o no en la cuestión de si Max Parkman mató a su hijo. La abogada está acosando a la testigo.
—Ha lugar —dice Hempstead—. Prosiga, señora Parkman.
—Señora Morrison, ¿dónde estaba usted la mañana en que murió su hijo?
Marianne alza la mano débilmente.
—En el hotel.
—Pensaba que visitaba a Jonas todos los días.
—Oh, y lo hacía. Sin embargo, ese día no me encontraba bien, y pensé que sería mejor que me quedara en el hotel para no contagiarle el resfriado a Jonas —responde Marianne, con lágrimas en los ojos—. ¡Ojalá hubiera sabido lo que iba a ocurrir! ¡No me hubiera separado de él ni un minuto!
Danielle continúa con calma.
—Entonces, ¿no estuvo en la unidad hasta que alguien la llamó para decirle lo que había ocurrido?
Marianne está sollozando, de modo que tiene que hacer un esfuerzo para responder.
—Sí, así es.
—¿Cabe la posibilidad de que esté equivocada?
Marianne le clava una mirada fulminante.
—No, no es posible.
Danielle camina lentamente hasta el estrado de la testigo, pone ambas manos en la barandilla de madera y mira a Marianne a los ojos.
—¿Le suena de algo el nombre de Kevin, señora Morrison?
Marianne se pone ligeramente rígida, pero por lo demás, no reacciona.
—No sé de qué me está hablando.
—Yo creo que sí.
Marianne niega con la cabeza.
—¿Y Ashley? —insiste Marianne—. A mí me parece un nombre maravilloso para una niña, ¿a usted no?
Marianne le lanza una mirada suplicante a la jueza.
—¡Señoría! —exclama Langley, dando una palmada sobre la mesa—. ¡Está acosando a la testigo con preguntas absurdas, solo para intimidarla!
Hempstead asiente.
—Ha lugar. Señora Parkman, apártese de la testigo —dice, y Danielle se aleja—. Le he dado demasiadas libertades, y es evidente que usted se ha propasado. Hágale preguntas relevantes a la testigo, o despídala ahora mismo.
—Por supuesto, señoría —responde Danielle. Entonces arranca una hoja en blanco de su cuaderno y se la entrega a Marianne junto a su bolígrafo—. Señora Morrison, ¿le importaría escribir en esa hoja «Hospital Psiquiátrico de Maitland»?
—Señora Parkman, tiene dos minutos para conectar todo esto, y después yo daré por terminada esta vista y la enviaré a usted a la cárcel.
Danielle asiente. Marianne la mira con disgusto, escribe las palabras sobre la hoja y se la devuelve.
—Gracias.
Entonces, Danielle saca uno de los diarios de la caja, se da la vuelta y mira a Marianne. Ella se queda boquiabierta durante un segundo, pero reacciona rápidamente. Entorna los ojos cuando Danielle le entrega el diario.
—He catalogado este artículo como «Prueba de la Defensa A». ¿Puede identificarlo, señora Morrison?
Marianne se lo devuelve.
—No lo había visto nunca.
—Me gustaría que lo abriera por la página que está marcada y leyera lo que pone —dice Danielle.
—¡Protesto! Falta de fundamento —dice Langley—. La testigo acaba de decir que no puede identificarlo.
Danielle le entrega a la jueza la muestra de la letra de Marianne y el diario.
—Señoría, me gustaría que el tribunal reconociera que las escritura de la testigo y la que aparece en el diario es la misma.
Después de una mirada superficial, Hempstead agita la cabeza.
—Me sorprende, señora Parkman —dice secamente—. Esta es una táctica que no me esperaría de una reconocida abogada de Nueva York, como usted. No ha traído ningún experto en caligrafía, ni ha establecido el debido procedimiento de custodia para la prueba.
—Señoría, solicito con todos mis respetos que se aplace brevemente el interrogatorio de la señora Morrison mientras llamo al estrado al teniente Barnes, de la Policía de Plano.
—No tengo intención de permitir que interrumpa el interrogatorio de la señora Morrison.
—Pero, señoría —protesta Danielle—, tampoco quiere permitirme que interrogue a la testigo para que pueda establecer el fundamento. Cuando haya leído este diario, tan solo una parte de él, sabrá cuál es la verdad.
—¿Y cuál es esa verdad?
—Que esta mujer no es lo que aparenta. No es una madre. Es una embustera, una chantajista y una asesina.
—Señora Parkman, ¡silencio! —ordena la jueza y se levanta de su sitio con la cara lívida—. Alguacil, ponga a la señora Parkman bajo custodia.
El alguacil comienza a moverse. Langley se ha acercado al estrado y está abrazando a una histérica Marianne para intentar que se calme.
A Hempstead le arden los ojos.
—Abogada, su comportamiento en esta sala es digno de desprecio —dice—. Su intento de denostar a una madre cuyo hijo acaba de ser brutalmente asesinado no solo es una falta de profesionalidad, sino también una falta de ética.
—Señoría, si me permitiera tan solo…
—No voy a permitirle nada más. ¡Trasladen a la señora Parkman a la cárcel del condado!
—Señoría —dice Danielle—. No he tenido la oportunidad de responder a su resolución de no permitirme que continúe con el interrogatorio a la señora Morrison.
Hempstead agita la cabeza con incredulidad.
—Este no es el momento ni el lugar adecuado para presentar quejas por nada.
—Señoría, sé que me va a enviar a la cárcel. Lo acepto. Pero primero debo insistir en que me permita responder a la resolución del tribunal. De lo contrario, la corte de apelación no va a estar muy contenta con ninguna de las dos.
Hempstead la mira con cautela.
—Muy bien, señora Parkman. Sigamos el protocolo. El tribunal estima la protesta del Estado. ¿Cuál es su respuesta?
Danielle habla con la voz clara.
—La defensa desea presentar una objeción a la decisión judicial. Quisiera que el interrogatorio continúe y conste en acta.
Ahora, el semblante de Hempstead refleja su furia sin disimulo.
—Señora Parkman, se lo advierto. Piénseselo bien antes de hacerlo.
Danielle sabe que Hempstead no puede negarse a permitir que la defensa presente la objeción. Es una estratagema legal, mediante la que la parte que piensa que el juez se ha equivocado puede conseguir que se tenga en cuenta la prueba que ha sido descartada por el tribunal. Esta prueba figura reflejada en el acta, de modo que el tribunal de apelación pueda revisar precisamente lo que ha sido excluido y decidir si esa prueba debería haber sido admitida. Sin embargo, Hempstead sabe lo que es en realidad: el modo en que Danielle puede hacer exactamente lo que quiere hacer, le guste a ella o no.
Hempstead se cruza de brazos y se apoya en el respaldo de la silla. Su cara dice que acepta la derrota.
—Por favor, señora Parkman. Adelante con su objeción.
Danielle toma la rápida decisión de presentar solo la prueba que Doaks ha encontrado en la habitación de Marianne, que ella ha revisado en las escaleras del juzgado. La jueza podría impedirle continuar si se desvía un centímetro del camino relevante. Mira a Marianne, que se ha recuperado un poco, aunque está pálida. Danielle toma el diario y se acerca al estrado de la testigo.
—Señora Marianne, ¿cuál es su habitación del hotel?
—La número veintitrés.
Danielle le da el diario otra vez.
—¿Y dice que este diario no le pertenece, y que no estaba en su habitación esta mañana?
Marianne se yergue.
—Exacto.
—¿No es esta su letra?
Ella mira la página que le muestra Danielle y se vuelve hacia la jueza.
—No, no es mi letra.
—Señoría, nos gustaría que bajaran las luces y que desenrollaran la pantalla de proyecciones para mostrarle a la testigo algunos fragmentos.
—De un documento que ella no ha identificado.
—Sí, señoría.
Marianne se vuelve de nuevo, entre sollozos, hacia la jueza.
—Señoría, si me concediera un momento para calmarme…
—Por supuesto, señora Morrison —dice Hempstead—. Puede bajar del estrado y ocupar su sitio en la sala.
Langley acompaña a Marianne a un banco. Ella se sienta y se enjuga las lágrimas.
—Continúe, señora Parkman —dice la jueza con tirantez.
Danielle le hace un gesto al alguacil, que va al otro lado de la sala y extiende la pantalla. Después apaga las luces; la oscuridad se hace casi palpable. La única luz es verde, y emana del ordenador portátil de Danielle, que Doaks ha colocado sobre la mesa de la defensa. En Arizona, Danielle usó su cámara digital para fotografiar varias páginas de los diarios de Marianne, y después descargó las fotografías en el ordenador.
Aprieta un botón, y en la sala se hace el silencio. Las palabras aparecen en la pantalla, escritas con una caligrafía recargada.
Querida doctora Joyce:
¡Maitland ha sido la mejor experiencia de mi vida! Todos los días han estado llenos de novedades y giros inesperados, como si fuera una improvisación de Broadway. El hecho de haberme relacionado con genios médicos me tiene entusiasmada, aunque en realidad es mi sitio. Solo tengo un pequeño disgusto: ya está terminando todo, y es triste encontrarse sola en la cima. Nadie podrá saber nunca lo inteligente que soy, porque no puedo revelar ni un solo detalle; lo estropearía todo. Sin embargo, lo importante es que he pasado todos los exámenes, que he sido más inteligente que todos los demás. Y cuando ejecute mi plan final… Ese será mi mejor momento. Como comer el bombón más especial de una caja del Día de San Valentín.
Siento pena por Jonas. Supongo que he sido egoísta por tenerlo tanto tiempo conmigo. Me aseguré de que Kevin, Ashley y Raymond dejaran este mundo cuando era necesario, y ahora sé claramente que el Señor quiere tener a Jonas a su lado; hay un momento adecuado para todas las cosas. La maravilla de haberles demostrado a los médicos que Jonas es precisamente lo que parece, tal y como yo lo he creado, ha completado el ciclo. Ahora debo concentrarme en el plan.
Como el Señor puso a Max en mi camino, veo con claridad que su propósito en la vida es ayudarme a facilitarle a Jonas su tránsito al otro mundo, y acabar para siempre con su sufrimiento. Estoy segura de que Danielle va a echar de menos a Max, pero Dios sabe que ella ha hecho el sacrificio más grande. Además, cuanto más alto es un propósito, más cruel es la vida. Solo hay que considerar el ejemplo de Jesús. A menudo pienso que los actos más justos de esta vida solo tienen recompensa en la siguiente.
Tanto Danielle como yo tendremos un lugar en el Cielo.
Hay un jadeo colectivo en la sala. Max se aferra a la mano de Danielle.
—No pasa nada, tranquilo —le susurra a su hijo.
Después le hace una seña al alguacil para que suba la luz, solo lo suficiente como para iluminar la cara de la jueza, que está tan blanca como la pantalla de proyección. Mira a Danielle, que saca otro artículo de la caja. Es un estuche de terciopelo azul. Danielle camina hasta el estrado y se lo entrega a la jueza. Hempstead lo abre, palidece más y cierra los ojos. Danielle se lo quita de las manos y se lo lleva al fiscal. Al verlo, Langley se queda boquiabierto.
A Hempstead le tiembla la voz.
—Señora Parkman, por favor, identifique lo que acaba de mostrarme.
—Señoría, el teniente Barnes obtuvo una orden de registro para la habitación del hotel de la señora Morrison esta mañana. Encontró este diario, varias ampollas y jeringuillas, y esto —dice Danielle. Toma un pañuelo de manos de Doaks y abre el estuche. Muestra el objeto en alto—. Es mi peine, señoría, que fue hallado en el armario de la señora Morrison. Está cubierto de sangre de Jonas y de restos de tejido humano que pertenecen a la víctima, según un análisis preliminar.
Todos quedan en silencio. Hempstead mira a Danielle con horror, con confusión y con una disculpa en los ojos.
—¿Han averiguado cómo llegó ese peine a manos de la señora Morrison?
—Sí, señoría —dice ella—. Cuando llevaron a la señora Morrison a la comisaría, según testificará el sargento Barnes, la dejaron durante un corto espacio de tiempo en la sala de secado de las pruebas para que pudiera evitar a los periodistas que había allí. Se cree que fue entonces cuando robó el peine.
—Pero… ¿por qué lo robó? Era la única prueba concluyente que había contra Max.
Danielle asiente.
—En sus diarios, la señora Morrison deja claro que colecciona trofeos de todos sus asesinatos. Conservó, incluso, las ampollas de veneno que utilizó para sus otros hijos. Es evidente que Marianne pensaba que nunca la iban a atrapar. Había superado a los más inteligentes, a los mejores.
Hempstead asiente y se queda callada, sin poder decir nada.
Danielle da un paso hacia delante.
—Aquí termina la objeción de la defensa, señoría. Llamamos a declarar nuevamente a Marianne Morrison.
Doaks aprieta el interruptor de la luz y la sala queda iluminada de nuevo. Todos, incluida la jueza, pasan unos instantes pestañeando mientras sus ojos se acostumbran a la claridad.
—¡Marianne Morrison al estrado! —grita el alguacil.
Comienza un pequeño murmullo, que va convirtiéndose en un escándalo. La jueza da unos martillazos en su mesa.
—¡Orden! ¡Orden en la sala!
—¡La señora Morrison al estrado! —dice de nuevo el alguacil.
Se hace el silencio.
Marianne ha desaparecido.