Veinticinco

El cielo está tan negro como el humor de Doaks. Sobre el parabrisas cae una lluvia intensa que emborrona las imágenes. El taxi recorre calles poco cuidadas. El pavimento tiene baches y agujeros, y las casas adosadas asoman detrás de aceras torcidas y cubos de basura llenos. Allí, el moho es un olor y un color. Sube desde el suelo y trepa hasta las vigas.

Doaks conoce aquellas casas, aquella gente. Son personas trabajadoras que tienen miedo de esperar que las cosas mejoren, y más miedo todavía de que esa esperanza no las haga mejorar. Por fin, el taxista se detiene junto al bordillo y señala. Doaks le dice que espere un rato. Toma su gabardina, sale del coche y se dirige hacia una casa vieja de ladrillo, que parece igual que las demás. Sube al porche y saluda a un perro labrador que está muy mojado. Después llama a la puerta. No responde nadie.

Mira por una ventana sucia con las manos ahuecadas alrededor de los ojos. Al frotar el cristal con la manga para ver mejor, se da cuenta de que la porquería no está por fuera. Guiña los ojos y distingue algo de luz en el vestíbulo. Llama al timbre. Mientras espera, observa los porches de las casas contiguas, pero no ve a nadie. Seguramente están trabajando. Si no lloviera tanto, habría niños jugando en la calle o ancianos meciéndose y fumando; alguien con quien él pudiera hablar.

Después de cinco minutos llamando, Doaks suelta una maldición. Se ha quedado helado. Bueno, ya lo ha hecho. Tal y como le dijo a Danielle, un callejón sin salida. Mira el reloj; tiene tiempo suficiente para ir a recogerla y marchar al aeropuerto.

Empieza a bajar las escaleras cuando oye un ruido a sus espaldas. Ve una figura detrás de la ventana y se acerca de nuevo. La puerta se abre una rendija, y habla una mujer con la voz ronca.

—¿Qué quiere?

—Buenas tardes, señora —dice Doaks, quitándose el sombrero y poniéndoselo en el pecho—. Estoy…

—¿Intentando vender algo? —pregunta la mujer, mientras la puerta se abre un poco más—. Pues mejor será que se vaya.

Doaks entrevé a una mujer de estatura baja y pelo gris. Cuando ella empieza a cerrar la puerta, él hace el clásico movimiento de la puntera del zapato y se lo impide. Antes de que la mujer reaccione, él ya está hablando.

—Siento molestarla, pero estoy buscando a una mujer que vive aquí, o que vivía aquí. Si tiene un minuto para ayudarme, se lo agradecería mucho.

La anciana empieza a cerrar de nuevo.

—No hablo con nadie de este vecindario, señor. Váyase.

—Por favor, señora, es mi esposa —dice él—. Se ha largado, y usted es la única que puede ayudarme.

La puerta permanece abierta. La mujer lo mira de arriba abajo por encima de la cadena. Doaks pone ojos de cordero.

—Eh, me quedaré ahí fuera, bajo la lluvia. Solo soy un tipo que está buscando a su hijo, eso es todo.

Bingo.

La puerta se abre, y la mujer aparece por completo. Él calcula que tiene unos setenta y cinco años, tal vez ochenta. Lleva una bata de chenilla muy desgastada.

—¿Cómo se llama usted? —le pregunta.

—Edwin Johnson, señora. Soy fontanero, de Norman, Oklahoma.

—¿Y a quién está buscando?

—A una señora. A mi exmujer.

—¿Y ella cómo se llama?

—Marianne Morrison. Es así de alta —dice él, y se pone la mano en el pecho—, rubia, de ojos azules. Cuarenta años.

—Aquí no hay nadie así.

—Sí, señora, lo sé, pero vivió aquí hace un tiempo. Escribió esta dirección en este formulario médico de mi hijo.

—Aquí no ha habido rubias. Una morena, sí. ¿Cuántos años tiene su hijo?

—Diecisiete años.

A ella se le encienden los ojos. Abre la puerta un poco más y sale al porche. Él vuelve a sonreír, pero ella ignora su patético intento de hacerse el simpático.

—Tengo que preguntarle una cosa —dice la anciana.

—¿Sí, señora?

—¿Su hijo tenía algo especial?

—Sí, claro que sí —responde él—. Se llama Jonas, y tiene algunos… problemas. Es autista y se comporta de una forma un poco rara…

—¿Está dispuesto a pagar sus deudas? —pregunta ella con una mirada aguda y clara—. Como es su marido…

—Claro que sí, señora —dice él, y se agarra las manos como un predicador—. No tengo ni un dólar, pero siempre cumplo con mis obligaciones familiares.

Ella lo mira con impaciencia.

—Esa zorra me dejó a deber dos meses de alquiler. Supongo que no es difícil para las morenas volverse rubias, y al revés.

Doaks no puede creer que Danielle haya dado con algo de verdad, aunque no sea demasiado. Sigue a la mujer hacia el interior del vestíbulo, y la anciana hace que se limpie los pies en una toalla vieja que usa como felpudo. Él cuelga la gabardina mojada y el sombrero en un perchero desvencijado y va tras ella hacia el salón. La anciana se sienta en una butaca reclinable del tiempo en que Eisenhower era presidente, que tiene el relleno salido. Sobre una mesita hay un cenicero y un paquete de Lucky Strike sin filtro. Ella saca uno y lo enciende. Inhala profundamente y cierra los ojos, sin inmutarse ante el primer choque de tabaco puro. Él saca uno de sus cigarros Marlboro light y lo enciende. Permanecen sentados, fumando, mirándose el uno al otro.

El salón es agobiante. La lámpara del techo emite una luz mortecina que ilumina los cuerpos de las polillas que han muerto dentro del cristal durante los últimos cincuenta años. En la pared hay manchas de humedad. La televisión está sobre un cajón de plástico, y parece tan vieja que él se pregunta si es en color. Echa hacia atrás la silla e intenta ver algo más de las escaleras.

—¡Deje de hacer eso! —le dice la anciana—. No intente fisgonear. Esta no es su casa, señor. Es mía.

Doaks vuelve a poner cara de contrito.

—Disculpe, señora. Solo estaba intentando imaginarme aquí a mi mujer y a mi hijo, pensar en cómo vivían y adónde han podido ir…

—Tonterías.

—¿Cómo?

—He dicho «tonterías». Vamos a dejarnos de bobadas, ¿eh, señor Johnson? —dice la señora, con una sonrisa que muestra su dentadura estropeada. Ya se ha terminado el cigarro, y apaga la colilla con los dedos amarillentos en el cenicero—. O mejor dicho, sea usted quien sea. No es malo, pero yo soy mejor. No sabe absolutamente nada de esa mujer y de su hijo, ¿verdad?

Doaks se queda callado.

Ella sonríe con astucia.

—Tiene cara de detective privado.

Doaks sonríe también. No le importa que lo haya descubierto, siempre y cuando hable.

—Sí, tiene razón.

Ella asiente, como si él hubiera pasado una prueba.

—¿Y por qué ha venido a molestar a una anciana? —pregunta ella, y al ver la dirección de su mirada, le hace un gesto hacia una botella de whisky y un vaso sucio que hay sobre la televisión. Él le lleva ambas cosas. Ella sirve una buena cantidad y le ofrece el vaso a Doaks.

—No se preocupe. Beba usted.

Ella niega con la cabeza.

—Tómelo.

—¿Quiere que vaya por otro vaso? —pregunta él. Si ella le permite ir a la cocina, podrá echar un vistazo.

—No, a mí me gusta beber de la botella —dice la mujer. Entonces le da un trago al whisky y frunce los labios con satisfacción—. Vamos a hablar de negocios.

—Muy bien —dice él—. Sin tonterías. Un niño autista de diecisiete años ha sido asesinado, o se suicidó, en una clínica mental de Iowa. El niño vivió aquí. Yo estoy intentando encontrar a la madre.

—¿Y por qué?

—Represento a otro chico que estaba en el mismo hospital, y a quien están intentando condenar por el asesinato. Yo no creo que lo hiciera él. Quiero recopilar información sobre el niño que murió para poder demostrar que se suicidó. ¿Puede decirme algo usted? ¿Cuánto tiempo vivió aquí esa mujer? ¿Se dejó algo cuando se marchó?

La anciana sonríe.

—¿Y qué saco yo?

La sorpresa es que no lo haya preguntado antes.

—¿Qué le parece justo? —dice él, y alza una mano—. Nada de locuras. Lo justo.

Ella alza los brazos.

—Mire a su alrededor, señor. Soy una vieja sin dinero, sin familia, sin nada —dice, y se toca la sien con el dedo índice—. Salvo lo que tengo aquí y los pocos dólares que consigo de llevarle el alquiler de este sitio asqueroso a un pez gordo de la ciudad. ¿Le parece que eso es justo?

—Veinte dólares —dice él. Hace mucho tiempo que dejó de pagar buen dinero por las historias de las viejas. El dinero que le dé a aquella mujer solo servirá para agrandarle el agujero que tiene en el hígado en cuanto él salga por la puerta.

—Cincuenta —replica ella con los ojos brillantes.

—Hecho —responde Doaks. Se saca dos billetes de veinte dólares y uno de diez del bolsillo y se los pone en la mano.

Ella se los cuelga del cinturón de la bata.

—Si me los metiera aquí —dice, señalándose el lugar donde en algún momento estuvo el escote—, se caerían al suelo en cuanto me pusiera de pie.

—Vamos al grano.

—Era una lagarta, eso es lo que era —empieza la anciana—. Vivió aquí con su hijo hace dos años, más o menos. Tenía el pelo castaño, llevaba ropa buena e iba muy maquillada. Siempre se retrasaba con el alquiler. Yo fui tan tonta como para permitírselo —dice, y se encoge de hombros—. Era por el niño, ¿sabe? Me daba lástima. Bueno, ella siempre tenía aquí a gente de la iglesia, de día y de noche. Ellos cuidaban al niño mientras ella iba a trabajar. El niño era un desastre. Siempre estaba haciendo ruidos raros y arañándose. Después de un año de estar aquí, se marchó.

—¿Y sabe usted dónde fue?

—No —dice, y le sirve otro trago a Doaks—. No lo sé y no me importa. Pero el dueño me echó una buena bronca, eso sí puedo decírselo.

—¿Se dejó alguna pertenencia?

—¡Ja! Se dejó un montón de porquerías, eso es lo que se dejó. Este sitio era un asco.

Él suspira.

—¿Se dejó algo en lo que figurara su nombre? ¿Alguna factura, algún cuaderno, alguna chequera?

Ella entorna los ojos como un gato que mira a su presa. Entonces, él se saca otros veinte dólares del bolsillo.

—No se los daré a menos que usted me dé algo a mí. Y no me refiero a una bota vieja o a unas horquillas. Me refiero a algo que lleve su nombre, algo que yo pueda usar.

—No hay mucho —admite ella.

—¿Mucho de qué?

—Ya se lo he dicho. Dejó este sitio hecho un asco: ropa sucia, comida y basura en la cocina… Lo tiré casi todo. Había papeles viejos, facturas, cosas de esas. Pero todavía tengo una caja de cosas suyas en la buhardilla —dice la anciana, y señala hacia arriba mientras mira con avidez el dinero que él tiene en la mano.

—No tan rápido —le dice él. Se mete los veinte dólares al bolsillo y se pone en pie—. Primero enséñemelo. Si no hay nada que merezca la pena, usted se queda con sus cincuenta dólares y yo me voy, ¿entiende?

La mujer le lanza una mirada asesina, pero se levanta también. Después va caminando lentamente hacia las escaleras y empieza a subir. Cuando llegan arriba, entran en un dormitorio muy pequeño, en el que cabe poco más que una cama. Ella señala un armario. Él abre la puerta y mira el interior. Está lleno de ropa que apesta a ambientador de lavanda. Doaks aparta algunas cosas con un pie.

—¿Tiene una escalera? —pregunta.

Ya está sudando como un estibador. El aire de aquella habitación no se ha movido desde el año mil novecientos veintiocho. Ella le señala un rincón, y él coloca una silla bajo la trampilla del techo, que es tan bajo que se puede asomar la cabeza al ático solo con ponerse en pie. Está oscuro como la boca del lobo, salvo por algunos rayos de luz que entran por los agujeros del techo. Él gruñe al impulsarse con las manos para subir al suelo de la buhardilla a través del hueco. Después de varios intentos y bastantes palabrotas, por fin lo consigue. Percibe un olor a heces de ratón, a moho y a podredumbre.

—Maravilloso.

—Hay un interruptor de luz en algún sitio —le dice la anciana—. No se siente sobre él.

—Y me lo dice ahora —murmura él. Palpa a su alrededor, pero solo toca suciedad y madera podrida. Por fin sus dedos topan con el interruptor, que sobresale de una vieja viga. Lo enciende. Nada—. ¿Tiene una linterna?

Parece que la anciana tampoco tenía mucha fe en el interruptor. Mientras él está ahí arriba, ella ha ido a buscar una linterna decente. Se la lanza, y Doaks la agarra. Está tan acalorado que le caen gotas de sudor por el pecho.

—Primero, la maldita lluvia, y ahora este maldito infierno —farfulla.

Le gustaría ver a Sevillas allí, entre ratas y excrementos.

Suena su teléfono móvil. Se lo saca del bolsillo y responde:

—¿Qué?

—Soy yo, Danielle.

—Pensaba que eras la Reina de Saba —gruñe él—. Estoy hundido hasta las rodillas en mierda de rata.

—¿Has averiguado algo?

—No, tal y como te dije. Espero que tengas la maleta hecha, porque nos vamos dentro de una hora.

—Por favor, Doaks, sigue intentándolo —le ruega ella—. Es la única pista que tenemos.

—Entonces deja de molestarme —dice él—. Le dedicaré dos minutos más, y después me marcho de aquí.

Cuelga el teléfono y vuelve a metérselo en el bolsillo. Enfoca con la linterna hacia el suelo, y ve tres cajas de cartón. Alumbra la primera; está llena de fotografías de una versión más joven de la mujer que está abajo. Está claro que la edad le ha pasado factura. La segunda se deshace cuando intenta abrirla. Llega a la tercera y aparta las solapas. Bolsos viejos, zapatos desparejados, un paraguas que ha perdido casi todas las varillas. Encuentra un collar de cuero rojo con una cajita adosada y lo ilumina con la linterna. Es un collar de castigo para perros.

Doaks se siente frustrado. Allí no hay nada, solo unas porquerías que cualquiera tiraría si escapara sin pagar el alquiler.

—¿Por qué esa vieja me ha hecho subir, con cincuenta y seis años de edad, hasta aquí arriba, si sabía que solo iba a encontrar mierda de rata? —se pregunta. Se inclina por la trampilla del ático y grita—: ¡No he encontrado nada!

—¡Busque en la caja! —responde ella con impaciencia.

—¿Por qué no sube usted aquí y mira en esa apestosa caja?

Mira de nuevo la tercera caja y, finalmente, le da la vuelta. El aire se llena de polvo, y de la caja cae un papel que flota hasta el suelo. Doaks lo toma y lo alumbra con la linterna.

Estimada señora Morrison:

Le agradecemos que se haya puesto en contacto con Hipotecas Americanas para el Hogar en relación a su posible adquisición de una residencia en 2808 Leek Street, Phoenix, Arizona. Lamentamos informarla de que no podemos ayudarla en la financiación de esta propiedad…

Doaks le da la vuelta al sobre para ver la fecha.

Es del siete de abril de dos mil nueve. Unos pocos meses antes de que Marianne llevara a Jonas a Maitland.

Vuelve a darle la vuelta.

Tal y como solicitó, vamos a remitir una copia de esta carta a sus direcciones de Chicago y Arizona, para que pueda recibirla en caso de que esté trasladándose. Desert Bloom Apartments, Unit 411, 6948 E. Ranch Road, Phoenix, AZ 85006.

Doaks apaga la linterna, se guarda el papel en el bolsillo y baja rápidamente. Con la luz del dormitorio, se da cuenta de que está cubierto de una capa negra: suciedad, excrementos, alas de insectos… Huele como si se hubiera revolcado en estiércol de elefante. La anciana lo está esperando. Arruga la nariz.

—No es mi ático, señora —dice él, y se saca el papel del bolsillo—. ¿Cómo dijo que se llamaba esa mujer?

—Shannon Miller.

—¿Alguna vez vio su documento de identidad?

Ella lo mira con amargura y agita una mano.

—¿Le parece que esto es el Ritz?

Doaks se encoge de hombros y se da la vuelta para marcharse. Mira el reloj. Son casi las cinco. Ya no van a poder tomar ese vuelo de las seis. Tiene que volver al hotel y decirle a Danielle lo que ha encontrado. Después necesitan llamar a Sevillas. La anciana lo toma del brazo.

—Quiero mi dinero.

—¿Por qué? ¿Por una porquería de papel? —pregunta él, y cabecea—. Ni hablar.

—Teníamos un trato. ¡Mi dinero!

Ella lo va maldiciendo por todas las escaleras. En el vestíbulo, Doaks toma su gabardina y su sombrero. Ella se plantifica en la puerta, en jarras, para impedirle el paso.

—Si no ha encontrado nada, ¿por qué se lleva ese papel?

Él se saca los veinte dólares del bolsillo y se los pone en la mano. Después le hace una reverencia.

—Y, señora —dice con un guiño—, le doy las gracias por su hospitalidad y le deseo una larga vida.

Antes de que ella pueda responder, él vuelve al taxi y le indica al taxista que lo lleve a toda velocidad al hotel.

—Odio a las mujeres viejas —dice, dirigiéndose a nadie en particular.

—Las jóvenes tampoco son precisamente maravillosas —responde el conductor.

—Sí —dice Doaks—, pero por lo menos, cuando te fastidia una joven, no te sientes tan mal.