Danielle está sentada en un taburete de la cocina, lo más alejada posible del espectro que hay en el armario. Su cabeza trabaja febrilmente para intentar asimilar aquel extraño descubrimiento. Con manos temblorosas, busca un cigarrillo en su bolso. Suena su teléfono. Mira la pantalla: es Doaks. El milagro es que no haya llamado antes.
—¿Diga?
—¡No me respondas esa idiotez! ¿Dónde demonios estás?
—En Arizona.
—Como si no lo supiera. Una cosa es que torees a Sevillas, pero ahora me estás tocando las narices a mí. ¿Te has vuelto loca?
Ella se queda callada.
—¿Y bien? ¿Vas a volver, o estás esperando a que Tony te mande a los federales? Y si lo hace, guapa, yo voy a ir con ellos.
Ella le da una calada al cigarro. De repente, los nervios y el agotamiento la golpean a la vez.
—¿Has terminado?
—¿Que si he terminado? No he empezado todavía.
—¿Se lo has dicho a Sevillas?
Él resopla.
—¿Que soy tan tonto como para dejar que me des esquinazo? Ni hablar. ¿Vas a volver, sí o no?
—Doaks, no te imaginas lo que he encontrado aquí.
—Claro que sí. ¿El peine ensangrentado? ¿Una confesión escrita?
—Ya basta —dice ella con aspereza—. No tengo tiempo para esto. Son casi las tres, y tengo que tomar un vuelo a las cinco para llegar a tiempo a la vista.
—Suponiendo que no decidas largarte a otro planeta —dice él—. Tienes suerte de caerme bien, o estarías muerta. De acuerdo, dime lo que has encontrado.
Ella respira profundamente y le habla de los extraños experimentos científicos, de la colección de hongos y toxinas y de los libros farmacéuticos y médicos que hay en la habitación de Marianne. Antes de que pueda continuar, él emite un sonido de exasperación.
—¿Y qué? Lo único que tenemos de Chicago es que chantajeó a un viejo. Y ahora me dices que hace experimentos de científica loca. Es médica, por favor, y los médicos hacen ese tipo de cosas. Eso no nos sirve de nada.
—John —balbucea ella—, tiene un feto en el armario.
—¿Qué?
—Ya me has oído.
Hay un silencio.
—Es demasiado extraño como para describirlo con palabras. En esta casa hay algo malvado. Lo percibo.
Doaks gruñe.
—Mira, cariño, eso no nos lleva a nada. ¿Mañana vas a entrar en el juzgado y le vas a enseñar esa cosa al juez, gritando «asesina»? —hay una pausa, y el detective comienza a farfullar—. Dios, ¿por qué siempre me tocan los trabajos de pirados? ¿No es el turno de otro? —se oye una tos—. Mira, Danny, tú sabes que no tenemos forma de vincular esto a lo de su hijo. Estás perdiendo el tiempo, y se puede volver en tu contra.
—Y un cuerno. He encontrado un collar de perro electrónico. Tenía que estar maltratando a Jonas con él. Aquí no hay ni rastro de un perro.
—Espera… Sí, yo encontré lo mismo en esa buhardilla. Pero tal vez ella llevara al perro a un hotel canino. Y, aunque fuera cierto, eso no significa que haya cometido un asesinato, Danielle.
—¿El maltrato infantil nunca lleva al asesinato?
—No hay pruebas —dice él—. No tiene antecedentes.
—Que sepamos.
—Que podamos probar en este momento. Vamos, nena, vuelve ya, ¿me oyes? Te he dicho que lo voy a investigar todo después de la vista, y sabes que voy a hacerlo. No estoy diciendo que no esté chalada, porque lo está, sin duda. Lo que digo es que si no estás en la vista a las nueve de la mañana, te vas a meter en un buen lío.
—No puedo. No he terminado.
Los pies la han llevado de nuevo hacia la habitación de invitados. Tiene que concentrarse. Tiene que haber algo más, algo que se le ha pasado. Mira a la mesa, con todas sus placas, y al armario, con todos sus horrores privados. Allí es donde Marianne guarda el resto de sus secretos, seguro. Pero ¿qué? Danielle mira el ordenador. Claro, el ordenador. ¿Cómo ha podido estar tan ciega? Marianne y la informática.
—¿John? Escucha, acabo de encontrar algo. Te llamo dentro de un rato —dice, y cuelga rápidamente.
Danielle saca la silla y se sienta. Mientras el ordenador se enciende, abre el primer cajón del escritorio y revuelve entre bolígrafos, clips y cuadernillos. El cajón del otro lado está lleno de CDs organizados por códigos de cifras y letras, códigos que Danielle no entiende. El cajón inferior está cerrado con llave.
—Por fin —susurra.
Una puerta cerrada significa que hay algo que ocultar. A ella se le acelera la respiración mientras busca en su bolsillo; la tiene. Tiene la pequeña llave que encontró en el cajón de la ropa interior de Marianne. Respira profundamente y abre el armario. Allí encuentra unos álbumes de fotos y algunos libros. En el centro, una caja de CDs. Los cuenta. Hay cinco.
Inserta el primero de ellos en el ordenador, y abre el icono que aparece en el monitor. Abre la primera carpeta, que tiene el nombre de TGRFT. Es un resumen de un estudio de un injerto de tejidos. Hay otras carpetas de nombre similar, que contienen resultados de experimentos con infecciones y bacterias. Otra contiene información sobre daños cerebrales y trastornos psiquiátricos, incluyendo experimentos con fármacos, y vínculos a páginas de Internet. La carpeta titulada Maitland contiene una serie de artículos sobre la clínica, pero nada más. Danielle suspira. Si alguien entrara en su propio ordenador, encontraría el mismo tipo de investigación psiquiátrica que ella ha hecho sobre Max. Es lo que hacen las madres de niños discapacitados.
Danielle mira el reloj. Le queda media hora para llegar al aeropuerto. No puede perder el vuelo. Rápidamente, abre las carpetas que quedan, pero no encuentra nada relacionado con el chantaje de Jojanovich. Marianne no es tonta. Ella nunca dejaría información que pudiera inculparla en su ordenador. Toma otro CD, lo inserta y gruñe. Le requiere una contraseña. Ella intenta entrar de todos modos, pero el ordenador le niega el acceso.
—Demonios…
«Piensa, piensa».
—Cumpleaños, aniversarios, apodos —murmura. Se saca el formulario de solicitud de ingreso de Jonas del bolso. Tiene la fecha de nacimiento de Marianne y de Jonas, y el número de la Seguridad Social. Danielle intenta todas las combinaciones que se le ocurren, pero no consigue el acceso.
Entonces, estudia otra vez la solicitud. Mira la dirección falsa de Pennsylvania. 5724 Piedmont Lane. Le da la vuelta al papel. El número de teléfono de uno de los médicos de cabecera de Jonas, con quien Maitland no tendría por qué haberse puesto en contacto, le llama la atención. 555-4600. Es demasiada coincidencia. Pone diferentes agrupaciones de aquellos números en el cuadro de la contraseña, pero no tiene éxito.
Danielle se pone en pie con exasperación y se pasea por la casa. En la habitación de Jonas, se sienta en la cama. Marianne y Jonas le lanzan una mirada de acusación desde la fotografía que hay en la pared. Se levanta para salir de allí cuando se fija en el cuadro de punto de cruz de la madre y el niño. Los niños buenos se portan bien. Vuelve al ordenador y teclea rápidamente las palabras. Nada. Recuerda un juego al que jugaba de pequeña con sus vecinos: cambiar las letras del alfabeto por números para enviar mensajes que los padres no pudieran entender. Teclea los números a los que corresponde la primera letra de cada palabra: 12-14-20-17-2. Nada. Da un puñetazo de frustración en la mesa. No consigue su propósito, y el tiempo vuela. Un intento más. Toma un cuadernillo y un bolígrafo y garabatea furiosamente, y después, teclea LNBSPB.
Entonces, el cuadro de contraseña desaparece de la pantalla, y aparece una serie de archivos. A Danielle se le eriza el vello de la nuca. Marianne nunca debió pensar que nadie fuera a utilizar aquel ordenador. Los archivos no tienen título, pero están ordenados cronológicamente. Danielle pasa la mirada por todos ellos y se da cuenta de que el primero está fechado poco antes de que Marianne se marchara a Maitland. A Danielle le tiemblan los dedos mientras hace clic en el documento.
Querida doctora Joyce:
Lo único que he querido siempre es el amor incondicional que un niño siente por su madre, el que entienden los hermanos Joyce. Por eso le dedico mis pensamientos a ella. Soy una madre muy especial, lo cual no es una insignificancia, teniendo en cuenta mi delicado estado de salud. Me han hecho sesenta y ocho operaciones, cada una más emocionante que la anterior. No en el mismo hospital, por supuesto. Eso no sería inteligente. Todos los bebés son muy dulces al principio, por lo menos de recién nacidos. Pero después de todas las exclamaciones de admiración, una se queda solo con la pequeña cara de mono. Y el bebé solo come, defeca, llora y causa problemas. No es una situación aceptable.
Así que le puse fin.
Danielle pasa de página con espanto.
El diagnóstico de un bebé es algo bello, fluido, pero esquivo. Una debe seleccionar cuidadosamente el diagnóstico que desea, y no alejarse de lo esencial. La cianosis y las infecciones bacterianas son mis principales herramientas, pero la cianosis es peligrosa. ¿Cuántas veces se puede conseguir que tu bebé se ponga azul sin levantar sospechas? La clave del éxito es conseguir el nivel adecuado de angustia, pero sin llegar a la estrangulación. Para cuando nació Ashley, era pan comido.
¿Ashley? ¿Quién es Ashley? Danielle baja hasta el final de aquel archivo.
Por supuesto, es muy difícil ser magistral en estos asuntos cuando el niño llega a cierta edad. Los niños hablan. Se pueden introducir bacterias, excrementos de rata u hongos, y conseguir un resultado satisfactorio. Pero el sistema inmunitario de un niño es muy fuerte, y cuando quieres crear el efecto deseado sin que sea demasiado evidente, sus cuerpecitos luchan con todas sus fuerzas.
Típico de los niños, ¿no?