Treinta y dos

La enfermera Kreng ha subido al estrado de los testigos. Parece una estatua de madera petrificada con su traje de enfermera blanco y el pelo tirante, sujeto con cientos de horquillas hacia atrás. Langley la ha interrogado acerca de todos los incidentes que Doaks ya conocía por la entrevista que mantuvo con ella, y que le ha contado a Sevillas. La enfermera ha relatado que Max se volvió incontrolablemente violento poco después de ser admitido en Maitland; que comenzó a mostrar síntomas de psicopatía y que tuvo que ser inmovilizado con correas por las noches; que amenazó la vida de Jonas Morrison en numerosas ocasiones. La lista es interminable. Durante todo el tiempo, Langley ha estado mirando de reojo a Sevillas y sonriéndole con astucia, como si quisiera hacerle saber que se está preparando para lo mejor. Entonces, Kreng hace una vívida descripción de la escena del crimen. Por primera vez, la jueza Hempstead palidece y mira con dureza hacia la mesa de la defensa.

Sevillas se gira hacia Max. El niño ha estado inmóvil durante la intervención de Kreng, intentando que Sevillas y Georgia no lo vieran llorar, enjugándose las lágrimas con disimulo. Georgia le ha susurrado palabras de ánimo desde su sitio. Gracias a Dios, porque parece que el pobre se va a derrumbar allí mismo.

Sevillas mira el reloj. El interrogatorio de Kreng ha durado una hora. Langley está terminando. Sevillas mira la nota que acaba de pasarle Doaks. En ella figuran unas instrucciones precisas de Danielle: no debe mencionar a Max, y debe retener a Marianne en el estrado si la sacan a declarar. Danielle tiene unas pruebas claves que implican a Marianne en el asesinato de Jonas.

Max se yergue cuando ve a Doaks pasarle la nota a Sevillas.

—¿Es de mi madre? —susurra—. ¿Viene ya?

Sevillas se inclina hacia delante.

—Ya está de camino. No te preocupes, hijo.

Max lo mira con agradecimiento, y consigue esbozar una sonrisa para Georgia.

—Una pregunta rápida, enfermera Kreng —dice Langley—. ¿Hay alguna indicación en sus anotaciones de que la madre de la víctima, Marianne Morrison, estuviera presente el día del asesinato?

—No.

Sevillas se pone en pie.

—Protesto, señoría. No hay pruebas que establezcan que Jonas Morrison fuera asesinado.

—¿Acaso dudas que el chico está muerto, Tony? —pregunta Langley.

—¡Señor Langley! —ladra la jueza—. Yo respondo a las protestas en esta sala, no los abogados. Siéntese. Y usted, señor Sevillas, ¿querría explicarme el motivo de su protesta?

—Señoría —dice Sevillas—, vamos a presentar pruebas sobre la naturaleza de las lesiones de la víctima, y sobre si fueron causadas por él mismo, o por un tercero. O de ambas formas.

Langley adquiere una expresión confusa. La jueza mira fijamente a Sevillas.

—¿Me está diciendo que la defensa va a argumentar que el niño causó su propia muerte?

—Señoría, preferimos presentar nuestras pruebas en el momento adecuado. Nuestra protesta se refiere a que no hay fundamentos, en este punto, para que el Estado catalogue la muerte de la víctima.

La jueza lo mira pensativamente y se encoge de hombros.

—Bueno, señor Sevillas, es su defensa. Llévela como quiera. Pero no piense que me voy a tragar hoy cualquier teoría absurda. No estoy de humor. Se admite la protesta; señor Langley, reformule la pregunta.

Langley cabecea, pero obedece.

—Enfermera Kreng, ¿se puso usted, o alguno de sus empleados, en contacto con la señora Morrison el día en que Jonas… murió?

Kreng aprieta los labios pálidos.

—Por supuesto, la llamamos al encontrar el cadáver. Ella vio al niño y se puso histérica. Le administramos sedantes y descansó durante un rato. Creo que después fue interrogada brevemente por un oficial de policía, y la trasladaron a la comisaría para que hiciera una declaración más extensa.

—Gracias, enfermera, pero si intenta testificar sobre lo que dijo la señora Morrison, se trataría de un testimonio indirecto, cosa que no está permitida —dice Langley con una sonrisa de suficiencia—. Y de todos modos, nos lo contará la propia madre de la víctima.

Sevillas se vuelve y ve a Marianne, que lo está mirando fijamente. Sea lo que sea lo que ha encontrado Danielle, ojalá sea bueno. La testigo estrella de Langley podría ser una buena candidata a la canonización cuando suba al estrado.

—Enfermera Kreng, ¿podría decirme si vio alguna vez alguna grabación de seguridad en la que Max Parkman intentara agredir a Jonas Morrison, o le gritara que quería matarlo…?

—¡Protesto, señoría! —exclama Sevillas—. No se ha establecido la existencia de esas grabaciones, ni quién se llevó las cintas, ni si alguien pudo alterarlas, por no mencionar que nunca se le han facilitado esas grabaciones a la defensa antes de esta vista.

Langley da un paso adelante.

—Señoría, la difícil relación que tenía el acusado con la víctima es crucial en la cuestión de si Max Parkman asesinó o no a Jonas Morrison.

Sevillas se pone en pie.

—Señoría, esa pregunta es completamente inadecuada. La única intención del Estado es hostigar y perjudicar a mi cliente.

—¡Acérquense!

Sevillas y Langley caminan al unísono y se acercan al estrado justo a tiempo para oír los susurros de enfado de la jueza.

—Miren, señores, esto no es un juicio. No hay jurado. Los periodistas están aquí y van a escribir cosas que los potenciales miembros del jurado van a leer mañana en el periódico. Y créanme, ninguno de ustedes querría que leyeran lo que me gustaría decirles ahora mismo. Voy a darles libertad en sus interrogatorios, pero no se pongan zancadillas el uno al otro con cuestiones técnicas. Y no intenten colar pruebas que no estén registradas —dice Hempstead, mirando fijamente a Langley—. Si tienen algo que piensen que yo deba considerar, saquen al estrado a un testigo que pueda presentarlo y cuya declaración justifique adecuadamente su inclusión en el atestado. De lo contrario, los convertiré en un hazmerreír antes de la hora de comer. ¿Entendido?

Los dos dicen «Sí, señoría» rápidamente, y vuelven a sus mesas. La jueza le indica al fiscal que continúe con las preguntas, y Langley guía a Kreng durante el resto de su testimonio. Él determina cuáles son sus observaciones independientes sobre la actitud violenta y psicótica de Max, y los miedos que expresó sobre Jonas. Hempstead tiene una expresión impasible, pero Sevillas se da cuenta de que está completamente concentrada, porque toma notas constantemente. Cuando termina una de las respuestas de la enfermera, la jueza mira a Max con una aguda curiosidad. Sevillas percibe otra oleada de pánico en el niño y observa la silla vacía que hay a su lado. ¿Dónde demonios está Danielle?

Langley sonríe y aborda la última parte de su interrogatorio.

—Enfermera Kreng, sabemos que Max Parkman fue hallado inconsciente en el suelo de la habitación en la que fue asesinado Jonas, cubierto de sangre. ¿Qué estaba haciendo la señora Parkman cuando usted llegó a esa habitación?

Kreng se yergue.

—Estaba arrastrando a su hijo entre charcos de sangre, intentando sacarlo de allí…

—¡Protesto! —exclama Sevillas, poniéndose en pie—. Cualquier intento del testigo de atribuirle una determinada intención a la acusada…

Hempstead alza una mano.

—Ha lugar.

Langley continúa sin inmutarse.

—Enfermera Kreng, ¿cómo describiría la reacción de la señora Parkman cuando usted la vio?

Kreng mira a Sevillas con arrogancia.

—Tuvo una reacción de mujer desequilibrada, histérica.

Sevillas comienza a levantarse, pero Langley se le adelanta.

—He terminado, señoría. Muchas gracias, enfermera Kreng.

Sevillas vacila, pero la enfermera ya ha respondido y la jueza ya ha asimilado esa información perjudicial. Si objeta en ese momento, solo conseguirá darle más relevancia. Así pues, se sienta.

Langley le sonríe y le cede el turno de interrogatorio.

Tony se acerca al estrado y comienza a hablar con calma.

—Enfermera Kreng, ha narrado usted varios episodios y observaciones personales tanto de Max Parkman como de su madre en Maitland, incluyendo sus estados emocionales y psicológicos. ¿Es eso correcto?

—Sí.

—¿Tiene usted el título de psiquiatría?

Ella lo mira con irritación.

—Por supuesto que no.

—No, me lo imaginaba. Por lo tanto, estará de acuerdo conmigo en que las observaciones personales sobre Max y su madre que usted ha compartido hoy con nosotros son solo su opinión subjetiva, y nada más.

—No, señor Sevillas —responde ella con tirantez—. Mis observaciones son las de una profesional con treinta años de ejercicio de la enfermería psiquiátrica. Además, he sido la responsable de la administración de la clínica durante todo ese tiempo, y tengo una reputación impecable dentro y fuera del país.

—¿Está cualificada para emitir un diagnóstico de la señora Parkman?

—No.

—¿Está cualificada para emitir un diagnóstico de Max Parkman?

—No.

Sevillas sonríe.

—Aparte de cumplir las órdenes de los doctores, ¿estaba dentro de sus atribuciones especular respecto al diagnóstico de Max Parkman, o del estado emocional de la señora Parkman?

Ella lo fulmina con la mirada.

—No.

—¿Tiene alguna duda de que la madre de Max Parkman esté totalmente dedicada a su hijo?

El rostro de la enfermera se suaviza ligeramente.

—No, no la tengo.

—Dado que lleva treinta años dedicada al ejercicio de la enfermería psiquiátrica, estoy seguro de que habrá observado las reacciones de cientos de padres durante todo ese tiempo. ¿Podría decirnos si los padres de niños que son admitidos en una clínica psiquiátrica sufren a menudo una presión emocional intensa?

—Por supuesto. Cuando los padres ven a sus hijos sufriendo un trastorno mental que requiere tratamiento, siempre hay un dolor considerable y una tensión emocional muy intensa.

—¿Y los padres de estos niños expresan ese tipo de dolor y de tensión de idéntica forma?

—No, claro que no.

—A propósito, señora Kreng, también tuvo usted muchas ocasiones para observar a la señora Morrison, la madre de la víctima, ¿no es así?

—Sí.

—¿Y le pareció atípico su comportamiento?

Langley mira al cielo con resignación.

—Señoría —dice—, ¿qué tiene de relevante este interrogatorio? Aparte de ser una táctica de distracción usada por el abogado de la defensa para desviar la atención de las acciones de sus clientes.

Hempstead mira por encima de la montura de las gafas.

—No haga más preguntas injustificadas, señor Sevillas.

—Lo dejaremos por el momento, señoría —dice él. Tendrá que esperar para ver si Danielle puede proporcionarle alguna prueba con la que inculpar a Marianne. Al menos ha abierto el camino en aquella dirección—. Enfermera Kreng —continúa—, cuando entró en la habitación, el día en que murió Jonas, y detectó que el cuerpo tenía numerosas perforaciones, ¿vio el instrumento que pudo causar esas heridas?

—Sí.

—¿De veras?

—Sí, por supuesto.

—¿Dónde estaba?

—La policía lo sacó del bolso de la señora Parkman.

Hempstead se inclina hacia delante con avidez.

Sevillas sonríe y le da la espalda a la testigo.

—¿Y qué era ese objeto?

—¡Protesto, señoría! —exclama Langley, poniéndose en pie—. La pregunta no se ciñe al ámbito de mi interrogatorio de esta testigo.

La jueza mira a Sevillas.

—Señoría, el fiscal abrió ese camino cuando hizo que la enfermera Kreng describiera lo que vio al entrar en la habitación del niño. Yo solo estoy indagando en la misma línea que él ha introducido.

Ella mira a Langley con desdén.

—Denegada la protesta. Continúe, señor Sevillas.

Él asiente.

—¿Qué era ese objeto que vio en la habitación?

—Era… una especie de peine.

—¿Cómo era?

Ella alza las manos y coloca las palmas a cierta distancia una de la otra, enfrentadas.

—Era más o menos de este tamaño, de unos quince centímetros, y tenía púas largas de metal.

—¿Tocó el peine cuando lo vio?

—No, señor Sevillas. Uno de los policías lo sacó del bolso de la señora Parkman y lo mostró.

—¿Por casualidad vio lo que hacía el agente con el peine en ese momento?

—No, no lo vi. Estaba muy ocupada poniéndome en contacto con la señora Morrison y el doctor Hauptmann, y asegurándome de que los demás pacientes de la unidad estuvieran seguros.

—¿Sabe si alguien, aparte de la policía, entró en la habitación esa mañana?

—El forense, por supuesto. Sería mejor que le preguntara a la policía por ese peine, señor Sevillas.

Él mira a Langley y después se gira y sonríe a la jueza.

—Sí, claro que sí, enfermera Kreng. Ya lo hemos hecho, pero parece que el peine ha desaparecido misteriosamente. ¿Tiene idea de adónde puede haber ido?

—¡Protesto! —brama Langley—. ¡Señoría! La testigo ya ha respondido. Ha dicho que no sabe lo que ocurrió con el peine y…

—Y nos ha dicho que la policía tomó posesión del peine.

Langley alza las manos.

—Señoría, vamos a presentar un testigo con relación al peine.

—Para que explique que no lo tuvieron en su poder ni siquiera el tiempo suficiente como para poder tomar las huellas dactilares que hubiera en él —dice Sevillas.

Hempstead arquea las cejas.

—Señor Langley, parece que el abogado de la defensa quiere decir que el arma homicida ha desaparecido y no ha sido hallada. ¿Es cierto, señor fiscal?

—Bueno, señoría, así es. Sí, el arma homicida estaba en la escena del crimen, pero todavía estamos trabajando para localizarla.

—¿Qué quiere decir? ¿Tienen o no tienen el peine?

—En este instante no, señoría, pero…

—Nada de «peros», señor Langley —dice ella, y se vuelve hacia Sevillas—. Bueno, parece que por fin la defensa tiene algo con lo que continuar. Sin embargo, señor abogado de la defensa, le recuerdo que esta vista tiene dos propósitos claros.

No desentrañe hoy toda su estrategia. Todos esperaremos conteniendo la respiración a que la desarrolle durante el juicio.

—Gracias, señoría.

—Siéntese, señor Langley. Continúe, señor Sevillas.

Sevillas ve que Max está sonriendo con orgullo. Después se gira hacia la testigo.

—Enfermera Kreng, ¿era usted responsable de la unidad Fountainview, en la que estaban ingresados Jonas Morrison y Max Parkman?

—Sí.

—¿Estaba Max Parkman en la unidad el día en que murió Jonas?

—Sí.

—¿Y ha declarado usted que Max estaba en su cama, al final del pasillo?

—Sí, tal y como reflejan las anotaciones de ese día, en las que también se especifica que estaba inmovilizado.

—¿Con correas de cuero?

—Sí.

—Entonces, enfermera Kreng, hay algo que no entiendo —dice Sevillas, sonriendo a la testigo—. ¿Cómo pudo desabrocharse esas correas Max Parkman, si estaba atado de pies y manos?

Ella le lanza puñales con la mirada.

—Creemos que la anotación es errónea.

Sevillas finge que se sorprende.

—¿Hizo usted esa anotación, enfermera Kreng?

—No, por supuesto que no.

—Porque debía hacerla la enfermera que estaba de servicio ese día, la enfermera Grodin, ¿no es así?

—Sí.

—Vamos, enfermera Kreng, ¿nos lo está contando todo? La enfermera Grodin ya no trabaja en Maitland, ¿verdad?

—No, ya no.

—La despidieron, ¿no es así?

—Sí.

—Por favor, díganos cuál fue el motivo.

—El motivo es que no realizaba su trabajo a la altura de lo que se esperaba de ella en Maitland.

—Averiguó que ella se negó a reconocer que no hubiera puesto las correas a Max ese día, ¿no es así?

—Creo que mintió para cubrir su negligencia.

—De hecho, no había ni un solo empleado de servicio en la unidad de Fountainview durante la hora de comer ese día, ¿verdad, enfermera Kreng?

—No era necesario que lo hubiera, señor Sevillas. Los únicos pacientes que había en la unidad en ese momento eran Jonas Morrison y Max Parkman, y ambos estaban inmovilizados.

—Entonces, enfermera, ¿cómo explica que ninguno de los dos tuviera puestas las correas en el momento del asesinato?

Kreng permanece en silencio.

—Si no había ni un solo empleado en esa unidad, enfermera Kreng, ¿podría decirnos, y recuerde que está bajo juramento, quién desabrochó las correas que la enfermera de servicio jura que le puso a Max Parkman?

—Protesto —dice Langley.

—No ha lugar —dice la jueza.

Sevillas camina hasta la mesa de la defensa y toma una hoja de papel.

—Así que estas anotaciones carecen de valor. A esa hora, cualquiera podía estar en la unidad. Por lo que sabemos, Max y Jonas andaban por ahí, sin vigilancia.

Kreng alza la cabeza bruscamente.

—Por supuesto que no.

—Enfermera Kreng, usted no está en situación de responder eso. No estaba allí.

Ella guarda silencio. Sevillas se acerca al estrado de la testigo y espera hasta que ella lo mira.

—De hecho, es fácil que hubiera un tercero, tal vez otro paciente, u otro empleado, que sedara fuertemente a Max Parkman, que lo arrastrara a la habitación de la víctima, que asesinara a Jonas y que estuviera a punto de matar también a Max cuando su madre ahuyentó a ese asesino antes de que pudiera terminar con lo que estaba haciendo.

Kreng abre los ojos desorbitadamente.

—¡Eso es absurdo!

—¡Señoría! —interviene Langley, que está furioso—. A esta testigo se le está empujando a que haga comentarios sobre la absurda versión de los hechos de la defensa, para que el abogado pueda establecer una teoría de asesinato que no tiene ninguna base en los hechos de este caso.

Hempstead observa a Sevillas.

—Muy creativo, señor Sevillas —dice, y se gira hacia Langley—. Sin embargo, señor fiscal, yo soy muy capaz de comprender los hechos y las teorías que ustedes me planteen.

—Pero, señoría…

Ella niega con la cabeza.

—Denegada la protesta.

Sevillas se vuelve hacia Kreng.

—¿Y no es posible también que algún empleado tomara el peine que se usó para apuñalar a Jonas Morrison del bolso de la señora Parkman cuando estaba en la unidad, desatendido?

—¡Protesto! —grita Langley, y se acerca al estrado—. Señoría, la señora Parkman fue hallada en la habitación con el peine en su bolso.

—Un peine que no está en poder de la acusación —dice Sevillas.

—¡Señoría, esto es indignante!

—«Indignante» es un tipo de protesta que yo no conocía —dice Hempstead—. A mí me parece que el señor Sevillas está haciendo lo que haría cualquier buen abogado defensor. Está buscando otro sospechoso de asesinato. Por no mencionar el hecho de que usted no tiene el arma homicida, señor Langley. Si pudiera mostrarme una huella dactilar en ese peine, o incluso el peine, tal vez yo pensara de manera distinta. Denegada.

Sevillas mira de nuevo a Kreng.

Una última pregunta. ¿Sabe si alguien de Maitland buscó rastros de sangre en la habitación de otro paciente, o buscó otro tipo de pruebas materiales ese día?

Kreng está blanca como su uniforme.

—No, no lo hicieron.

—Así pues, no sabemos si otro paciente, o un tercero, cometió el asesinato o es el culpable de haber colocado pruebas inculpatorias en la habitación de Max Parkman.

Sevillas se vuelve hacia la jueza.

—No hay más preguntas, señoría —dice, y asiente hacia Kreng—. Gracias, enfermera Kreng.

—¡Todos en pie! —ordena el alguacil.

—Descanso de veinte minutos —dice la jueza.

Se agarra la toga y deja el estrado sin mirar atrás.