Treinta

Sevillas entra en la sala del juicio. Viste un traje azul marino sobrio, una camisa blanca y una corbata discreta. Él piensa que los abogados siempre deberían vestirse de azul para ir a un juicio. En su opinión, es el color de la sinceridad. Hoy espera fervientemente que enmascare la cantidad de mentiras que va a tener que decir para defender a su cliente. Mira el reloj. Ocho y cuarenta minutos. Observa la sala; no hay ni rastro de Danielle, ni de Doaks. Se da cuenta de que está empezando a sudar por la base del cuello. El alguacil trae a Max, que está pálido y aterrado, y lo sienta a su lado, en la mesa de la defensa. Max está temblando. Sevillas ha forjado una buena relación con el niño durante sus visitas a Maitland. Aunque cada vez está más convencido de que Max es inocente, las pruebas que hay contra él son tan condenatorias que es muy probable que el jurado lo declare culpable. Le pasa el brazo por los hombros, mientras Max mira con angustia a su alrededor.

—¿Dónde está mi madre? —pregunta.

Sevillas lo estrecha contra sí e intenta calmar su temblor.

—Llegará dentro de un minuto. No te preocupes.

Max cierra los ojos un instante. Solloza ahogadamente. Se vuelve hacia Georgia, que le aprieta un hombro desde el asiento de atrás.

—No pasa nada, Max. No te preocupes por mamá. Llegará dentro de poco.

Parece que sus murmullos calman a Max. Tony le entrega una lista de pruebas y le pide que la lea y que se asegure de que todos los documentos coinciden con su descripción. Es una tarea para que Max se distraiga.

Sevillas mira al estrado. No han llegado todavía ni la jueza ni su ayudante. La taquígrafa se está colocando en su sitio, y le sonríe. Él asiente amistosamente y después, oye unos pasos a su espalda. Se vuelve, pero no ve a Danielle, sino a su adversario.

Oliver Alton Langley está recorriendo el pasillo en compañía de dos de sus ayudantes. Lleva el paso casi de manera militar, seguramente por el tiempo que pasó trabajando en el ejército. Tiene unos cuarenta años, pero ya lleva la cabeza afeitada para disimular la calvicie. Clava los ojos grises en la mesa de la defensa, y extiende la mano.

—Buenos días, abogado —dice.

Sevillas se levanta ligeramente y se la estrecha.

—Langley.

Max mira con terror al fiscal. Langley se inclina hacia él.

—Así que tú eres Max Parkman.

Max le tiende la mano, temblando. Langley se la estrecha y le dice:

—Todos vamos a decir la verdad hoy, ¿de acuerdo?

Max se encoge y mueve su silla hacia la de Sevillas. Georgia fulmina a Langley con la mirada, y le da una palmadita a Max en el hombro.

Sevillas se pone en pie delante del fiscal, tapando a Max.

—Ya está bien, Langley. Apártate de mi cliente.

El fiscal se encoge de hombros y señala el montón de papeles que hay en la mesa de Sevillas.

—¿Detalles de última hora?

Langley mira hacia su mesa, donde sus ayudantes están colocando ordenadamente todas las pruebas. Sonríe a Sevillas con petulancia, como un general orgulloso de sus tropas.

Sevillas le devuelve una sonrisa fría.

—Ya sabes el dicho, Alton. Si crees que estás preparado, es que no lo estás.

Langley inclina la cabeza secamente.

—Buena suerte.

Sevillas ve a Doaks acercarse desde el final de la sala.

—Disculpadme —dice, mientras le hace un gesto a Doaks para que se reúna con él fuera.

Mientras Sevillas va hacia el pasillo, Max lo sigue con una mirada de terror. Sevillas vuelve hacia el chico.

—Max —le susurra.

—¿Qué?

—¿Puedes hacerme un favor?

—Claro.

—¿Por qué no organizas bien todas las pruebas que tienes contra Fastow? Sería de gran ayuda.

—Sí, por supuesto —dice Max, e inmediatamente se pone a ordenar los documentos. Georgia le hace a Sevillas un gesto con el pulgar hacia arriba. Él le aprieta el hombro y se marcha de la sala.

Langley se une a sus ayudantes, abriéndose paso entre los reporteros y sus cámaras. Doaks se planta fuera, cerca del servicio de caballeros. Tiene mal aspecto. Va más desarreglado de lo normal, y está despeinado. Tiene unas ojeras muy pronunciadas. Sevillas lo toma del brazo entre la multitud.

—¿Dónde está?

—Viene para acá.

—¿Desde dónde?

Doaks se encoge de hombros y mira a Sevillas con despreocupación.

—Seguramente se está poniendo las medias. Ya sabes cómo son las mujeres.

Sevillas entrecierra los ojos.

—Dime la verdad, Doaks, porque si no te voy a despellejar.

Doaks señala el reloj que hay en la pared.

—¿No deberías entrar ya? Es la hora, colega. Acuérdate de que está enferma y va a llegar tarde.

—Voy —dice Sevillas con tirantez—. Intentaré retrasarlo todo hasta que aparezca. Max está ahí dentro, y está petrificado. Y tú… —dice, señalándole la cara con el dedo índice—, será mejor que la traigas.

—Sí, señor.

Sevillas se da la vuelta y entra en la sala. Está repleta. No queda ni un sitio libre. Justo cuando llega a la mesa de la defensa, el alguacil se levanta.

—¡En pie!

Todo el mundo obedece. La jueza Hempstead camina hasta el estrado, sube los cinco peldaños que la elevan por encima de los presentes y ocupa su lugar. Después asiente hacia el alguacil.

—Da comienzo la vista —proclama el funcionario—. Este es el Juzgado 158 del Distrito de Plano, bajo la presidencia de la honorable jueza Clarissa Hempstead. Causa número 14-33698.

La jueza da un golpe con el mazo y se pone las gafas. Después le hace un gesto a la taquígrafa para que comience a tomar nota de la sesión.

—Que conste en acta —dice—, que esta vista se celebra para determinar si a la acusada se le concedió debidamente la libertad bajo fianza, y para determinar si existen motivos probables para procesar al acusado, Max Parkman. El tribunal tendrá en cuenta solo las pruebas que aclaren si la acusación tiene base suficiente. Que conste también —añade con una mirada imperiosa— que se deniega la solicitud de la defensa de impugnar las pruebas por contaminación cruzada de estas.

Max agarra del brazo a Sevillas.

—¿Qué significa eso, Tony? ¿Es malo?

Sevillas le aprieta el hombro al niño y mira hacia delante. Sí, es muy malo. Todas las pruebas valen: el peine ensangrentado, si lo encuentran; la ropa, la medalla de Jonas… Todas las pruebas materiales. Baja la cabeza y escribe en su cuaderno legal. No mira a Langley.

Hempstead continúa.

—El tribunal constata que los medios de comunicación han decidido honrarnos con su presencia —dice, y les clava una mirada fulminante a los periodistas—. Solo voy a decir esto una vez: queda terminantemente prohibido tomar fotografías en esta sala, y a menos que pretendan quedarse hasta que se declare un descanso, no vengan. No voy a consentir que haya gente corriendo por el pasillo y distrayendo a los abogados y a los testigos. ¿Señor Neville?

Se levanta un hombre con unas patillas grises y elegantes, y un traje caro.

—¿Sí, señoría?

—No quisiera nombrar a nadie en particular, pero cualquier persona que sea sorprendida con una grabadora en esta sala será acusada de desacato —le advierte la jueza, y el hombre se sienta rápidamente. Después, Hempstead se dirige a los abogados—: Y ahora, caballeros, comencemos.

Langley habla en voz baja con sus ayudantes y señala unos papeles que tiene delante. Saca un documento del montón y lo estudia.

La jueza repiquetea con las uñas en el estrado.

—¿Señor Langley?

—¿Sí, señoría?

—¿Va a empezar, o dejamos la libertad bajo fianza de la acusada tal y como está?

—Por supuesto que no, señoría —dice él—. El Estado está listo para empezar.

—Por favor, hágalo. Llame a su primer testigo —responde ella. Después alza la mano, porque el alguacil le susurra algo al oído. Mira a la mesa de la defensa—. Señor Sevillas.

Él se pone en pie.

—¿Sí, señoría?

—¿Sería impertinente preguntarle dónde está la acusada?

Sevillas carraspea.

—Claro que no, señoría. Me temo que la señora Parkman ha estado enferma durante toda la semana pasada. Ha estado en cama por indicación del médico. Me ha asegurado que, si es posible, vendrá hoy.

—¿Eso significa que va a venir, o no? Usted sabe, señor Sevillas, que tengo un juicio que comienza esta tarde, y no voy a cambiarlo.

—Sí, señoría.

—Señor Langley, ¿tiene intención el Estado de interrogar a la señora Parkman el día de hoy?

—Por supuesto, señoría.

La jueza mira a Sevillas.

—Antes de que el señor Langley llame a su primer testigo, salga al pasillo y llame a su clienta. Dígale que he ordenado que asista a la vista. No voy a posponer el interrogatorio del fiscal. Esta vista se celebrará hoy, pase lo que pase.

—Sí, señoría —dice Sevillas, y asiente a Max para calmarlo. Después sale al pasillo, que está desierto. Ve a Doaks junto a las puertas de los ascensores, con el teléfono en la oreja. En cuanto ve a Sevillas, cuelga—. ¿Qué pasa?

—La jueza me ha dicho que Danielle tiene que venir ahora mismo. ¿Estabas hablando con ella? ¿Viene ya?

—Sí, podría decirse que sí. ¿Por qué no intentas ganar un poco de tiempo?

—¿Estás loco? Hempstead ya está cabreada, Langley se está relamiendo, y Max está a punto de perder los nervios. ¿Cuándo va a llegar?

Doaks mira el reloj.

—Creo que antes de las once.

Sevillas lo atraviesa con la mirada.

—Sácala de la cama y dile que si no está aquí dentro de diez minutos, que dejo el caso.

—No puedo hacerlo.

—¿Por qué demonios no?

—Porque no está aquí —dice Doaks lentamente—. Está volviendo, pero se ha… retrasado.

—Espera… ¿Me estás diciendo que no volvió de Chicago contigo? ¿No está en su apartamento?

Doaks retrocede y se encoge de hombros.

—Está bien, está bien. No he sido completamente sincero contigo. La verdad es que me dio esquinazo en el aeropuerto de Chicago.

Sevillas gruñe.

—¿Para hacer qué?

—Para ir a Arizona, donde vive Morrison. Ha encontrado algunas cosas increíbles…

—Oh, Dios, no me cuentes eso otra vez —dice Sevillas, y agita la cabeza—. La ha pifiado completamente. Se ha saltado la condicional yendo a dos estados diferentes para no encontrar nada. Y no va a llegar a tiempo. Yo tengo que volver ahí dentro —añade, mirando el reloj.

—¿Y qué vas a decir?

Sevillas lo mira con dureza.

—Si alguien espera que le mienta a un tribunal para que me expulsen de la profesión, se va a llevar una decepción. Y si ella cree que voy a poder mantenerla fuera de la cárcel, se engaña.

Respira profundamente y se estira la chaqueta.

Doaks lo toma del hombro.

—Vamos, Tony. Aguanta. Va a aparecer.

Sevillas se encoge de hombros para zafarse y se marcha hacia la entrada de la sala. En la puerta se gira hacia Doaks.

—Cuando llegue, la jueza nos habrá mandado a la cárcel a todos.

Doaks le guiña un ojo.

—No sería mi primera vez.