Treinta y seis

Sevillas vuelve a la sala. Ha dejado a Georgia y a Max en una sala adjunta y les ha dicho que esperen allí hasta que él los llame. Georgia ha prometido que iba a tranquilizar a Max y que iba a darle un refresco. El pobre niño no puede aguantar aquello mucho más. Sevillas tampoco.

Al acercarse a la mesa de la defensa, percibe tensión junto al estrado. Hempstead está hablando con su ayudante y con el sheriff. El sheriff está de espaldas a Sevillas, pero es evidente que tiene algo en las manos, y que ese «algo» es el tema de la conversación. Langley tiene la cabeza inclinada sobre los documentos que le pasan sus ayudantes.

Hempstead alza la vista y ve a Sevillas. El sheriff se da la vuelta.

—Señor Sevillas —dice ella con tirantez—. Durante su ausencia he aprovechado para pedirle al sheriff Wollensky que averiguara el paradero de su clienta, ya que parece que usted ha olvidado mi orden de traerla a la sala hoy.

Sevillas se acerca al estrado.

—Señoría, lo he intentado, pero…

La jueza alza una mano.

—No se moleste, abogado. El sheriff Wollensky ha ido al apartamento de la señora Parkman con una orden mía, por supuesto, y, maravilla de las maravillas, ella no está allí. ¿Tiene alguna explicación sobre dónde podría estar?

Langley ha dejado de mirar sus documentos y tiene una sonrisa petulante. Sevillas pone cara de absoluta sinceridad.

—No tengo ni idea, señoría. Tal y como me indicó esta mañana, he intentado ponerme en contacto con la señora Parkman en repetidas ocasiones, pero no lo he conseguido. Mi clienta ha estado muy enferma esta semana, por lo que cabe la posibilidad de que haya ido al médico. Si su señoría lo desea, puedo salir al pasillo para intentar hablar con ella otra vez…

Hempstead niega con la cabeza.

—Señor Sevillas, le recomiendo que no juegue conmigo. Si sabe dónde está su clienta, será mejor que me lo diga ahora mismo.

Sevillas alza ambas manos.

—Sinceramente no lo sé, señoría.

Ella frunce el ceño.

—Me parece muy raro que una mujer que está tan enferma se levante de la cama. Por lo menos, me parecía muy raro hasta que ha vuelto el sheriff Wollensky, durante el descanso, y me ha enseñado esto —dice, y señala lo que tiene el sheriff en las manos. Es algo que parece una media larga, de goma.

Sevillas intenta mantener una expresión impasible mientras se pregunta cuál es el truco que ha utilizado Danielle.

—Lo siento, señora, pero ¿qué es eso?

—¿No lo sabe?

—No.

—Acérquese. Usted también, señor Langley.

Sevillas y Langley se acercan al estrado mientras el sheriff le entrega la cosa a Hempstead.

—El sheriff Wollensky encontró esto debajo de la cama de su cliente, junto a una caja con un letrero de Prosthetics, Inc. —explica la jueza. Sevillas la mira con desconcierto, y ella prosigue—: Nosotros también tardamos un rato en entender esto, abogado, pero parece que es una cubierta sintética para prótesis, que su clienta se puso en la pierna para engañar al oficial que debía cambiarle el dispositivo de control del tobillo.

—Dios Santo —murmura él—. Señoría, espero que sepa que yo no he tenido nada que ver en lo que haya hecho la señora Parkman…

—Déjeme terminar. Su clienta se sacó el dispositivo del tobillo y lo colgó en la puerta de su dormitorio. El sheriff ha comprobado que en el apartamento faltan su maleta y la mayoría de su ropa. Y ahora, ¿tiene algo que decir?

Sevillas suspira.

—No tengo explicación, señoría. Yo creía que estaba enferma, en la cama.

—Esa es su historia, y supongo que está ciñéndose a ella —replica ella con una mirada severa—. Bien, he firmado una orden de búsqueda y captura para su clienta. Si ha salido de la jurisdicción, esta vista no tiene sentido en cuanto a la libertad bajo fianza. La señora Parkman tendrá el placer de alojarse en nuestra cárcel del condado hasta la fecha del juicio. Y será mejor que yo no me entere de que usted sabía algo de todo esto, abogado —añade, señalándolo con el dedo—, porque entonces irá con ella.

Sevillas asiente.

Hempstead se inclina hacia delante.

—En cuanto sepa algo de su clienta, avise a este tribunal.

—Sí, señoría.

—Siéntense.

Sevillas, que ahora está sudando, se sienta. No se le había pasado por la cabeza preguntarle a Doaks cómo se había librado Danielle del dispositivo. Bueno, Hempstead no va a necesitar mandarla a la cárcel. Él mismo la va a estrangular en cuanto entre por la puerta de la sala.

Ve a Georgia y a Max sentarse en su sitio. Max tiene mejor aspecto. Sevillas se inclina hacia Georgia y le susurra:

—Haces milagros con este niño.

Ella sonríe.

—Eso es porque es tan mío como de Danielle.

Durante la siguiente media hora, asisten al interrogatorio que Langley le hace a Smythe, el forense. Sevillas sigue la declaración, pero por dentro está que trina. Tal vez debiera presentar una solicitud para retirarse. Danielle no solo ha echado por tierra su caso, sino que le ha dejado en muy mal lugar con una de las mejores juezas de Iowa. Aquello podría destruir su reputación. Además, desde el principio se ha preguntado si lo que siente por Danielle le ha impedido ser efectivo como abogado. Mira a Max, que está abatido por la desesperanza y el miedo, pero que sigue sentado a su lado, silencioso, mirándolo de vez en cuando para que él le dé confianza. Sevillas se inclina hacia el chico y le aprieta el hombro.

—Aguanta, campeón.

Max sonríe con agradecimiento.

—Eso intento —susurra.

De repente, Langley hace una pregunta que pone a Sevillas en piloto automático.

—¿Podría describir el instrumento que se usó contra el cuerpo de Jonas Morrison el día de su muerte?

—¡Protesto! —dice Sevillas—. Señoría, he de repetir que el Estado no ha podido presentar ningún instrumento como arma homicida. Cualquier descripción que dé el testigo sería una mera especulación.

La jueza lanza una mirada oscura desde el estrado.

—Señor Langley, no estoy de humor para decir lo mismo una y otra vez. ¿Ha recuperado el peine la fiscalía?

Langley se pone muy rojo.

—Señoría, vamos a llamar a declarar al oficial Dougherty muy pronto. Él fue el primer policía que llegó a la escena del crimen, y puede describir con exactitud el arma homicida. Doctor Smythe, de cualquier modo, ¿podría describir el arma basándose en las heridas que observó durante la autopsia…?

La jueza levanta la mano. Su expresión es tormentosa.

—Es evidente que no ha oído mi pregunta, señor Langley. ¿Tiene o no tiene el arma homicida para que yo pueda verla?

—No-no en este momento, señoría… Pe-pero…

La jueza niega con la cabeza.

—Increíble. No, señor Langley. No voy a permitir que haga preguntas sobre un arma homicida que no puede presentar a este tribunal. Doctor Smythe, no puede hacer referencias a un objeto que no ha sido aportado como prueba, y que seguramente no va a serlo —le advierte al testigo. Después mira con severidad a ambos abogados—. No es su mejor día, caballeros.

—Pero, señoría… —dice Langley.

—El testigo puede declarar cuál es su opinión sobre el tipo de instrumento que pudo causar las heridas, pero eso es todo. Si quiere usted ir más allá, encuentre la prueba o ponga a un testigo adecuado para hablar de lo que vio. No puede hacerlo con este testigo, ¿entendido?

—Sí, señoría —dice Langley, y suspira.

La jueza se dirige a su ayudante.

—Libere al jurado del caso de esta tarde. Está claro que no vamos a ir a ninguna otra parte hoy —dice, y se vuelve hacia Langley—. Prosiga.

—Doctor Smythe, ¿podría, por favor, describir las heridas que observó en el cadáver de Jonas Morrison cuando le fue presentado para la autopsia?

Smythe asiente, se coloca las gafas y mira brevemente el informe que tiene en su regazo.

—La tarde del día veinte de junio realicé la autopsia de Jonas James Morrison, un varón de diecisiete años. Las primeras heridas que examiné fueron numerosas punciones en los brazos, antebrazos y muslos, y en la zona de las ingles del difunto. Había hemorragia en la nariz y la boca, y hemorragia petequial en los ojos. La arteria femoral y la vena femoral estaban perforadas.

Langley se acerca al testigo.

—Doctor, ¿pudo contar el número de heridas que presentaba el cuerpo del niño?

Smythe alza la vista.

—Conté aproximadamente trescientas cincuenta punciones.

Se oyen jadeos y exclamaciones de horror por la sala. Sevillas se vuelve para evaluar la reacción. Marianne, que lleva un traje oscuro, solloza. Los periodistas que están a su lado intentan consolarla. Cuando Sevillas se da la vuelta de nuevo, Hempstead le lanza una mirada dura.

Langley hace una pausa para mirar comprensivamente a Marianne, y después deja que la respuesta de Smythe haga su efecto.

—¿Qué tamaño tenía cada punción, doctor?

—Estaban agrupadas de cinco en cinco, y tenían una anchura de unos tres milímetros las más estrechas, a seis milímetros las más anchas.

—¿Qué quiere decir con que estaban agrupadas de cinco en cinco?

—Quiero decir que el objeto que se usara para producir las punciones tenía cinco púas de anchuras comprendidas entre los tres y los seis milímetros.

—Entonces, cada vez que el instrumento se clavaba en la piel, ¿dejaba cinco punciones?

—Exacto.

—Doctor, ¿podría decirnos algo más sobre el objeto que causó esas heridas?

—Puedo decir que tenía como mínimo diez centímetros de anchura, y que seguramente era de metal, teniendo en cuenta los cortes limpios que hizo —explica Smythe—. Además, por la profundidad de las punciones, seguramente tendría unos doce centímetros.

—Protesto, señoría —dice Sevillas, irguiéndose—. Eso es una especulación, no un hecho objetivo.

—Sí, pero voy a permitirlo —dice ella—. Yo no soy el jurado, señor Sevillas, y me parece una conclusión razonable que el forense ha sacado de sus observaciones. Continúe, señor Langley.

—Doctor, ¿cuál fue la causa de la muerte de Jonas Morrison?

—La mayoría de las punciones eran heridas superficiales que no podían, por sí solas, causar la muerte. Por desgracia, las lesiones de la arteria y la vena femoral sí. Estaban perforadas, y eso provocó una pérdida de sangre tremenda. Solo haber cortado la arteria le habría producido la muerte, pero la combinación de ambas lesiones fue la causa absoluta de la muerte.

Se oye un gemido ahogado en la sala. Marianne se tapa la cara con las manos.

Langley hace una pausa, la mira compasivamente y continúa.

—¿Esas heridas podrían esperarse comúnmente si el difunto se hubiera suicidado?

—No.

—¿Y cuánto habría tardado Jonas en morir de esas heridas?

—Entre cinco y diez minutos, teniendo en cuenta la gravedad de las lesiones.

Langley vuelve a su mesa y toma un taco de fotografías en color. Son imágenes del cuerpo ensangrentado de Jonas, y de las salpicaduras de sangre que cubren el suelo, las paredes y el techo. Langley selecciona unas cuantas y se las entrega a Smythe.

—¿Son estas las fotografías que tomó usted de la víctima en la escena del crimen?

—Sí.

—Nos gustaría que fueran etiquetadas como Prueba número uno —dice Langley, y se las entrega al ayudante, que a su vez se las entrega a la jueza. Ella las estudia con un gesto serio. Langley sonríe a Sevillas, mientras se acerca a su mesa y le entrega copias de las fotografías—. El Estado ha terminado con el testigo.

Sevillas se sorprende; pensaba que Langley iba a hacer su habitual ronda de preguntas para que el forense diera todo tipo de detalles sobre la autopsia. Sin embargo, Langley no debe de tener tiempo para eso. La jueza le ha dicho que tiene que terminar hoy, y Langley necesita todos los minutos disponibles para aportar el testimonio de más y más testigos.

—¿Señoría? —Sevillas se pone en pie—. ¿Podríamos tener un descanso de quince minutos?

La jueza lo mira por encima de las gafas.

—Preferiría continuar, abogado. Hemos tenido varios descansos esta mañana.

—Entonces, si me concede un minuto, empezaré.

—Por supuesto, señor Sevillas.

Él repasa las notas que ha tomado durante la preparación de la vista y decide un curso de acción. Tal vez pueda alargar aquello lo suficiente como para que la vista se prolongue hasta el día siguiente. Se acerca al testigo con una sonrisa amistosa.

—Doctor Smythe.

El médico le devuelve la sonrisa.

—Buenos días, señor Sevillas. Me alegro de verlo otra vez.

—Y yo a usted. Vamos a hablar de las heridas un momento —le dice—. Hay varias cosas que quisiera que me aclarara.

—Por supuesto.

—¿Pudo observar el ángulo de las heridas del cuerpo de Jonas Morrison?

—Sí, pude hacerlo.

—Y bien, doctor, ¿es posible que Jonas pudiera causarse esas heridas a sí mismo? —pregunta el fiscal, pero después alza una mano—. Antes de que responda, quiero que entiendan algo sobre la historia psiquiátrica de este niño. Jonas Morrison tuvo una vida llena de problemas psiquiátricos y de conducta. Tenía retraso mental, autismo y problemas graves para comunicarse. Además, desde su infancia había desarrollado la tendencia a infligirse daños físicos, lo cual era un componente de sus trastornos psiquiátricos. Se causaba estos daños utilizando varios objetos, incluyendo las uñas y los dientes, y eso le provocaba heridas, hemorragias y cicatrices.

El público comienza a murmurar. La jueza lanza una mirada de advertencia, y de nuevo se hace el silencio.

—Teniendo en cuenta la historia del difunto, doctor —dice Sevillas—, ¿es posible que esas heridas que observó en su cuerpo hubieran sido infligidas por sí mismo?

Sevillas saca las fotografías del crimen de una carpeta que hay sobre la mesa de la defensa, pero olvida que Max está sentado a su lado. Se acerca al testigo y se las entrega, pero no lo suficientemente rápido como para que Max no se dé cuenta. La expresión de angustia del niño es más de lo que él puede soportar.

Smythe observa las fotografías.

—Me informaron de la tendencia de la víctima a causarse heridas, y admito que lo tuve en cuenta al analizar las punciones. Mi respuesta es que sí, es posible que estas heridas se las infligiera el propio niño. Aunque también es improbable.

—Gracias, doctor —dice Sevillas rápidamente—. Ahora, pasemos a algo diferente. Veo aquí que admite que nunca ha visto el arma homicida a la que se ha referido el fiscal. ¿Es correcto?

—Sí.

—Y, si la policía hubiera conseguido retener ese objeto, el laboratorio habría podido detectar e identificar las huellas dactilares que había en él. Habrían confirmado si esas huellas pertenecían al difunto, y le habrían ayudado a usted a determinar si él mismo se causó la muerte. ¿Es correcto?

—Por supuesto, es posible obtener las huellas dactilares de un objeto metálico en las circunstancias adecuadas.

—Pero, como la policía no pudo entregarle el objeto en cuestión, tampoco pudo determinar si había en él huellas que pertenecieran a mi cliente.

Smythe sonríe.

—Por supuesto que no, señor Sevillas.

—¿Y no encontró huellas latentes en el cuerpo, tampoco?

—No. Eso sería muy raro incluso en las mejores circunstancias, y nosotros no estamos equipados para hacer ese tipo de análisis.

—Bien —dice Sevillas—. Deje que mire mis anotaciones. Aquí dice que usted estableció que la causa de la muerte fue el corte de la arteria y la vena femoral, ¿correcto?

—Sí.

—¿Puede decirnos por qué se produce la muerte más rápido si la arteria y la vena son perforadas a la vez?

—Por supuesto. Una perforación en la arteria femoral provoca un chorro masivo de sangre, lo cual causa la muerte de la víctima en unos diez o quince minutos. Si también se perfora la vena femoral, el aire que entra en la vena desde el exterior provoca una embolia, que provoca la muerte en simples minutos.

—Entiendo. ¿Y qué ocurre cuando se produce una embolia?

—La víctima entra en estado de shock, y queda inconsciente. Aunque en una autopsia no es posible señalar el momento exacto en que una persona pierde el conocimiento, es cierto que la muerte se produciría en pocos minutos.

Sevillas se acerca al estrado de la jueza.

—¿Y qué le ocurre físicamente al cuerpo cuando una persona está inconsciente y se produce su muerte?

—Fallan los pulmones y el corazón, que aunque late aceleradamente, no tiene sangre que bombear porque la sangre está derramándose por las heridas. Esto provoca falta de oxígeno, parada cardíaca y muerte.

La sala queda en silencio.

—Doctor, usted también mencionó que la víctima tenía hemorragia petequial. ¿Qué significa eso?

El forense se encoge de hombros.

—Significa que la autopsia reveló que el difunto tenía vasos sanguíneos rotos en los ojos, y en realidad, también en la cara.

—¿Es eso común?

—Sí. Es prueba de que alguien ha sufrido una parada cardíaca antes de la muerte.

—Entonces, su opinión es que Jonas Morrison también sufrió una parada cardíaca antes de morir.

—Sí.

—Doctor, ¿esperaría usted hallar hemorragia petequial en cualquier otra situación, por ejemplo, en un caso de asfixia?

—Sí, por supuesto.

—Entonces, permítame que le haga esta pregunta: Si la hemorragia petequial es típica de una estrangulación y también, según usted, una señal de que la víctima sufrió un ataque cardíaco, ¿cómo podemos saber cuál fue la causa de la muerte de Jonas?

Smythe arquea una ceja.

—Una pregunta interesante.

—De hecho, doctor, ¿no está de acuerdo conmigo en que, teniendo en cuenta el ángulo de las heridas y otras observaciones que usted ha hecho, incluyendo la hemorragia petequial, no se puede decir con total seguridad si la muerte de la víctima fue provocada por las heridas que se infligiera a sí mismo, o si fue asesinado por alguien que pudo cortarle las venas y asfixiarlo simultáneamente?

Smythe toma aire. Después responde.

—Sí. Es posible que el asesino causara la muerte a la víctima perforándole las venas y asfixiándolo al mismo tiempo.

Sevillas suspira.

—Gracias, doctor. Tengo algunas preguntas más sobre otro asunto, y con eso terminaremos —dice. Vuelve a la mesa de la defensa y toma unos papeles, que le entrega después a Smythe—. Por favor, écheles un vistazo, ¿quiere?

Mientras Smythe estudia los documentos, Sevillas le lleva una copia a Langley.

Se vuelve hacia el testigo y le pregunta:

—Bien, doctor Smythe, ¿reconoce lo que tiene en las manos?

—Sí, aunque nunca había visto este documento.

—¿Qué es?

—Parece el resultado de unos análisis toxicológicos que se le han realizado a Max Parkman.

—¡Protesto, señoría! —estalla Langley, poniéndose en pie—. Esto no tiene ninguna relevancia en el caso, y no debería interrogarse sobre este asunto a este testigo.

Hempstead hace un gesto imperioso para solicitarle una copia del documento a Sevillas. Mientras lo lee, su expresión se torna escéptica.

—Está bien, señor Sevillas. Tengo mucha curiosidad por saber qué pretende con esto.

—Señoría, otros testigos han sugerido que Max Parkman tenía un comportamiento violento con la víctima, y que era cada vez más inestable. El doctor Smythe tiene la cualificación necesaria para leer ese informe toxicológico, entender lo que había en la sangre de Max Parkman y compararlo con el informe de la autopsia de Jonas Morrison. Creo que eso nos dará una visión completamente nueva de este caso.

—Siga hablando, señor Sevillas —le dice la jueza—. Todavía no se ha explicado.

—La defensa sostiene que hay otro sospechoso en este caso: Maitland.

Langley se pone en pie de nuevo.

—¡Señoría, esto es absurdo!

Ella le hace un gesto para que se calle, y mira a Sevillas.

—Continúe.

—Hemos citado al doctor Fastow, de Maitland. Es el farmacólogo que les administró a Max y a Jonas la misma medicación. Y vamos a traer a declarar a testigos que demostrarán que esa medicación era experimental y tenía graves efectos secundarios, lo cual podría explicar en gran parte el comportamiento de Max Parkman. Además, creemos que el doctor Fastow tenía motivos para acabar con la vida de Jonas Morrison, por miedo a que sus acciones fueran descubiertas. Eso también explicaría por qué se encontró a Max en la habitación de Jonas. Fastow estaba intentando inculpar a Max, o algo peor. Es factible que también tuviera la intención de matar a Max, pero que se asustara al oír a la señora Parkman acercarse por el pasillo.

La jueza toma nota, y después mira fijamente a Sevillas.

—Puede que todo eso sea cierto, señor Sevillas, pero usted sabe que esta no es la especialidad del forense. Si quiere introducir este informe como prueba, será mejor que traiga al doctor Fastow, y rápido. El señor Langley me ha informado de que solo tiene otro testigo más para interrogar hoy, y con esto habremos terminado.

Sevillas niega con la cabeza.

—No puedo hacerlo, señoría.

—¿Y por qué no?

—Porque esta mañana lo cité para que acudiera a la vista, y acabo de recibir aviso de que no va a venir al juzgado.

—¿Y por qué, señor Sevillas?

—Parece que el doctor Fastow se ha fugado del país. Creemos que esta fuga confirma nuestras sospechas de que pudo ser el asesino de Jonas Morrison. De hecho, estamos en proceso de presentar una acusación contra él. Puede que no sirva de nada, ahora que se ha escapado, pero si lo encuentran, lo traeremos ante la justicia.

Hempstead mira al alguacil.

—Envíe a alguien a ese hospital para que busque al doctor Fastow. Hasta entonces, la vista queda suspendida. Doctor Smythe, no se vaya. No tardaremos.