Treinta y uno

Danielle agarra con fuerza el bolso. En él lleva los CDs de Marianne, y dos de sus diarios. Tiene pruebas concluyentes contra ella, pero ha perdido la esperanza de poder aportarlas a tiempo para salvar a Max.

Está en la Puerta 21 del aeropuerto de Phoenix, del que su vuelo ya debería haber salido. Se sienta en la sala de espera, que está abarrotada, y mira el letrero electrónico:

Vuelo 4831, retrasado por problemas mecánicos.

Se siente desesperada.

La azafata de facturación está intentando encontrar otro vuelo a Des Moines, pero aún no lo ha conseguido. Entre la angustia y el agotamiento, tiene la sensación de que sus pensamientos ya no son lineales.

La disciplina mental que le ha permitido seguir a través de aquella pesadilla está desarticulándose.

Los diarios de Marianne han hecho que vomitara dos veces, pero se obliga a sacar uno de ellos del bolso. Está encuadernado con una tela de rosas. La primera de las anotaciones aparece en la página con una escritura femenina y recargada.

Querida doctora Joyce:

Kevin era mi niño especial. En el hospital todo fue muy divertido. Tuve visitas constantes. Yo me había puesto un camisón maravilloso, rosa pálido con ribetes rojos. Entonces nos marchamos a casa y, como de costumbre, comenzaron los problemas.

Danielle se salta la descripción repugnante de los miles de experimentos y tormentos que el pobre niño sufre a manos de aquella mujer.

Un día tuve una idea brillante. Había oído hablar de la succilnilcolina cuando trabajaba de enfermera. Se usa para relajar los músculos durante las operaciones. Como mi niño tenía tantos dolores, me pregunté qué ocurriría si le administraba una dosis mínima. Además, soy humana, y con tantos lloros me estaba alterando los nervios. Así pues, le puse una inyección detrás de la rodilla, por lo que ya he dicho acerca de las marcas de la aguja. Y fue cosa de magia, hasta que tuvo un ataque. Tuve que ponerle oxígeno. En aquellos minutos cruciales estuvo entre la vida y la muerte. Nunca me había sentido tan viva, a la vez aterrada y entusiasmada, como si estuviera en una montaña rusa.

Danielle cierra el diario porque siente náuseas de nuevo. ¿Quién iba a poder creer que existe semejante monstruo si no leyera esas descripciones con sus propios ojos? Mira el reloj; en Plano son las diez de la mañana. Tony debe de estar furioso. Dios, si no llega a tiempo, tiene que decirle lo que ha encontrado, para que él sepa cómo tiene que interrogar a Marianne. Saca su teléfono móvil, pero se da cuenta de que en esos momentos, Sevillas está incomunicado. Doaks. Marca su número.

—¿Dónde estás?

—En el aeropuerto.

—Voy a buscarte —le dice él—. Estás en un buen lío.

—John, sigo en Phoenix. El vuelo se ha retrasado.

—Oh, Dios. ¿Cuánto tiempo?

—Hasta que arreglen el avión. Escucha, Doaks, necesito que…

—Mira, Sevillas está furioso contigo. Esa bruja de Kreng está en el estrado, diciendo que Max es un enfermo violento y que tú eres una loca. Y Max está aterrado. No sé cuánto tiempo va a poder calmarlo Georgia. Toma otro vuelo y ven aquí, Danny, o todo esto se va al cuerno.

—Doaks, escúchame, por favor. Llegaré en cuanto pueda, pero Sevillas tendrá que controlarlo todo hasta ese momento. He encontrado un filón, y lo llevo en el bolso.

—Otra vez no —dice él—. Mira, sé que la madre está loca, pero tú tienes…

—No es solo que esté loca —replica ella—, es que es una asesina.

Doaks inhala bruscamente.

—Dímelo rápido.

—Tengo pruebas fehacientes de que Marianne tuvo otros hijos y de que los mató de unas formas abominables.

—Jesús, María y José. ¿Cuántos hijos tuvo?

—No lo sé. Como mínimo, dos antes que Jonas.

—¿Tienes algo que la relacione directamente con la muerte de Jonas?

—Todavía no, pero voy a leer todo lo que escribió en sus diarios antes de aterrizar.

—Ven rápidamente. A Sevillas no le quedan ases en la manga.

—Ya lo sé, pero tú tienes que intentar entrar en la habitación del hotel de esa mujer. Ella debe de tener escritos en su ordenador, cosas relacionadas con Jonas. Los diarios que tengo yo son de hace años. Además, seguramente viaja con trofeos de sus asesinatos anteriores, como hacen la mayoría de los asesinos en serie. Cada vez que los mire se acordará de su inteligencia. Y creo que Marianne es demasiado arrogante como para pensar en que van a descubrirla. Te mandaré su contraseña desde mi teléfono.

—Esto no va a ser fácil, ¿sabes?

—Sin esas pruebas, no tenemos nada para relacionarla con el asesinato de Jonas.

—Sí, sí. Dios Santo, añade otro delito a la lista.

—Ponme a Sevillas al teléfono.

—No puede ser. Está en la sala, interrogando a Kreng.

—¿Quién es el siguiente testigo?

—No lo sé.

—Dile que intente mantener a Marianne alejada del estrado hasta que yo vuelva.

—¿Y si no puede?

—No es una opción.

—Claro —dice él con ironía—. A Tony le va a encantar cuando se lo diga.

—Vamos, date prisa. Y llámame cuando hayas registrado su habitación.

—Dios, estás empezando a hablar como un puñetero policía.

—Y todavía no has visto nada.