Danielle cierra la cremallera de la bolsa de viaje y mira el reloj. Son casi las cinco. Acaba de recibir un mensaje de Max. Está haciendo más investigación y quiere que ella vuelva, ya. ¿Dónde está Doaks? Espera que su retraso se deba a que ha encontrado algo bueno por fin. Seguramente está atascado en el tráfico de Chicago. Justo cuando va a intentar llamarlo otra vez, alguien llama a la puerta de la habitación. Abre. Lo que ve no es lo que esperaba.
El doctor Jojanovich está en el umbral, con el sombrero entre las manos, pálido.
—Señora Parkman.
—Doctor Jojanovich —dice ella—. Qué… sorpresa.
Él señala débilmente con el sombrero hacia el salón.
—¿Puedo pasar?
Danielle se aparta.
—Por supuesto. Pase, por favor.
El médico avanza lentamente. Danielle lo ve sentarse en una butaca.
—Doctor, espero que no molestarlo, pero no tiene buen aspecto.
—Lo que me ocurre, señora Parkman, no tiene nada que ver con la salud.
—¿Quiere darme su abrigo? ¿Le apetecería tomar algo?
—No se preocupe por el abrigo —dice él—, aunque no me vendría mal un whisky, si tiene.
Danielle sirve un whisky con hielo y se lo da. Él toma un sorbo y sus mejillas recuperan algo de color.
—Perdone que haya venido sin llamar primero. Mi secretaria anotó el nombre de su hotel y el número de su habitación en mi agenda esta mañana —explica él, y mira su bolsa de viaje—. Veo que se va de Chicago.
—Se supone que tenía que tomar un vuelo a las seis de la tarde —dice ella—, pero me temo que me he retrasado.
Jojanovich mira al suelo. Cuando, por fin, alza la vista, tiene una mirada triste.
—Seguro que quiere saber por qué he venido.
Danielle asiente.
—No sé si algo de lo que voy a contarle puede beneficiar a su cliente, pero no quiero ocultar la información que tengo sabiendo que puede afectar a la vida o la muerte de una persona.
—Yo quiero oír cualquier cosa que tenga que contarme.
Jojanovich se retuerce las manos. Después las suelta y comienza su relato.
—Hace dos años, señora Parkman, contraté a una mujer para trabajar en mi consulta. Esta mujer era una magnífica enfermera. Nunca la había tenido mejor. De hecho, era tan buena en su trabajo que a menudo me preguntaba cómo podía ser tan afortunado de tenerla allí, cuando mi consulta no es precisamente… de altos vuelos —dice, y se le encorvan los hombros—. Después de varios meses, me sugirió que podía encargarse también de las tareas administrativas de la consulta. Yo accedí inmediatamente. Nunca había conocido a nadie igual Tenía una energía ilimitada. Mis pacientes la adoraban, y con ella en la consulta todo iba como la seda. Todo siguió así durante un año. Se llamaba Shannon Miller. Me temo que puede ser la misma persona por la que me ha preguntado usted hoy.
Danielle hace un esfuerzo por seguir pensando como una abogada.
—¿Por qué piensa eso?
—Porque encaja con la descripción que usted me dio.
—¿Era rubia?
—No, pero todo lo demás coincide. La altura, el acento sureño, la habilidad con los ordenadores… En dos meses esa mujer informatizó toda la gestión de la consulta. Era un hacha. Yo ni siquiera sabía cómo utilizar esa maldita cosa… —el médico sonríe tristemente—. Se suponía que un día iba a enseñarme.
—¿Cómo organizó la consulta?
Él se encoge de hombros.
—Compró un software de gestión médica. Introdujo las listas de los pacientes, las historias clínicas, las citas, los informes de laboratorio, la correspondencia. Se ocupó absolutamente de todo.
—¿Y todo con el ordenador?
—Sí —dice él—. Pensaba que mi forma de llevar la consulta era muy anticuada. Y seguramente tenía razón.
Danielle lo observa.
—¿Por qué se marchó, doctor?
Jojanovich saca un cigarro.
—¿Le importa?
—No, en absoluto.
Jojanovich enciende el cigarro, da una calada y después exhala pequeñas nubes de humo.
—Se marchó… por varias razones.
—¿La despidió usted?
—No. Pero supongo que tenía que haberlo hecho.
—¿Por qué?
Él evita su mirada.
—La señorita Miller dejó el trabajo sin previo aviso. Un día, las cosas iban perfectamente, y al día siguiente… se había marchado.
—Estoy muy desconcertada, doctor —dice Danielle—. Dice que ella se marchó por varios motivos. Después dice que desapareció.
El médico alza la vista con una expresión de tristeza absoluta.
—Descubrí esos motivos después de que se fuera.
Danielle le toca el brazo.
—Lo entiendo. Por favor, dígame qué fue lo que ocurrió.
Él yergue los hombros.
—Muy bien. Pero antes de que yo se lo diga, tiene que darme su palabra de que no va a alertar a las autoridades de sus actividades en Illinois. No quiero que la acusen de nada. ¿Entiende?
—Yo no tengo ningún control sobre lo que puedan hacer las autoridades de Illinois, pero no tengo intención de ponerme en contacto con ellas. ¿Le parece satisfactoria mi respuesta?
—Sí —dice él con alivio, y empieza a hablar de nuevo—. Cuando se marchó la señorita Miller, yo me quedé horrorizado. Aquella mujer lo había llevado todo con tanta diligencia que yo no tenía ni idea de lo que debía hacer cuando ella se fue. ¿Ha visto el ordenador que hay sobre mi escritorio?
Danielle asiente y recuerda que el ordenador ni siquiera estaba enchufado.
—Bien, cuando se marchó, yo no siquiera podía averiguar cuándo tenía una cita, y mucho menos qué facturas había que pagar, ni cómo acceder a las historias de mis pacientes. Cuando Shannon estaba allí, yo escribía los comentarios sobre los pacientes durante sus visitas, y ella transcribía las anotaciones en sus historias, en el ordenador. No sé. A mí siempre me pareció que estaba bien guardar las historias en carpetas, pero Shannon quería que todo estuviera informatizado. Después de que se fuera, tuve que llamar a una empresa para que me dijeran cómo seguir llevando la consulta. Me llevó semanas organizarlo todo de nuevo. Contraté a una nueva enfermera y volví a tener una recepcionista en la entrada. Quería que todo volviera a escribirse sobre papel, sobre un soporte que yo pudiera ver. Hice que la nueva chica subiera las carpetas del sótano, donde las había dejado Shannon después de meterlo todo en el ordenador.
—¿Y qué pasó entonces?
El médico suspira.
—La nueva empleada me trajo las historias al despacho. Me pidió que las mirara porque le creaban confusión. Me las llevé a casa y las leí cuidadosamente. Todas las historias estaban cambiadas.
—¿A qué se refiere?
Él aparta la mirada.
—Cuando revisé los documentos de los pacientes y lo que yo había anotado durante las consultas, me di cuenta de que las versiones que había en el ordenador eran… diferentes.
—¿Diferentes? ¿En qué sentido?
Jojanovich cabecea.
—La versión de la computadora, la que figuraba en la historia clínica oficial del paciente, no correspondía con lo que yo había anotado sobre ese paciente. Los cambios eran sutiles en algunos casos, pero en otros, no tanto. En algunos casos, aunque el estado del paciente estaba descrito correctamente, la medicación o el tratamiento que yo había recetado no.
Danielle no puede evitar tomar aire. Recuerda todo lo que sabía Marianne sobre la contraseña de las enfermeras y el procedimiento de seguridad del hospital. Se imagina los dedos de Marianne volando sobre el teclado del ordenador de Maitland. ¿Cambiando los registros de Jonas? ¿O los de Max?
Jojanovich no percibe su reacción.
—Muchas de las medicinas que figuraban en los registros informáticos, de hecho, estaban contraindicadas para lo que yo había diagnosticado. En algunos casos, las medicinas que ella había escrito podían haber puesto en peligro al paciente y podían haberle causado serios daños.
«Oh, Dios mío», piensa Danielle. «Jonas. Max».
—¿Y por qué iba a hacer eso?
El rostro del médico se oscurece.
—Llegaré a eso en un momento. También descubrí que Shannon había creado sus propios formularios médicos con mi nombre. Parece que anotaba el nombre del paciente, la historia médica, la fecha de la visita… Ese tipo de cosas. Shannon hizo un sello con mi firma —explica él—, de modo que no tuviera que molestarme a mí con las firmas rutinarias de correspondencia. En otras palabras, inventó síntomas y protocolos de tratamiento. Al principio no lo creí, pero cuando comprobé que había más de veinte historias falsificadas, no me quedó más remedio que aceptarlo.
—¿Y escribió usted recetas para los medicamentos que ella anotó en las historias falsas?
—Sinceramente, señora Parkman —dice él—, no lo sé. Todos los médicos que tienen una enfermera competente le permiten que escriba las recetas en un recetario firmado. Ella era una enfermera excelente. Yo no tenía motivos para desconfiar. Hasta más tarde.
—¿Y sus pacientes se quejaron de síntomas o problemas poco corrientes? —pregunta Danielle. Está pensando en Max, en su letargo, en su comportamiento violento, en la muerte de Jonas. Se estremece.
—Cuando Shannon se fue, algunos de ellos me informaron de síntomas irregulares, distintos a lo que yo hubiera esperado, pero los llamé e hice consultas gratis —dice Jojanovich—. Tuve que cambiar varias de las medicinas que Shannon había recetado sin mi conocimiento. Por suerte, ninguno de los pacientes se vio gravemente afectado. Pude corregir todos los problemas.
—Pero ¿por qué hizo eso? ¿Qué motivo podía tener para recetar medicamentos contraindicados a sus pacientes?
—Por supuesto —dice él suavemente—, todo resulta muy extraño hasta que una mujer entra en tu consulta y te pregunta por un paciente a quien tú nunca has visto, que ha sido asesinado, y te muestra un documento con tu firma.
Danielle reflexiona sobre lo que le ha dicho el médico. Esa misma pregunta le preocupa a ella. ¿Por qué tuvo Marianne que falsificar la referencia para que Jonas pudiera entrar en Maitland? ¿Y por qué eligió a un médico a quien había estado a punto de llevar a la ruina? Era una estupidez. Y Marianne no era precisamente estúpida.
—¿Por qué Shannon lo puso a usted como referencia para su hijo cuando sabía que iba a descubrir lo que había hecho cuando ella se fuera?
El semblante del médico refleja su miedo.
—Esto es muy difícil para mí, señora Parkman. Hay otro aspecto de este asunto, pero me siento reticente a hablar de él.
—¿Cuál es?
—El chantaje.
Danielle avanza hasta el borde del sofá. Jojanovich la mira con una advertencia en los ojos.
—Debe prometerme de nuevo que no va a usar nada de lo que yo le diga para demandar a la señorita Miller.
—Le he dado mi palabra, doctor. Puede confiar en mí.
Él asiente.
—Cuando la señorita Miller llevaba unos seis meses trabajando para mí, nuestra relación… cambió. Le atribuyo gran parte de mi incapacidad para detectar las actividades de las que le he hablado a este lapsus por mi parte.
—Tuvo una aventura con ella.
El médico asiente.
—Y ella inventó los documentos y escribió recetas falsas para chantajearlo por si no quería usted enviar a Jonas a Maitland.
Él niega con la cabeza.
—No. Yo nunca supe que tenía un hijo.
—¿Ella nunca le mencionó a Jonas?
—Nunca. Quería que me divorciara de mi mujer y me fuera a vivir con ella a Florida. Me dijo que yo era el amor de su vida. Que nunca había soñado…
—¿Y en qué consistió el chantaje?
—Ah, sí.
Él se saca un papel del bolsillo y se lo entrega a Danielle. Es una fotocopia de una hoja con el membrete de Jojanovich.
Mi querida Shannon:
Escribo esta carta lleno de emoción. Como te he dicho muchas veces durante el tiempo que hemos podido pasar juntos, te quiero desde el primer momento en que te vi. No solo porque has sido la mejor enfermera que he tenido el placer de contratar, sino también por tu belleza, por tu compasión, por tu personalidad y tu evidente inteligencia.
Te envío esta carta porque soy demasiado débil como para dejar a mi mujer. Siento una enorme tristeza y desesperación, pero debo dejarte libre. Soy un viejo, y tú eres una mujer joven y bella. Podrás conquistar a cualquier hombre que quieras.
Debo confesarte otra cosa. Me mortifica admitir que, a causa de mi obsesión por ti, no les he dedicado a mis pacientes toda la atención que merecían. De hecho, albergo el miedo de haber cometido varios errores diagnósticos y de tratamiento, que llegan al nivel de la negligencia médica.
Sé que esta carta te va a destrozar, no solo emocionalmente, sino también económicamente. Quiero que puedas construirte una nueva vida sin preocupaciones, así que te adjunto la cantidad de ciento setenta y cinco mil dólares. Voy a regalarte esta suma en efectivo, porque no quiero que tengas que pagar impuestos por ella. Es tuya, y puedes hacer con ella lo que te plazca. Por favor, no te pongas en contacto conmigo. Sería desastroso para ambos.
Boris.
Danielle encuentra el formulario que ella ha llevado consigo desde Plano, y compara la firma del doctor que figura en ambos papeles. Son idénticas. Mira a Jojanovich, que tiene los ojos clavados en el suelo.
—Usted no escribió esto.
Él sonríe con amargura.
—Claro que no, señora Parkman. Después de que ella se marchara, recibí un sobre grande por correo. No tenía remite.
—Siempre una secretaria eficiente.
Él asiente.
—El membrete y la firma eran las mismas que ella usó cientos de veces en la oficina cuando gestionaba la correspondencia. Solo tenía que escribir el texto al paciente.
Danielle asiente.
—Entonces, ella tiene la carta original en alguna parte. Y si alguien se la pide, dirá que se la envió usted.
—Exacto.
—¿Le envió el dinero?
—Sí —responde él con tirantez—. Tuve que sacarlo de mi jubilación, pero le envié el dinero.
—¿Intentó ir a su casa de Chicago?
—Sí, una vez. Pero ella ya se había marchado.
—¿Y se ha puesto en contacto con usted desde entonces?
—No. ¿Por qué?
Danielle no sabe qué más puede preguntar.
—¿Puedo quedarme esta fotocopia?
—En realidad, desearía que se la quedara. No quiero volver a verla —dice él, y suspira—. Bueno, señora Parkman, esta es mi historia. Una historia patética de un viejo idiota que fue engañado. Seguro que no es nada original.
Danielle asiente. Jojanovich se levanta con esfuerzo de su asiento, como si el hecho de haber relatado su desgracia le haya hecho más viejo que cuando empezó. Danielle lo toma del brazo mientras lo acompaña hacia la puerta. Él se lo permite. Ella abre la puerta mientras él se pone el sombrero y se abrocha la gabardina.
—Doctor —dice—, no sé cómo darle las gracias. Ha sido muy valiente por venir. Y ha hecho lo correcto.
—Debí haberlo hecho hace mucho tiempo, señora Parkman —dice él con tristeza—. Mucho tiempo.
La puerta se cierra tras él. Danielle se da la vuelta y se acerca a la ventana. Todo lo que le ha contado Jojanovich le hierve en la cabeza. Intenta encajar las piezas de Marianne en Maitland, la muerte de Jonas y la medicación de Max. Mira la bolsa de viaje; no va a ir a ninguna parte hasta que consiga aclarar todo eso. Observa la ciudad brillante desde la ventana de la habitación, aunque en realidad no ve nada. Siente un cosquilleo en la nuca. Está crispada.