Veintiocho

Danielle mira por la ventanilla. El vuelo de Chicago a Phoenix le dará, por lo menos, la oportunidad para pensar con calma sobre lo que va a hacer. No ignora la gravedad de su situación; Tony tiene toda la razón. Él ha aceptado un caso de asesinato que en un principio parecía insalvable, y ha conseguido un sospechoso viable. Al día siguiente pondrá a aquel sospechoso en el estrado y, seguramente, obtendrá información útil para la defensa. Y conseguirá que no le revoquen la libertad condicional.

Ella, por otra parte, se ha vuelto loca, y probablemente está destruyendo todo lo que él ha construido en su nombre. Ha cometido delito tras delito, contraviniendo totalmente los consejos de Tony. ¿Y por qué?

Porque sabe que Marianne es el testigo estrella del Estado, y que crucificará a Max cuando suba al estrado. Será la madre perfecta, destrozada por el brutal asesinato de su hijo autista. Su relato lloroso del comportamiento violento de Max no tendrá réplica. Danielle tiene que encontrar algo, cualquier cosa, para ponerla en tela de juicio.

De lo contrario, el jurado condenará a Max con la aprobación del tribunal. Así pues, tiene que investigar cualquier pista, por muy descabellada que sea. Y esas pistas la conducen a Phoenix. Si Tony no estuviera tan preocupado por su situación legal, estaría de acuerdo con ella.

En Chicago ha averiguado que Marianne es una extorsionadora, pero Jojanovich no va a testificar contra ella. Sin embargo, el instinto le dice a Danielle que Marianne debe de haber engañado a otros, y que tal vez sea sospechosa de otros delitos. Danielle tiene que ir al lugar donde ha vivido Marianne, pensar como ella, y registrar ese lugar de arriba abajo, si es preciso.

Además, no cree que Fastow llegara al extremo de querer matar a Jonas y a Max para ocultar el hecho de que ha usado fármacos experimentales con sus pacientes. El único móvil para esos crímenes sería el hecho de evitar que lo descubrieran, y la teoría de Tony de que el médico esté dispuesto a matar para conseguirlo es muy poco convincente. Si hubiera matado a sus pacientes, la autopsia realizada a los cadáveres y los resultados de los análisis de sangre lo señalarían a él como culpable. Y aunque sea un canalla, Fastow no es tonto.

Otro motivo por el que Danielle está empeñada en ir a Phoenix es que conseguirá llegar a tiempo para asistir a la vista, puesto que va a tomar el vuelo de las cinco de la mañana a Des Moines.

Cuando llega la azafata, niega con la cabeza. Lo que necesita en ese momento no es un sándwich reseco. Señala una botellita de ginebra. Con hielo, sin tónica. Afortunadamente, tiene dos filas de sitios para ella sola. Saca la bolsa de viaje de Doaks de debajo del asiento y la abre. Sabe que esa maldita cosa está allí dentro.

Danielle saca una camisa de golf vieja, un par de pantalones de algodón arrugados, calcetines, ropa interior, pelusas varias y desechos. Lo deja todo en el asiento de al lado y mira en el interior de la bolsa. Está vacía. Maldita sea; Doaks debe de llevarlo encima.

Sin embargo, él dijo que nunca iba a ninguna parte sin ello. Le ha contado a Danielle, con orgullo, que le pidió a un amigo suyo de la policía que le construyera un tubo especial de plomo alrededor del instrumento, algo que encajara perfectamente en la estructura de su equipaje de mano. Ojalá pudiera encontrarlo. Abre cuatro cremalleras e inspecciona el interior, y también todas las piezas redondas negras de la estructura de la bolsa. No halla nada hasta que llega a la última. La desliza para abrirla. Dentro hay un estuche cilíndrico de cuero. Lo saca, lo abre y sonríe al ver aquel extraño instrumento. No es nada que pueda alertar a los empleados de seguridad. Vuelve a meterlo todo en la bolsa, reinserta la herramienta en la pieza redonda de estructura de la bolsa y la cierra. El calor de la ginebra se extiende por su cuerpo. Casi consigue que crea que su plan va a funcionar.

Está en la acera, frente a los Desert Bloom Apartments. El frescor nocturno de Arizona la ha tomado por sorpresa. Se estremece, pero no solo de frío, sino también de los nervios que le produce cometer otro delito. Se revuelve el pelo, toma las bolsas y se dirige a la entrada del edificio. Aquel lugar no tiene nada que ver con la casa de Chicago que le describió Doaks. Detrás de la puerta hay complicadas fuentes, de las que brota agua que cae sobre rocas volcánicas y riega unos jardines exuberantes. Parece que las residencias son de nueva construcción. Son casas de tres pisos, y cada una tiene su propio jardín y su piscina.

Se detiene frente al quiosco de adobe que hay en la entrada, y deja las bolsas en el suelo. Le da un golpecito a la ventana, y esta se desliza y deja entrever a un hombre joven, con un uniforme azul marino. Del bolsillo de la camisa le cuelga una identificación. Brett la mira con desconcierto.

—¿En qué puedo ayudarla?

Danielle intenta parecer una mujer muy cansada.

—Soy Marianne Morrison.

—Eh… un minuto —dice él, y saca una hoja que recorre con el dedo índice hasta el final de la lista. Alza la vista—. ¿De qué unidad?

Ella mira al cielo y suspira.

—Cuatro uno uno. Mire, ¿le importaría abrirme? Es casi la una de la mañana y acabo de llegar del aeropuerto, después de un vuelo muy largo desde Nueva York. Quiero entrar en casa, darle de comer al gato y acostarme.

Él vuelve a consultar la lista.

—Lo siento, pero soy nuevo. Chuck está enfermo…

—Bueno, Chuck sabe perfectamente quién soy —dice ella, y señala la puerta—. Y ahora déjeme pasar. No tengo tiempo para esto. Tengo dos operaciones de cadera mañana, y quiero descansar.

—¿Es usted doctora?

Ella gruñe.

—No, si le parece soy la empleada de mantenimiento. Ahora, déjeme pasar.

—¿Tiene alguna identificación?

—Dios Santo —dice ella. Deja las bolsas y se saca con ademanes furiosos el teléfono del bolso. Empieza a marcar—. ¿Cuál es su apellido, Brett?

Él palidece.

—Eh… ¿qué está haciendo?

—Llamar a dirección —le dice ella con calma—. Cuando Carl Mortenson sepa que me ha tenido esperando…

Él alza la mano.

—Eh, lo siento, ¿de acuerdo? Ya le he dicho que solo le estoy haciendo un favor a Chuck —dice con la voz temblorosa, y se oye un timbre al otro lado de la puerta—. Adelante, doctora Morrison. Disculpe la confusión.

Ella toma las bolsas, se da la vuelta y entra. La puerta se cierra tras ella. Danielle no mira atrás.

El reloj de cuco que está a la entrada, sobre la lujosa alfombra del portal, suena. Cuando para, el corazón de Danielle casi ha parado con él. Da unos cuantos pasos hacia el interior del portal. Está vacío. En la pared hay un plano enmarcado del complejo, con los números de los pisos. Danielle atraviesa las zonas comunitarias hasta que llega a la unidad de Marianne. La puerta de la entrada principal es blindada; no es de extrañar.

Empuja la puerta de teca y entra al patio trasero. La piscina brilla bajo la luz de la luna. Va de puntillas hasta la puerta trasera. Una vez más, ha tenido suerte. La puerta es de cristal.

Toma la bolsa de Doaks y extrae el pequeño estuche de cuero. Saca el cortador de cristal, que es capaz de cortar hasta diez centímetros de espesor. A oscuras no puede averiguar cómo funciona. Suelta una maldición y revuelve en su bolso hasta que encuentra su llavero, en cuyo extremo hay una diminuta linterna. Aprieta el botón e ilumina la herramienta. Aparece el nombre «Fletcher» en la fina varilla. En el extremo hay una ruedecita de metal. Así debe de ser como funciona. Como un corta pizzas.

Mira la puerta de cristal, y con ayuda del haz de luz de la linterna, calcula por dónde debe cortar. Aprieta la ruedecita contra el cristal y secciona un cuadrado junto al abridor de la puerta deslizante. No sabe cómo dar el siguiente paso, pero tendrá que averiguarlo. Busca de nuevo por la bolsa de Doaks y descubre una ventosa de goma. Lame los bordes y la pega en la sección del cristal que ha cortado. Después de rezar por que no haya alarma, Danielle tira suavemente de la ventosa y extrae el corte de una pieza. Guarda la herramienta y la ventosa y, con las manos temblorosas, mete la mano por el agujero y tira del abridor.

Entonces percibe un hedor que hace que se detenga en seco. Se tapa la nariz e intenta dar con el origen de aquel olor, pero sus ojos tardan unos momentos en adaptarse a la oscuridad. Se dirige hacia una lámpara de suelo y la enciende. El inquietante brillo de un halógeno inunda la habitación. Entonces avanza con cautela.

—¡Eh, tú! —dice alguien desde la piscina. Danielle se queda helada, y va corriendo hacia el pasillo. Se agacha frente a lo que parece una habitación de invitados. Ve un armario, que puede servirle de escondite si es necesario. El olor que percibió cuando entró en la casa es horrible allí.

—¡Vamos, Barry! ¡No tenemos toda la noche! —dice otra voz; parece que está a menos de un metro de distancia. Ella permanece inmóvil, con la espalda pegada a la pared.

—Estoy en el agua, idiota —grita otro.

—¿Estás seguro de que no están ahí?

—No, hace semanas que se fueron.

Danielle se cuela en el salón y mira, sin que la vean, desde un lado de la puerta de cristal. Son unos adolescentes que están desnudos, bañándose en la piscina. Se tranquiliza un poco. Silenciosamente, cierra el pestillo de la puerta de cristal. Después de unos momentos, vuelve a la habitación de invitados, corre las cortinas y enciende la lámpara del escritorio; entonces ve un ordenador y un monitor.

Al otro lado de la habitación hay un escritorio de madera. Sobre él hay una estantería, en la que brillan suavemente unas extrañas luces verdes. Emiten un sonido extraño, como un zumbido. La mesa está completamente cubierta de pequeños discos de plástico y recipientes de cristal de varias formas y colores. Se inclina sobre ellos y olfatea. El mal olor no emana de ellos. Danielle enciende su linternita para alumbrarlos. Son placas de Petri que contienen cultivos de hongos de todos los colores. Se acerca para leer los nombres: Stachybotrys atra. Aspergillus. Fusarium. Claviceps purpurea.

—Oh, Dios mío.

Parece el Centro de Control de Enfermedades de Atlanta. Mueve la linterna y encuentra una carpeta de color azul claro. Es muy pesada. Dentro hay cuadros detallados y registros que llenan cientos de páginas. Las secciones tienen nombres muy extraños: Aflotoxinas, ergotismo, micotoxinas. Danielle cierra la carpeta y busca por el resto de la habitación. Solo encuentra un taco de facturas, nada más; ni postales, ni correspondencia personal, nada que le revele algo diferente a lo que ya sabe de Marianne y Jonas. ¿Qué puede llevarles a Sevillas y a la jueza? ¿Pruebas de que Marianne hace experimentos extraños en su cuarto de invitados? Tal vez tuviera un trabajo de investigación en un laboratorio e hiciera parte de sus tareas en casa. Sea lo que sea, no significa que sea una asesina.

Apaga la lámpara y va a otra habitación. Allí, las cortinas están cerradas. Reina un olor a espacio cerrado y abandonado. Enciende la lámpara de la mesilla. Es el dormitorio de Marianne. La enorme cama tiene una colcha de encaje que apenas se ve bajo un mar de almohadones que ahogan la cama. Todo está tapizado con una tela de flores rojas y rosas, que hace juego con las cortinas. La habitación está llena de figuritas. Y, fuera de lugar en aquella habitación de estilo sureño, hay varias estanterías repletas de textos médicos y farmacéuticos.

Danielle abre el armario de Marianne, pero aparte de ropa, no encuentra nada, tan solo una llave diminuta al fondo de uno de los cajones. Registra la habitación buscando un joyero al que tal vez corresponda aquella llave. Nada.

Va a otra habitación que hay al final del pasillo. Está iluminada débilmente por dos luces nocturnas. Por lo menos, allí el hedor es menos fuerte. Esa debe de ser la habitación de Jonas, aunque no hay nada que indique que pertenece a un adolescente. La cama está hecha, y cubierta con una alegre manta de colores rojo y azul. En la pared hay un cuadro bordado de un niño pequeño arrodillado a los pies de su madre, que está sentada en una silla, con una mano sobre la cabeza del hijo. Debajo, en punto de cruz, unas palabras que a Danielle le resultan ominosas: Los niños buenos se portan bien. La habitación no tiene ventana. Sobre la cómoda hay una fotografía de Marianne con Jonas de bebé. El niño está envuelto en una mantita azul. Ella lo aferra contra su pecho y mira a la cámara. Su sonrisa está más allá del orgullo.

También hay un pequeño pupitre de madera que parece que se usó en la escuela elemental. Está lleno de arañazos y tiene las esquinas mordidas. Danielle abre un armario y ve una fila ordenada de camisas y pantalones. La ropa interior, los calcetines y los pantalones cortos están organizados en cajas de plástico sobre las baldas.

Danielle aparta la ropa de la cama. Le llama la atención un grueso anillo de metal. A cada lado de la cama hay unas correas de cuero. A Danielle se le acelera el pulso. Toma una de aquellas esposas; están hechas de metal forjado, y son pesadas y amenazantes. El cuero es más ligero y está agrietado. Ambas cosas están gastadas por el uso.

Se arrodilla y alumbra debajo de la cama con la linterna. Aparta una zapatilla deportiva y da con algo. Saca un objeto cubierto de polvo. Se pone en pie y ve que se trata de una pequeña caja negra conectada a un nylon rojo. Es un collar electrónico de perro.

Hace una rápida inspección de la cocina. No hay cuencos para la comida ni la bebida de un perro. Tampoco hay comida para perros en la despensa. Piensa en los agujeros que hay en el collar de neopreno, y que sirven para hacerlo más pequeño, tan pequeño como para que le sirva a un niño. Danielle se pone enferma. Vuelve a dejar el collar debajo de la cama. Después va al baño, pero no encuentra nada, salvo un armario con medicinas y cosméticos.

Vuelve a la habitación de invitados y abre el armario. El hedor que emerge de él es tan fuerte que le produce náuseas. Aquella es la fuente del olor asfixiante que contamina toda la casa. Se tapa la boca con la mano y enciende la luz. En el armario hay ropa de invierno, y en una de las baldas, algo que atrae su mirada. Parece que tiene luz propia. Es una cubeta de cristal que está medio abierta, como si a alguien se le hubiera olvidado asegurarle la tapa. El olor es tan fuerte que casi la ciega. Sin embargo, lo que hay dentro capta toda su atención. Parece una forma oscura suspendida en un líquido viscoso. El suave resplandor de color azul proyecta una sombra extraña sobre aquella silueta. Danielle pestañea. Lo mira como hipnotizada. Alguna parte primitiva de su cerebro se pone en alerta, y siente un miedo irracional. Casi sin poder respirar, dirige el haz luminoso de su linternita hacia la forma que hay en aquel frasco. Y lo que ve hace que retroceda como si hubiera visto una serpiente.

Son los ojos muertos y traslúcidos de un feto. Está flotando, paralizado y grotesco, en un fluido opaco. Danielle tiene que hacer un esfuerzo por luchar contra la bilis que le sube por la garganta. Mira de nuevo sus ojos, que en aquella penumbra parecen tener vida. Le imploran, intentan ganársela.

¿Para qué?

Después de un momento, lo entiende. Aquellos ojos diminutos piden piedad, justicia, venganza. Pero, por encima de todo, gritan por su madre.