Sevillas mira la lista de testigos que ha elaborado. Los ha colocado en el orden en que cree que los citará Langley. Esa misma mañana ha pensado que Langley llamaría primero al forense, después a Kreng y después a Marianne Morrison. Cuando el alguacil pronuncia el primero de los nombres, se alegra de no haber apostado nada.
Mira a Max. El pobre niño casi no puede soportarlo más. Se da la vuelta para mirar a Georgia sobre la cabeza agachada de Max. Se da cuenta de que ella también es escéptica en cuanto a que Danielle vaya a llegar a tiempo para salvarlos.
Reyes-Moreno lleva unos quince minutos en el estrado. Langley está recitando el currículum de la psiquiatra, que impresionaría hasta a Freud. Presidenta de la Junta de Directores de la Asociación Americana de Psiquiatría; primera de su promoción en la Escuela de Medicina de Harvard; conferenciante internacional sobre trastornos psiquiátricos y neurológicos en la adolescencia. Sevillas se habría alegrado por contar con aquel retraso, pero no quiere que la jueza oiga con tanta claridad lo experta que es Reyes-Moreno.
—¿Señoría? —dice, poniéndose en pie—. Si me lo permite el tribunal, la defensa acepta que las credenciales de la testigo son correctas. Como no estamos en el juicio, y no hay jurado presente, ¿podríamos comenzar con el interrogatorio pertinente?
Hempstead sonríe.
—Ha lugar la protesta. El tribunal aceptará un currículum por escrito de la testigo, señor Langley. Comencemos.
Langley parece molesto, pero asiente y se dirige a la psiquiatra.
—Doctora Reyes-Moreno, ¿conoce al acusado, Max Parkman?
—Sí —dice la doctora con su voz clara y melódica. Lleva un traje gris claro que contrasta con su pelo blanco, y su actitud es pensativa y profesional.
—¿Con cuánta frecuencia interactuó usted con Max Parkman después de que fuera ingresado en la clínica?
—Veía a Max diariamente —dice Reyes-Moreno, y mira a la jueza con calma, con sus ojos color verde esmeralda—. Para llevar a cabo el concepto que tiene Maitland de un tratamiento psiquiátrico, se crea un equipo para cada paciente. Elegimos a un grupo de psiquiatras, neurólogos y psicólogos que trabajan en el diagnóstico de cada caso, y diseñan una solución a largo plazo para el niño. Cada equipo es diferente, como cada paciente.
La jueza asiente. Es obvio que está impresionada.
—¿Estaba usted en el equipo de Max? —inquiere Langley.
—Sí, era la psiquiatra responsable de Max, y supervisaba su equipo y su tratamiento. Yo gestionaba todas las cuestiones de personal relacionadas con Max y dirigía las consultas psiquiátricas con él.
—Supongo que, finalmente, fue usted capaz de dar con un diagnóstico de los problemas psiquiátricos de Max.
Ella se quita las gafas y se frota los ojos.
—No fui yo sola la que elaboró el diagnóstico. La conclusión fue conjunta, de todo el equipo de Max.
—¿Y cuál fue ese diagnóstico, doctora?
Sevillas se pone en pie de un salto.
—Protesto, señoría.
—¿Por qué, señor Sevillas?
—El diagnóstico del acusado es confidencial. Está protegido por el secreto médico.
Langley se acerca al estrado.
—Señoría, el Estado piensa que el diagnóstico de Max Parkman, y su comportamiento violento y errático, están relacionados con la muerte de Jonas Morrison. La testigo declarará en ese sentido. Es importante que pueda explicar el diagnóstico y sus observaciones sobre el estado mental del acusado antes de que se produjera el asesinato.
—Señoría —dice Sevillas—, si permite que esta testigo declare en una vista pública sobre el diagnóstico de Max Parkman, estará sometiendo al niño a un grave perjuicio, y más teniendo en cuenta que hay periodistas en la sala. El diagnóstico se hizo en una clínica privada que mantiene la confidencialidad de la información de los pacientes a menos que ese paciente, o sus tutores legales, permitan que se revele a terceros. Y puedo asegurarle, señoría, que ni el paciente ni su madre han dado su permiso en este caso.
—Bien, señor Sevillas, si hubiera un jurado presente, estaría de acuerdo con usted —dice Hempstead—. Sin embargo, creo que debería escuchar esta declaración, y creo que usted tiene que admitir que es relevante en el caso.
Sevillas va a empezar a poner más objeciones, pero Hempstead alza una mano.
—Para evitar cualquier perjuicio a Max Parkman y para impedir una influencia indebida en los posibles miembros del jurado, ordeno que el público abandone la sala.
El alguacil se levanta.
—Por favor, salgan ordenadamente de la sala del tribunal.
Después de unos momentos de quejas y de pasos arrastrados, los observadores decepcionados y los periodistas salen. Sevillas mira a Georgia para darle a entender que a Max no le conviene oír lo que Reyes-Moreno tenga que decir sobre sus problemas mentales o emocionales. Ella asiente y le toca el hombro a Max. El niño mira con miedo a Sevillas, y después sigue a Georgia y al alguacil al pasillo.
Langley sonríe a Reyes-Moreno.
—Y ahora, doctora, por favor, dígale a su señoría cuál era el propósito de la reunión celebrada el veinte de junio, y lo que observó en esa fecha con respecto al acusado.
Reyes-Moreno mira a la jueza.
—Yo misma organicé la reunión. Todo el equipo tenía… preocupaciones, y determiné que sería productivo para el paciente que la señora Parkman se reuniera con nosotros.
—¿Y a qué preocupaciones se refiere?
—Max había comenzado a mostrar tendencias violentas y experimentaba alucinaciones paranoides. El propósito de la reunión era explicarle nuestro diagnóstico colectivo a la señora Parkman, y darle la oportunidad de que planteara sus preguntas al equipo.
Langley sonríe.
—¿Y cuál fue ese diagnóstico, doctora Reyes-Moreno?
—Desorden esquizoafectivo y psicosis no determinada.
—¿Qué significa psicosis no determinada?
—Significa que el paciente ha perdido el contacto con la realidad al menos en una ocasión. Es una categoría general, teniendo en cuenta su edad y las observaciones que hemos hecho durante el corto espacio de tiempo que ha estado con nosotros Max.
—Señor Langley —dice la jueza—, si no va a haber más menciones concretas al diagnóstico, me gustaría abrir la sala al público de nuevo.
—Por supuesto, señoría —responde Langley. Cuando todo el mundo ha vuelto a ocupar su sitio, el fiscal vuelve a dirigirse a la testigo—. ¿Estas reuniones con los padres tienen lugar siempre que se revela un diagnóstico?
—No —dice la doctora—. En este caso concreto, la señora Parkman reaccionó muy negativamente. Pese a mis tentativas, se negó a hablar más del diagnóstico. Yo sabía que el estado de negación en el que se encontraba la señora Parkman iba a ser perjudicial para que Max aceptara su enfermedad. Por supuesto, es muy importante que los padres de un niño así apoyen al equipo médico. Si un padre se niega a aceptar los hechos, no pueden ayudar al niño a enfrentarse a la realidad de la situación.
—Por favor, explíquenos lo que ocurrió durante la reunión.
—Comencé diciéndole a la señora Parkman que entendía su nivel de preocupación, porque el diagnóstico de Max era muy grave. Le aseguré que no habíamos llegado a nuestras conclusiones a la ligera, y que nuestras pruebas indicaban con claridad que el diagnóstico era correcto. En ese momento, la señora Parkman se disgustó mucho y me dijo que no aceptaba nuestro diagnóstico pese a los resultados de las pruebas.
—¿Y qué ocurrió después?
—Informé a la señora Parkman de que su negativa a aceptar el diagnóstico era muy perjudicial para el bienestar de Max, y que tenía que asimilarlo, por el bien del niño. Ella siguió mostrando su desacuerdo de manera vehemente.
—¿Se habló de conseguir una segunda opinión?
—Por supuesto. Le dije que podía pedirle a cualquier profesional de su elección que revisara nuestros resultados. Sin embargo, la insté a que lo hiciera rápidamente, teniendo en cuenta la gravedad de la situación.
—¿Y entonces?
—Informé a la señora Parkman de que Max pensaba que Jonas estaba urdiendo un plan para hacerle daño, o matarlo…
Sevillas se pone en pie.
—Señoría, esto se acerca peligrosamente a hablar del diagnóstico de Max Parkman en público…
—Señor Langley, le he advertido que no cruce esa línea. Prosiga con cautela.
El fiscal asiente.
—¿Cómo reaccionó la señora Parkman cuando usted le habló de los miedos de Max?
Reyes-Moreno respira profundamente.
—Se enfureció. Nos acusó de haber inventado los síntomas y de falsificar las anotaciones de la historia clínica de Max, en concreto, las que recogían la conducta violenta de Max.
—¿Y qué ocurrió entonces?
La doctora mueve la cabeza.
—La señora Parkman se levantó de un salto de la mesa de reuniones, y pareció que iba a agredirme. Uno de los celadores tuvo que sujetarla.
—¿Y es esa una respuesta corriente?
Reyes-Moreno lo niega con tristeza.
—Me temo que no.
—Continúe, doctora.
La psiquiatra carraspea.
—En ese momento, me pareció primordial calmar a la señora Parkman. Intenté convencerla de que no teníamos ningún plan secreto y de que nuestro diagnóstico se basaba en hechos y observaciones clínicos, y que habíamos llegado a la conclusión de que Max tenía una clara psicosis.
Sevillas interviene inmediatamente.
—¡Señoría! ¡Esto es un incumplimiento de la orden del tribunal! ¿Por qué nos hemos molestado en despejar la sala? ¡El fiscal está intentando de una manera flagrante introducir los detalles del diagnóstico del niño en público, disfrazándolo de pregunta a la testigo!
—Ha lugar.
Sevillas está congestionado.
—Señoría, la defensa solicita que el fiscal del distrito sea citado por desacato, por desobedecer esta orden del tribunal.
La jueza asiente.
—Se lo merece, señor Langley. Tomaré en consideración la solicitud del abogado de la defensa y lo decidiré al final de la jornada.
Langley se inclina ligeramente ante la jueza.
—Pido disculpas, señoría. Le aseguro que ha sido un error involuntario.
Sevillas maldice entre dientes. El daño está hecho. Langley se ha arriesgado gustosamente a una condena por desacato porque ha conseguido exactamente lo que quería. Aquella misma tarde todos los periodistas que están en la sala habrán publicado un artículo sobre la peligrosa psicosis de Max, y su convencimiento de que Jonas quería matarlo. Será imposible encontrar miembros para el jurado de su juicio oral que no tengan prejuicios sobre la inocencia de Max.
Langley se vuelve de nuevo hacia la testigo.
—¿Cuál fue la reacción de la señora Parkman hacia el diagnóstico de su hijo?
—Se agitó mucho. Nos acusó a todos de inventar las anotaciones de la historia clínica para poder basar nuestro diagnóstico. Después comenzó a maldecir y a exigir que le diéramos el alta a su hijo.
—¿Y cuál fue su respuesta?
—Le dije a la señora Parkman que interrumpir el tratamiento de Max sería muy peligroso para él.
—¿Y qué respondió la señora Parkman?
—Que yo recuerde, y por favor, entienda que tomé las notas en las que estoy basando mi declaración después de la reunión, creo que dijo: «Ni lo sueñe. Cuando ustedes terminaran conmigo, estaría echando espuma por la boca y ladrándole a la luna».
—¿Y después?
—Después se puso en pie y me dijo que le enviara la historia de Max a su hotel inmediatamente. Dijo que iba a sacar a Max del hospital, pese a que yo insistí en que eso sería perjudicial para él.
La jueza mira a Reyes-Moreno.
—Doctora, ¿creyó usted en ese momento que la señora Parkman tenía intención de salir de esta jurisdicción con su hijo?
—Sí, señoría, no tengo duda alguna. Si hubiera tenido la oportunidad, la señora Parkman habría vuelto a Nueva York con Max.
—¿Y cree que Max Parkman hubiera sufrido un deterioro de su salud mental?
—Eso me temo. Y también es mi opinión profesional es que la violencia que ha mostrado aumentará en el futuro.
Sevillas intenta no dejar entrever sus emociones. Después de aquella declaración, Danielle no tiene ninguna oportunidad de conservar la libertad bajo fianza. Langley le sonríe.
—Es turno de la defensa.
Sevillas se aleja del fiscal todo lo posible, aunque permanece a una distancia a la que puede oír al alguacil, que está junto a Max, hasta que la sesión se reanude.
—¿Dónde está mamá? —pregunta Max ansiosamente—. Debería haber llegado ya.
—Me ha enviado un mensaje —miente Georgia—. Viene para acá. Su avión se ha retrasado un poco.
—¿Y dónde está mi iPhone? Puedo saber exactamente dónde está.
Max frunce el ceño y mira a Sevillas, que vuelve a utilizar la marcación rápida de su teléfono. Es el tercer intento. Lo deja sonar, y después de ocho tonos, oye la voz grave de Doaks.
—¿Sí?
—¿Dónde demonios estás?
—Vamos, Tony, cálmate. Ahora estoy ocupado.
—¿Ocupado? ¿En qué, por el amor de Dios?
—Mira, ya te he dicho que Danielle ha encontrado algo bueno sobre esa loca de Marianne. Tiene unos diarios en los que escribió todo tipo de maltratos y…
—¡Maldita sea, Doaks! ¿Es que no entiendes que me resulta imposible operar así? No puedo hacer una defensa apropiada cuando el único testigo que tiene Max es su madre y ella ha desaparecido. Langley está haciendo su agosto. Acaba de interrogar a Reyes-Moreno, y ahora tengo que hacerlo yo, sin tener una sola de las supuestas pruebas que nos iba a traer Danielle. Aunque los dos estéis convencidos de que Marianne es la asesina, yo no puedo ni siquiera sacar a relucir su comportamiento con Jonas porque no hay bases objetivas para ello. ¿Me oyes?
—Escucha, gilipollas —dice Doaks—, tú fuiste el que permitió que la jueza nos pusiera esta vista una semana después de que el niño muriera. Me he estado dejando la piel en esto veinticuatro horas al día. Te voy a salvar el trasero, pero tienes que darme más tiempo.
Sevillas oye la voz de Langley al otro lado del pasillo, y baja la suya hasta que se convierte en un silbido de furia.
—Escúchame tú, viejo chocho, te vas al otro extremo del país con Danielle tan solo por un presentimiento estúpido, y yo tengo que cambiar todo mi planteamiento para esta defensa. Estoy aquí sentado con nada, ni siquiera tengo a la acusada, gracias a ti.
—Ya está bien, Tony. Tienes que confiar en ella. Está convencida de que ha conseguido pruebas más que suficientes para salvar a Max, y no es tonta.
—Espero que tengas razón, Doaks —dice Tony. La furia se desvanece y solo queda el miedo—. Pero tráela lo más rápidamente posible.
—Tony, mira, tengo que colgar. Barnes acaba de llegar.
—¿Y qué tiene que ver Barnes con todo esto?
—Es mejor que no lo sepas, y yo no te lo voy a contar.
Sevillas oye el grito del alguacil.
—¿Y cómo demonios voy a sacar esto adelante antes de que Hempstead me condene por desacato?
—¿Por qué iba a hacer eso?
Sevillas suspira.
—Por mentir al tribunal. Le prometí que Danielle estaba de camino hacia aquí.
Doaks se echa a reír.
—Bueno, eso es cierto. Tú mantén a esa loca de Morrison en el estrado todo lo que puedas, y nosotros te cubriremos de pruebas.
—Y los cerdos volarán —dice Sevillas, y cuelga el teléfono.