Treinta y ocho

—¡Todo el mundo en pie!

Los pies de la gente rascan el suelo de linóleo cuando la gente obedece la llamada del alguacil. La sala está abarrotada, ahora que la oficina del fiscal ha filtrado que Marianne Morrison va a testificar. Langley organiza sus notas mientras Marianne sigue sentada, con serenidad, en la primera fila. Sevillas ha perdido toda esperanza de que Danielle o Doaks aparezcan a tiempo. Después de los palos que ha recibido aquel día, está harto de los comentarios maliciosos de Langley.

Max y Georgia han vuelto a la sala. Sevillas espera que Georgia haya conseguido calmar al niño. Se inclina hacia él y le pasa un brazo por los hombros.

—No te preocupes, hijo. Yo me encargaré de todo hasta que llegue tu madre. No se me da mal, ya lo verás.

Max sonríe débilmente. Eso es mejor que nada. Georgia le estrecha la mano desde el otro lado. Allí, entre ellos dos, parece que se siente reconfortado.

—Abogados, aproxímense, por favor —dice Hempstead. Los dos obedecen, y ella los mira por encima de las gafas—. Bienvenidos de nuevo, caballeros. Son las dos y veinticinco. Señor Langley, ¿tiene idea de cuándo va a terminar esta sesión?

Langley asiente.

—Sí, señoría. El Estado no va a llamar a más testigos después de la señora Morrison, y con ella concluiremos nuestras declaraciones en cuanto a las pruebas del caso y la libertad bajo fianza de la acusada. No podemos, sin embargo, hablar por la defensa.

—¿Abogado?

Sevillas carraspea.

—Señoría, como el fiscal se las ha arreglado para pasar un día entero dando su versión de las pruebas, parece que la defensa no podrá exponer sus argumentos hasta mañana.

Hempstead lo mira con severidad.

—Yo no lo veo así, señor Sevillas. Ahora que me he visto obligada a posponer mi juicio hasta mañana, estoy dispuesta a proseguir con esta vista por la tarde. A mí me parece que lo que le falta a usted es una acusada a la que subir al estrado. ¿O tal vez prefiere interrogar al joven Max Parkman?

Sevillas se vuelve a mirar a Max. Después se acerca a la mesa de la defensa. Max lo agarra del brazo.

—¡Tony, no! —susurra—. ¡No puedo!

Sevillas asiente y vuelve hacia la jueza.

—No vamos a sacar a declarar a Max Parkman.

—Muy bien. Entonces, señor Langley, apresúrese.

Langley se mueve con incomodidad.

—Señoría, nos estamos esforzando para que todo sea lo más breve posible.

La jueza asiente desdeñosamente. Los dos abogados vuelven a su puesto.

—Que suba al estrado la siguiente testigo.

Langley se levanta.

—El Estado llama a declarar a Marianne Morrison.

Max palidece. Sevillas ve a Langley haciendo el teatro de ayudar a levantarse a Marianne, pasarse el brazo por los hombros y ayudarla a caminar lentamente hacia el estrado. Marianne lleva un traje negro y una blusa blanca. Se coloca delante del alguacil y pone la mano sobre la Biblia.

—¿Jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?

Ella mira a la jueza.

—Lo juro —dice con la voz clara. Después sube los escalones hasta su sitio.

—Señora Morrison, ¿podría darnos alguna información general sobre usted?

Marianne se atusa el pelo, aunque no tiene ni un cabello fuera de su sitio.

—Por supuesto. Nací en Pennsylvania. Mi padre era sargento del Ejército de los Estados Unidos, y mi madre era ama de casa, como yo. Cuando me casé, me dediqué a cuidar de mi hogar, de mi marido y de Jonas. Mi marido era médico. Murió.

—¿Jonas fue su único hijo?

Marianne se saca un pañuelo del bolsillo de la falda y se enjuga los ojos. Le tiembla la voz al responder.

—Sí, señor Langley. Jonas fue el único hijo que tuve. Era la luz de mi vida, mi único motivo para seguir después de que me faltara mi marido.

Langley suspira dramáticamente, y a Sevillas se le revuelve el estómago.

—Señora Morrison —pregunta Langley—, ¿podría describirnos brevemente su vida con Jonas?

Marianne aprieta su pañuelo.

—Bueno, después de la muerte de mi marido, crie a Jonas yo sola. Dios sabe que no fue fácil. Las cosas nunca son fáciles para una viuda, pero supongo que se puede decir que mi situación era un poco más… exigente. Mi pobre niño tenía muchas dificultades. Era autista y tenía retraso mental, y no hablaba bien —dice, y sonríe un poco—. Pero de algún modo conseguimos arreglárnoslas los dos.

—¿Se describiría como una madre completamente dedicada a su hijo?

Marianne alza sus ojos azules, llenos de tristeza.

—No tengo costumbre de ensalzarme a mí misma, señor Langley, pero tengo que decir que si hay una cosa que he hecho bien, ha sido ser madre. Los niños son un regalo, no una carga. Incluso con todos los problemas que tenía Jonas, puedo decir que ser su madre ha sido el mayor honor y la mayor bendición de mi vida.

Entonces mira a Hempstead, que le tiende una caja de pañuelos de papel y asiente comprensivamente.

Langley le concede unos instantes para que se recupere.

—Bien, señora Morrison, ¿podría decirnos cuáles fueron los motivos que los llevaron a Jonas y a usted a Maitland?

Marianne respira profundamente.

—Por supuesto. Como tal vez sepa, yo estudié Medicina en Johns Hopkins. Creo que toda madre de un niño discapacitado le debe a ese niño los mejores tratamientos y protocolos de medicación. Yo me informé sobre cuáles eran los especialistas más reputados en autismo y trastornos neurológicos. Durante mi investigación conocí Maitland y decidí que si había alguien que podía ayudar a mi niño, estaba en ese hospital.

—Señora Morrison, sé que el resto de nuestra conversación de hoy va a ser muy doloroso para usted, pero tengo que comenzar en el momento en que Jonas y usted llegaron a Maitland.

Marianne aprieta los labios. La jueza imita su gesto. En la sala nadie hace ni el más mínimo ruido. Sevillas toma su bolígrafo.

—¿Cuál fue su impresión de Maitland cuando llegó? —le pregunta Langley.

—Me presentaron al doctor Ebhart Hauptmann, el psiquiatra jefe. Hablamos de los problemas de Jonas, y me sentí segura de que mi hijo estaba en buenas manos —dice Marianne. Después mira a la jueza con confusión—. ¿Señoría?

—¿Sí, señora Morrison?

—No quisiera hablar sobre si el hospital se ocupó adecuadamente de Jonas, porque mi abogado me ha aconsejado que no lo haga.

—Está bien, señora Morrison —dice Hempstead, y se gira hacia Langley—. Creo que la testigo ya ha respondido a su pregunta, ¿no es así, señor Langley? Prosiga con otra cuestión.

Langley asiente.

—Por supuesto, señoría. Señora Morrison, ¿pasó usted mucho tiempo con Jonas después de que ingresara en Maitland?

—Claro que sí. Solo salía del hospital para comer y para dormir.

No podía soportar dejar solo a mi niño.

—¿Y podría decir que pasaba con Jonas más tiempo del que las demás madres pasaban con sus hijos en la unidad?

—Creo que sí.

—Y durante la estancia de Jonas, ¿tuvo ocasión de conocer a la acusada, la señora Parkman?

—Sí.

—¿Puede explicarnos cómo se conocieron, y cómo evolucionó su relación?

—Bueno, me di cuenta de que la señora Parkman y yo estábamos alojadas en el mismo hotel y de que nuestros hijos estaban en la misma unidad del hospital, así que me presenté. Verá, entre las madres de hijos discapacitados hay cierta complicidad. Comprendemos nuestro dolor, y tenemos la capacidad de consolarnos y apoyarnos.

—Por favor, continúe, señora Morrison.

—Supongo que fui ingenua. Siempre busco a la gente buena, y me pareció que Danielle era una mujer maravillosa. Parecía que estaba dedicada a su hijo, como yo, e hice un esfuerzo por congeniar con ella y con Max.

—¿Qué quiere decir? —pregunta Langley.

Sevillas se queda helado. Ahí viene.

Marianne cabecea.

—Era evidente que la pobre mujer estaba soportando una situación muy difícil. Max tenía una psicosis grave, y era violento…

Max se pone en pie de un salto.

—¡Mentirosa!

Sevillas agarra a Max y lo sienta.

—¡Protesto! ¿Vamos a permitir que la madre del difunto exprese su opinión, como si fuera experta en la materia, sobre la salud mental de mi cliente? —inquiere, y mira a Marianne con severidad. Ella le devuelve una amable sonrisa.

—Abogado, controle a su cliente. Y usted, señora Morrison —le dice la jueza amablemente—, debe saber que nuestras normas no permiten que haga comentarios sobre el estado psiquiátrico del acusado. Tal vez debería limitarse a decirnos lo que observó.

—Bueno —responde Marianne—, creo que estoy cualificada para dar esa opinión, teniendo en cuenta mi formación, pero por supuesto, señoría, haré lo que me digan.

Después se vuelve hacia Langley, que ya está preparado para hacer de una forma distinta la misma pregunta.

—Señora Morrison, ¿vio a menudo a la señora Parkman después de conocerla?

—Pasamos mucho tiempo juntas diariamente. A menudo comíamos o cenábamos juntas, aunque yo estaba ocupada con el doctor Hauptmann y los demás médicos, orientándolos con respecto a los varios trastornos de Jonas.

—¿Diría que se hicieron amigas?

Marianne mira a Hempstead.

—En mi opinión, nos hicimos buenas amigas en tan corto periodo de tiempo. Era una mujer dulce, afectuosa e inteligente, y además, abogada. Confié en ella. Cuando Max comenzó a comportarse de un modo tan psicótico, Danielle comenzó a mostrar su verdadero…

Max vuelve a saltar.

—¡Eso no es verdad!

La jueza da un martillazo en la mesa.

—Alguacil, saque al señor Parkman de la sala. Ya es suficiente.

—Pero ¡señoría! —exclama Sevillas.

Hempstead alza la mano mientras sacan a Max al pasillo. Georgia lo sigue. Entonces, la jueza se vuelve hacia Marianne.

—Y, señora Morrison, limite su testimonio a los hechos, por favor. No dé su opinión sobre los problemas psiquiátricos del acusado.

—Por favor, discúlpeme, señoría. No volverá a ocurrir.

Hempstead asiente hacia Langley para que el fiscal continúe.

—¿Podría describir un día típico de Maitland?

Marianne toma un vaso de agua y da un pequeño sorbo.

—Bueno, yo llegaba a las siete de la mañana cada día. Así podía ver al doctor Hauptmann en su ronda matinal y ponerme al día sobre Jonas. Después de nuestra conversación, me llevaba a Jonas a desayunar a la cafetería. Después volvíamos, nos sentábamos en un sofá y estábamos con otras madres y niños. Normalmente, Danielle no llegaba hasta después de las nueve. Entonces, yo la ponía al corriente de lo que estaba pasando con Max…

Langley la mira con sorpresa fingida.

—¿Usted era quien ponía al corriente a la señora Parkman de lo que ocurría con su propio hijo?

Marianne asiente.

—Claro. No sé por qué motivo, pero los médicos le habían prohibido a Danielle ver a su hijo salvo durante visitas cortas, que podía realizar dos veces al día, mientras que yo tenía libertad total para ver a Jonas. Así que, cuando por fin aparecía ella, yo le explicaba qué aspecto tenía Max, lo que hacía… ese tipo de cosas.

Sevillas mira fijamente su cuaderno.

—¿Y después?

—Después, Danielle y yo tomábamos una taza de café.

—¿Y dónde estaba Jonas durante ese tiempo?

—Conmigo, por supuesto.

—¿Y Max Parkman?

—Al principio se sentaba frente a Danielle, pero después casi siempre estaba en su habitación. No diré cuáles son los problemas mentales que tiene ese niño, porque usted me ha dicho que no lo haga, pero sí puedo decir que le estaban administrando una enorme cantidad de psicotrópicos.

Hempstead mueve una mano para desdeñar la protesta de Sevillas.

—Continúe, señora Morrison.

—Max dormía mucho durante el día. Por lo que me contaban las enfermeras, se pasaba toda la noche despierto, despotricando, y requería sedación. Estoy segura de que ese era el motivo por el que después estaba tan cansado…

—¡Protesto una vez más, señoría! —exclama Sevillas, poniéndose en pie—. ¿Es posible para la testigo contarnos solo lo que observó, en vez de especular sobre las actividades de Max Parkman?

—Señoría —dice Langley—, por favor, disculpe a la señora Morrison. Solo trata de responder lo más detalladamente posible —explica, y se vuelve hacia Marianne—. Por favor, señora Morrison, solo sus observaciones reales.

Marianne asiente.

—Lo siento mucho.

—Cambiemos de tema —dice Langley. Sus ojos le recuerdan a Sevillas los de una cucaracha—. Por favor, háblenos de lo que observó en la interacción de su hijo y Max Parkman.

Marianne se alisa la falda.

—Debido a que pasábamos mucho tiempo juntos, Jonas intentó hacerse su amigo. Jonas era un niño afectuoso, inocente. Adoraba a la gente. Tenía un corazón de oro —explica; Hempstead la mira compasivamente—. Jonas se encariñó con Max —añade con un suspiro—. Desde el principio, Max rechazó los intentos de Jonas. Me di cuenta de que, por algún motivo, Max odiaba a Jonas.

—Señoría, ¡esto es ridículo! —dice Sevillas—. ¡La testigo está diciendo lo que sentía mi cliente!

Langley responde con suavidad.

—No, Tony, está diciendo lo que pensaba que sentía tu cliente.

La jueza pone los ojos en blanco.

—Ya está bien. Señor Langley, ayude a la testigo haciendo preguntas más concretas. Y, señor Sevillas, entienda que voy a permitirle al Estado considerable libertad con esta testigo. Y recuerde que soy perfectamente capaz de distinguir un testimonio apropiado de uno inapropiado. Tendrá que confiar en mí a ese respecto.

—Sí, señoría.

—Además, quisiera recordarle que si su otra clienta estuviera aquí, ella también podría darnos su propia versión sobre la relación entre su hijo y la víctima, ¿no es así?

Sevillas asiente secamente y vuelve a sentarse. Danielle no está allí, es cierto, y él tiene ganas de entregarle su cabeza a Hempstead. Hay un pequeño ruido mientras Georgia vuelve a traer a Max hasta su sitio. Sevillas está tan concentrado en el interrogatorio que apenas lo nota.

—Señora Morrison —dice Langley—, ¿es cierto que Max Parkman tenía contacto regularmente con su hijo?

Marianne asiente.

—Sí, es cierto. Danielle y yo pasábamos juntas mucho tiempo, y por supuesto, yo confiaba en que ella también podía vigilar a los niños —dice, y los ojos se le llenan de lágrimas otra vez—. No sabe cuántas veces me he arrepentido de haber sido tan confiada.

—¿Y qué sucedía entre Max y Jonas cuando estaban juntos?

—Al principio, parecía que Max ignoraba los intentos de Jonas de ser su amigo. Y a medida que Max se volvía más psi… —Marianne se gira hacia Hempstead—. Disculpe, señoría. Max se fue volviendo más y más hostil hacia Jonas.

—¿En qué sentido?

—Yo presencié unos cuantos sucesos, cada uno más preocupante que el anterior. Todo comenzó cuando Jonas intentó ser amable con Max, ya sabe, sentándose a su lado, enseñándole un juguete, ese tipo de cosas. Con el paso de los días, Max fue mostrándose más y más irritado, y abofeteó a Jonas cuando creía que nadie lo estaba viendo. Yo se lo conté a Danielle, pero ella negó que Max pudiera hacer tal cosa —explica, y solloza—. ¡Ojalá hubiera creído a mi hijo en vez de a Danielle! Pero ¿cómo iba a saber yo que ella tenía tanto miedo a los cambios que estaba experimentado Max, y que estaba dispuesta a mentir para protegerlo?

Langley asiente comprensivamente y le tiende otro pañuelo de papel.

—¿Y cuál fue el peor de estos sucesos?

Marianne se enjuga las lágrimas.

—Es muy difícil para mí hablar de esto. Una mañana, Jonas, Danielle, Max y yo estábamos en la sala de la televisión. Todo estaba en calma. Yo estaba haciendo punto, y Jonas me sujetaba el ovillo. Como de costumbre, Max estaba dormido en el sofá. En un momento dado, Danielle salió para fumar un cigarrillo, cosa que hacía con bastante frecuencia. Jonas se acercó a Max para intentar despertarlo con cuidado. Cuando Jonas intentó darle un abrazo, Max enloqueció. Se levantó de un salto y comenzó a gritar, y le golpeó la cabeza contra la mesa de centro… —a Marianne se le quiebra la voz, pero después de un momento continúa—. Por supuesto, no había ni una sola enfermera, ni un celador por allí…

Sevillas toma una nota. Está preparando su demanda civil contra el hospital.

—… así que yo corrí hacia Jonas, que estaba gritando en el suelo, con una herida en la cabeza, sangrando, mientras Max le golpeaba las costillas.

Entonces, Marianne se echa a llorar.

Max se pone en pie con la cara congestionada.

—¡Es una mentirosa! ¡No ocurrió así!

Sevillas vuelve a sentarlo, pero la jueza lo mira con enfado.

—¡Señor Sevillas! Si no controla a su cliente, haré que lo pongan bajo custodia. Estamos asistiendo a la declaración de una madre que acaba de perder a su hijo. Si quiere sacar a declarar al señor Parkman, yo misma lo interrogaré —le dice. Después se dirige a Max—. Y usted va a permanecer en silencio durante el resto de la vista, o haré que se lo lleven de nuevo, ¿entendido?

Max abre unos ojos como platos, y después asiente con vehemencia.

—Sí, señoría.

Sevillas se pone en pie a medias.

—No, señoría, eso no será necesario —asegura. Después se sienta de nuevo y le pone la mano a Max en el brazo, se inclina hacia él y le susurra al oído—: Cállate. ¿Es que quieres que todo el mundo piense que eres un loco, como dicen ellos?

Max mira a Sevillas con el ceño fruncido, se cruza de brazos y se desliza hacia abajo en el asiento.

Langley se acerca a Marianne y le da unos golpecitos en el hombro para consolarla. Cuando, por fin, ella se calma, él continúa con las preguntas.

—Señora Morrison, ¿podría decirnos lo que ocurrió después?

Ella asiente.

—Lo intentaré. Después de eso, aparecieron enfermeros y celadores por todas partes. Apartaron a Max de Jonas, pero Max seguía gritando que Jonas quería matarlo. Y esa niña horrible, Naomi, también estaba allí, animando a Max. Alguien tuvo que llevársela, y Dwayne, el celador más fuerte de todos, fue quien tuvo que agarrar a Max. Él seguía gritando y maldiciendo, dando patadas y mordiendo. Era como si se hubiera vuelto completamente loco. No sé cómo consiguieron llevarlo a su habitación. Entonces, una de las enfermeras comenzó a curarle las heridas a mi pobre Jonas, pero eran tan graves que tuvieron que llevarlo al hospital para que le dieran puntos de sutura y le hicieran radiografías de las costillas. Tenía rotas varias de ellas. El único motivo por el que permití que Jonas siguiera en la misma unidad que ese niño es que me aseguraron que Max nunca volvería a estar en contacto con Jonas, y porque Danielle me prometió que haría todo lo posible para que cambiaran de sala a Max.

Max le pasa a Sevillas una nota que ha escrito apresuradamente. ¡Está como una cabra! Sevillas cabecea con asombro. Marianne se lo está inventando todo sobre la marcha.

Langley mira con petulancia hacia la zona de prensa, y después se gira de nuevo hacia Marianne.

—¿Sabe si se produjeron más episodios violentos entre Max y Jonas?

—Yo no vi nada más —dice ella, y baja los ojos—, pero después, bueno, hablé con las enfermeras, y ellas me contaron algo que yo no sabía.

—¿Qué era?

Sevillas se pone en pie.

—Protesto. No se trata de una observación directa de la testigo.

La jueza apenas lo mira.

—Después tendrá ocasión de interrogarla. Continúe, señora Morrison.

—Bueno, parece que Max había roto la polvera de su madre y había amenazado a Jonas con un cristal.

Sevillas agarra a Max del hombro.

—Ni se te ocurra —le susurra con firmeza. Max lo mira con rabia, pero se queda en su sitio.

—¿Algo más, señora Morrison?

—Una de las enfermeras me dijo que podía verse muy bien lo que podía conseguir una buena madre al ver a Jonas, y que no entendía por qué Danielle seguía negándose a aceptar los terribles problemas que tenía su hijo…

—Está bien —dice Langley, que mira a Sevillas con nerviosismo—. ¿Pudo observar algún comportamiento inusual por parte de la señora Parkman?

—Sí, me temo que sí.

—¿Podría describírnoslo?

—Haré lo que pueda. Un día, Danielle y yo estábamos sentadas fuera. De repente, ella me preguntó si yo tenía experiencia con el sistema informático de un hospital. Me pareció muy raro, pero le conté que durante los años de mi residencia y mi trabajo de enfermera, me había hecho una experta con los ordenadores. Ella me hizo muchas preguntas sobre contraseñas de seguridad y ese tipo de cosas. Yo pensaba que solo estaba dándome conversación, pero entonces me miró a los ojos y me preguntó si sabía algo sobre el sistema informático de Maitland. Quería que se lo explicara porque, según me dijo, tenía intención de entrar en él.

La jueza abre unos ojos como platos.

—¿Y por qué quería hacer algo así?

—Estaba desesperada por conocer lo que los médicos y demás empleados hubieran escrito en la historia clínica de Max. Tenía el convencimiento de que el hospital al completo estaba inventándose sus síntomas —dice Marianne, agitando la cabeza tristemente—. Por supuesto, yo le dije que no, y me temo que fui un poco dura con ella, señoría. Le dije que, para bien o para mal, tengo un código moral estricto, y que nunca sería cómplice de algo así.

Sevillas cierra los ojos y se pregunta si aquello terminará algún día.

—¿Y qué pasó después?

Marianne se encoge de hombros.

—Ella me dijo que pensaba conseguir esa información y que, si yo no quería ayudarla, lo haría por sí misma.

—Y, que usted sepa, ¿entró la señora Parkman ilegalmente en el sistema informático del hospital?

—Supongo que sí —dice Marianne con calma—. Esa misma semana me dijo que había visto la historia de Max y que, por algún motivo, sabía que el hospital la estaba falsificando.

Hempstead arquea las cejas y mira a Sevillas. Él no reacciona. Langley prosigue.

—¿Averiguó usted algo más?

Marianne mira directamente a Hempstead.

—Me dijo que, después de leer los informes, se puso furiosa. Y me dijo que los había alterado.

Sevillas niega con la cabeza. Marianne está mintiendo descaradamente, pero él no tiene ningún testigo para refutar su declaración. Mira a Georgia, a quien le está resultando tan difícil como a Max permanecer callada. Ella le sonríe comprensivamente. Sabe que, cuando a uno lo pisotean, debe aguantarse y seguir.

Langley camina lentamente y se sitúa ante la jueza.

—¿Alteró las anotaciones de los médicos?

—Eso es lo que me dijo.

—¿Y le preguntó usted por qué lo había hecho?

—Sinceramente, señor Langley, me dio miedo seguir con aquella conversación. Parecía que estaba muy… bueno, perturbada, o algo así.

Langley le lanza una advertencia con la mirada.

—Gracias, señora Morrison.

Sevillas ve entonces que Langley comienza a sacar algo de un sobre grande de color marrón. Antes de darse cuenta está en pie con una protesta en los labios. Sin embargo, Langley extrae un objeto de metal del sobre y lo sujeta por encima de su cabeza, mostrándoselo a Marianne. Ella retrocede con espanto mientras Sevillas chilla:

—¡Protesto! ¡Señoría, protesto! Sea lo que sea, no se ha presentado oficialmente como prueba. El Estado no ha aportado el arma homicida, y no puede mostrar objetos en la sala sin haberlo anunciado con anterioridad…

—Señoría, no tenemos intención de hacer nada que contravenga la ley…

—Acérquense —ordena Hempstead. Cuando ambos están ante ella, susurra—: ¿Qué está tramando, señor Langley?

—Nada, señoría. No tengo intención de preguntarle a la señora Morrison si esto es o no es el arma homicida. Solo queremos demostrar que ha visto un peine como este en poder de la acusada en algún momento u otro.

Sevillas suelta una carcajada seca.

—Claro, señoría. Que se lo muestre a todo el mundo, sea lo que sea, sin haber seguido los canales legales para la presentación de una prueba. Ni siquiera se lo ha mostrado al forense para comprobar si se parece remotamente a la supuesta arma homicida. Y de todos modos, les causa un grave perjuicio a mis clientes.

Hempstead mira fijamente a Langley.

—¿Está diciendo que este objeto es el arma homicida que, según usted, se encontró en la escena del crimen?

—No, señoría.

—¿Han encontrado el objeto que se usó en el presunto asesinato?

Langley niega con la cabeza.

—Todavía no lo hemos localizado, señoría, pero este peine es exactamente igual que el que tenía en su poder la señora Parkman.

—¿Y cómo lo sabemos?

—Porque fuimos a la misma peluquería en la que se peinó la señora Parkman, y la peluquera nos dio este peine y nos dijo que era exactamente el mismo que le vendió a la acusada.

Sevillas da una palmada en el estrado.

—Señoría, ¿y qué si él dice que se supone que el peine se parece al que dice que encontraron en la escena del crimen? El hecho es que no han aportado el peine, y ahora están intentando perjudicar a mi cliente introduciendo este otro entre las pruebas de una manera irregular. Mantengo la protesta.

Hempstead mira el peine y carraspea.

—Señor Sevillas, en otra situación encontraría justificada su protesta. Si estuviéramos frente a un jurado, estaría de acuerdo en que la posibilidad de ese perjuicio es muy alta —dice, y se vuelve hacia Langley—. Sin embargo, todavía no estamos en el juicio, sino en la vista de presentación de las pruebas. Como he dicho varias veces, soy perfectamente capaz de distinguir el trigo de la paja. Le permitiré que siga con esta línea de interrogatorio, señor fiscal; sin embargo, cortaré por lo sano si intenta insinuar que el peine que tiene en la mano está relacionado con las heridas de Jonas Morrison, ¿entendido?

Langley asiente.

—Por supuesto, señoría.

Sevillas se da la vuelta sin molestarse a responder a la jueza. Se sienta y arroja el bolígrafo sobre su cuaderno de notas legales. Max está pálido, pero en esa ocasión, es el niño quien le toma la mano a él.

Langley vuelve hacia la testigo y le muestra de nuevo el peine.

—Señora Morrison, Tengo un objeto que me gustaría que identificara.

Marianne ve el peine y se lleva la mano a la garganta.

—Oh… ¿Es…?

Langley la interrumpe rápidamente.

—Debo pedirle que no haga comentarios que no tengan relación directa con mis preguntas en cuanto a este peine. ¿Podrá hacerlo?

Marianne se sonroja.

—Sí, bueno, lo intentaré…

—Señora Morrison, ¿qué ve ante sí?

—Un peine, señor Langley.

—¿Había visto algún peine como este alguna vez?

—Sí.

—¿Dónde?

—He visto uno exactamente igual en Maitland.

—¿Y de quién era?

—De Danielle.

—¿Y cómo lo sabe?

—Bueno, ella tenía uno así en el bolso, y la vi usarlo muchas veces —dice Marianne, y se gira hacia la jueza—. Se hizo una permanente después de ingresar a Max en Maitland, señoría. La vi utilizar ese peine todo el tiempo.

Langley camina lentamente hacia la mesa de la defensa. Allí se detiene, y se cruza de brazos.

—Señora Morrison, quiero darle las gracias por haber venido aquí hoy, y por hacer una declaración tan difícil y dolorosa para usted. Tengo una pregunta más: ¿Sabe que uno de los motivos por los que estamos hoy aquí es que la señora Parkman ha pedido que le permitan continuar en libertad bajo fianza?

Sevillas comienza a ponerse en pie, pero Hempstead se le adelanta.

—Señor Langley, teniendo en cuenta que la acusada ha quebrantado los términos de su libertad bajo fianza, creo que no hay que abundar en ello.

—Tengo otro motivo para formular esta pregunta, señoría. Es algo relacionado con un evento que presenció directamente la testigo, y que atañe a la parte de presentación de pruebas de esta vista.

La jueza lo mira con escepticismo.

—De acuerdo. Continúe, señor Langley.

Sevillas hace un gesto negativo con la cabeza, y se sienta. ¿Acaso no hay nada que vaya a negarle Hempstead al fiscal?

Langley toma aire y se gira hacia Marianne.

—¿Podría explicarle, señora Morrison, lo que me ha contado a mí a primera hora de la mañana?

—Sí, por supuesto. No me gusta sacar a relucir esto, señoría, pero aparte de lo que le ha sucedido a mi hijo, que es la tragedia de mi vida, la señora Parkman también ha dicho y ha hecho cosas por las que estoy segura de que es una persona peligrosa y violenta. Un día, justo antes del asesinato, Danielle y yo fuimos a cenar juntas. Ella bebió demasiado vodka, así que me ofrecí a llevarla en coche. Cuando llegamos al hotel, bajó del coche y se tropezó. Entonces se quedó desorientada y sin motivo, se enfureció y comenzó a acusarme de haber contado mentiras sobre Max. Incluso levantó el brazo para golpearme…

—¡Señoría! —protesta Sevillas. Camina hacia el estrado y habla en un tono frío, mesurado—. ¡Esta testigo está mintiendo!

—¡Señor Sevillas, cállese inmediatamente! —grita la jueza, y da un martillazo sobre la mesa—. ¡Ningún abogado va a testificar en un juicio mío! Espere a realizar su propio interrogatorio, o hasta que consiga traer aquí a su clienta. De lo contrario, lo acusaré de desacato en este mismo instante.

A Sevillas no le importa. Se gira hacia Marianne y le lanza dardos de hielo con la voz.

—Lo haré, señoría, pero es incuestionable que esta mujer está mintiendo para hundir a una mujer que no hizo nada más que demostrarle bondad y amistad…

Marianne le clava una mirada fulminante.

—Yo nunca miento —dice, y estalla en sollozos—. El hijo de esa mujer mató a mi niño, señoría. Lo mató en su cama del hospital. Ya es demasiado tarde para Jonas, pero ahora sé sin ninguna duda que Max es como su madre. Oh, Dios Santo, ¿es que nadie me va ayudar?

La jueza se enfurece y señala a Sevillas con el mazo.

—Está oficialmente acusado de desacato a este tribunal. Decidiré lo que hago con usted después de la vista.

Sevillas no dice nada. Vuelve a su asiento y mira a Marianne con ira.

—Y ahora, voy a hacerme cargo del interrogatorio —dice la jueza—. Señora Morrison, me gustaría que me dijera si Max Parkman la amenazó alguna vez físicamente.

Marianne mira a los periodistas, y después vuelve a mirar a la jueza.

—Un día, una semana antes del asesinato, yo estaba en el sofá, tejiendo un jersey para Jonas, y de repente, Max se sacó del bolsillo algo que brillaba como el metal.

El público jadea, y mira a Max. Tony lo agarra por la muñeca al ver que el niño aprieta los puños. La jueza asiente.

—¿Y entonces?

—Entonces lo blandió por encima de mi cabeza.

La jueza trata de disimular su espanto.

—¿Estaba usted sola con el señor Parkman cuando ocurrió esto?

—Por desgracia, sí. Cuando me recuperé del susto, Max había salido corriendo a otra parte de la unidad.

—Usted debió de dar parte de esto.

—Claro que sí, pero parece que los monitores de vídeo no funcionaban bien ese día, y yo no tenía pruebas para demostrárselo a los empleados. Era su palabra contra la mía.

—Pero la creerían a usted, antes que a un paciente.

Ella se encoge de hombros con tristeza.

—Registraron toda la unidad, incluyendo la habitación de Max y su ropa. No encontraron el objeto por ninguna parte.

—¿Se lo dijo a su madre?

—Sí, se lo dije, pero ella me respondió que debía de estar equivocada.

—¿Y solicitó al hospital que tomaran precauciones adicionales después de este incidente?

—Sí, señoría, pero no creo que me tomaran en serio.

—¿Y después de eso, qué ocurrió?

—Después, Max no volvió a mostrarse violento con Jonas. Hasta el día en que lo mató, quiero decir.

Antes de que Sevillas pueda protestar, Langley interviene.

—Es turno de la defensa.