Cuando Danielle entra en el vestíbulo del hotel, el cielo se está despejando. En el mostrador de la entrada, el recepcionista le entrega la llave de la habitación con una sonrisa y una pregunta amable sobre su día. Ella murmura alguna respuesta y, por costumbre, pregunta si tiene mensajes. Hay uno de Max: «Llámame». ¿Cómo sabe en qué hotel se aloja? En este momento no puede llamarlo, porque todavía no ha conseguido ni lo más mínimo que justifique aquel viaje impulsivo a Chicago, y porque tiene que asimilar el hecho de que esa locura puede costarle la cárcel, donde no podrá hacer nada por salvarlo. Tampoco puede decirle que tal vez su mejor opción sea aceptar el trato que les ha ofrecido el fiscal, y que eso significaría que él va a quedar encerrado en Maitland, seguramente durante varios años. Georgia la llamó el día anterior, y Danielle le dijo qué era lo que estaba haciendo en Chicago. Georgia se quedó horrorizada al saber que Danielle se había arriesgado de esa manera, pero prometió que no diría nada sobre su paradero. Le aseguró a Danielle que Max estaba bien, pero Danielle supo, por el tono de voz de su amiga, que el estado de ánimo de su hijo no debía de ser el mejor. Danielle sabe que debe de estar frenético porque ella se ha marchado. Le envía un mensaje de texto diciéndole que lo quiere y que lo llamará pronto.
Lo único que quiere hacer es subir a la habitación y darse un baño caliente, y olvidar la desesperanza que se ha apoderado de su vida. El ascensor está vacío. Cuando llega a su piso, está agotada. Mete la llave en la cerradura y entra. Las cortinas están cerradas. Se quita los zapatos y la chaqueta. De repente se siente tan cansada que no tiene fuerzas ni siquiera para bañarse. Va hacia el dormitorio, pero antes de entrar, oye algo. Parece que viene de la sala de estar. Se detiene. Escucha. Nada. Va de nuevo hacia el dormitorio, pero lo oye de nuevo. Vuelve de puntillas al salón. Está oscuro.
Hay alguien sentado en el sofá de cuero. Es un hombre. Tiene los pies sobre la mesa de centro de cristal.
—¿Tienes idea de lo tonta que eres?
Ella enciende la luz.
—¡Doaks!
—Sí, Doaks. ¿A quién te esperabas? ¿A los federales?
—¿Cómo me…?
—Soy detective, ¿o es que no te acuerdas? Convencí a la chica de la recepción para que me diera una llave extra de tu habitación. Le dije que era tu marido, ni más ni menos —dice él, sonriendo—. Además, es mi trabajo; encontrar a graciosillas como tú, que quieren hacer proezas, y volver a llevarlas a donde tienen que estar. Tampoco me ha venido mal que ese niño tuyo te esté siguiendo la pista y confíe en mí, por lo menos lo suficiente como para decirnos dónde estabas —Doaks agita la cabeza y prosigue—: Es un genio con ese cacharro, sin duda. Y se enfadó mucho cuando se enteró de dónde estabas.
Danielle no sabe por qué ha pensado en algún momento que podía mantener aquel viaje en secreto.
Doaks lleva una gabardina y un sombrero de fieltro viejo, y parece que le ha pasado por encima un rebaño de alces.
—¿Sabes lo enfadado que está Sevillas contigo? Alégrate de que consiguiera convencerlo para que me dejara venir aquí y llevarte a rastras a casa. Si se hubiera salido con la suya, habría enviado a la policía para que te pusiera unos grilletes y te llevaran a Plano —dice, y se saca un sobre del bolsillo de la gabardina—. De Tony.
Ella abre el sobre y se encuentra con unas palabras escritas a toda prisa en una hoja.
Danielle:
Por favor, vuelve ahora mismo. Sabes lo que siento por ti, pero no puedo proteger a Max de esta manera. Todo saldrá bien, pero tienes que hacerme caso. Es la única forma de poder ayudar a Max.
Tony.
Danielle se sienta frente a Doaks. Lo único que siente es cansancio. Agotamiento.
—No voy a intentar defenderme.
—No, seguro que no. Pero ¿qué demonios estás haciendo aquí? Tengo que concederte que has sido muy lista para quitarte la tobillera; si lo averiguan antes de que volvamos, cosa que dudo, el viejo Reever va a ser el hazmerreír del cuerpo. Cuando vi la caja debajo de tu cama, pensé en ponerle un lazo rojo y mandársela por Navidad.
—¿Cómo entraste en mi apartamento?
Él se limita a mirarla.
—Está bien, está bien —dice ella, con un suspiro.
—Deberías haber respondido al teléfono móvil —le dice él suavemente—. Habernos dicho que tenías problemas femeninos, o algo de eso. Nos habrías alejado durante unos días.
—Tenía una pista —respondió ella—. Te pedí que lo investigaras, pero tú no quisiste.
—Una pista, ¿eh? Pareces Perry Mason. Entonces, ¿ahí es donde has estado todo el día? ¿Siguiendo tu pista?
Ella asiente.
—¿Y has conseguido algo?
Ella niega con la cabeza.
—Ummm —murmura Doaks. Baja los pies al suelo y mira a su alrededor por la habitación—. ¿Tienes algo de beber aquí? Estoy seco.
Ella se levanta y saca varias botellitas de alcohol del minibar. Él señala dos de ellas. Danielle saca dos copas y sirve las bebidas. Después de dar el primer trago, Doaks mira los papeles que hay sobre la mesa, y su bolsa de viaje.
—Bueno, señorita, termine la bebida y haga su equipaje. Tenemos un vuelo a las seis de la tarde. Si puedo llevarte al apartamento sin que los de la comisaría se den cuenta, tal vez salgamos de esta con el trasero intacto.
Danielle toma un buen sorbo de su copa.
—No voy a volver. Tengo una cosa más que investigar.
—No te pongas burra. Vas a hacer la maleta y vas a venir conmigo. Vamos a volver a casa a prepararnos para la vista. No tengo tiempo de andar vigilándote para que no te metas en líos.
Ella deja el vaso en la mesa y responde:
—Mira, John, te agradezco mucho lo que estás tratando de hacer, pero tengo que investigar esta última pista. Después iré contigo, te lo prometo.
Él apura su copa y hace ademán de tomar la de ella. Antes de que Danielle se la entregue, le estrecha la mano.
—Me alegro mucho de que estés aquí. En este momento no se me ocurre otra persona con la que quisiera estar.
Él tiene la voz ronca, pero su mirada se ablanda.
—Está bien, nenita, será mejor que me expliques lo que pasa —dice. Alza la mano derecha y añade—: No digo que vaya a hacerte caso. Solo digo que tienes cinco minutos antes de que te eche a mi hombro y te lleve a casa. Dispara.
Ella le muestra el papel y la dirección que está escrita debajo del nombre de Jonas. Le habla de lo extraño que es el hecho de que el doctor Jojanovich enviara a Jonas a Maitland, de su entrevista con el médico y de lo que reflejan los documentos de admisión de Maitland. Él lo estudia todo durante un momento.
—Esto no es importante. Lo sabes.
Ella suspira.
—Sé que no parece mucho, pero es lo único que tengo. En alguna parte tiene que haber información sobre si Jonas tenía tendencias suicidas o no.
—Pero eso no demuestra que Max no estuviera tendido junto al chico, ni que tú no estuvieras intentando sacarlo de la habitación con el arma homicida en el bolso. ¿Y qué tienes pensado hacer ahora, señorita James Bond? ¿Meterte en alguna casa que ni siquiera sabes si tiene algo que ver con el niño muerto? Llevo toda mi vida trabajando en la investigación, y sé que esto es una pérdida de tiempo.
—Puede que sí, pero es mi tiempo —dice ella. Se pone en pie y se calza—. Y voy a comprobar lo que hay en esa dirección antes de volver a Iowa.
—¿No quieres saber lo que hemos averiguado nosotros desde que tú volaste del nido?
Danielle se detiene.
—¿Qué?
Doaks se acomoda en el sofá y se pone las manos detrás de la cabeza.
—Hemos investigado un poco sobre nuestro querido Fastow. No está tan limpio como piensa esa vieja bruja de enfermera.
Danielle se sienta.
—¿Qué?
—No he sido yo. Ha sido ese genio de niño tuyo. Con su teléfono barrió con Google toda la Internet, aunque no tengo ni idea de qué significa eso. Nunca he tenido ordenador, ¿sabes? Bueno, pues parece que tú tenías razón. Está metido hasta el cuello en algún tipo de investigación.
—Pero ya sabíamos que está haciendo investigación sobre psicotrópicos. ¿No hay nada más concreto?
—¿Y cómo voy a saberlo? —protesta él—. Estaba justo en mitad de ese asunto cuando he tenido que salir corriendo para apagar otro de tus fuegos.
—¿Has conseguido que analicen la sangre de Max?
—He movido algunos hilos. Supongo que tendremos los resultados mañana, aunque todavía no sé cómo los vas a usar.
—Tendré que explicarle a la jueza cómo conseguí la muestra. Me revocarán la libertad bajo fianza, pero Tony podrá hacer una petición para que realicen otro análisis de sangre que confirme los resultados del de la muestra que tomé yo.
—¿Y crees que el tribunal se la concederá?
—Eso espero. Si los análisis dan el resultado que creo que van a dar, podremos aportarlos como prueba de que lo que hiciera Max fue culpa de las medicinas que le estaba dando Fastow. Diremos que no hay ninguna otra explicación para la agresividad de Max, y los demás comportamientos extraños que tuvo.
Doaks agita la mano.
—Como sea.
—¿Y las pastillas? —pregunta Danielle.
—Lo mismo.
—¿Llegarán a tiempo para la vista?
—En teoría sí —dice él, y se pone en pie—. Y esa es otra de las razones por las que tenemos que salir corriendo de aquí y tomar ese avión. Vamos.
Ella no se mueve.
—No te lo voy a decir dos veces, Danielle.
Ella se levanta.
—Volveré a Iowa en cuanto haya ido a investigar esa dirección.
—Maldita sea. Mujeres —dice él. Toma su sombrero y extiende la mano para tomar el papel—. Vamos, dámelo.
—No.
Él se acerca a ella.
—He dicho que me lo des.
Danielle obedece.
—No importa. Me sé de memoria la dirección.
—Eres un prodigio —dice él, y se mete el papel en un bolsillo de la gabardina—. Si no tuviéramos tiempo de sobra, no haría esto. Ahora, siéntate en ese sofá y no te muevas de aquí hasta que yo vuelva.
Danielle empieza a discutir con él, pero mira su mandíbula apretada y lo piensa mejor. Él se va hacia la puerta. Ella lo sigue con un sentimiento de frustración.
—¿Estás seguro de que no quieres que vaya contigo?
Él la mira.
—Doaks, yo… —a Danielle se le quedan las palabras en la garganta.
—Sí, me debes una, ya lo sé —dice él, y aunque gruñe, ella ve afecto verdadero en sus ojos—. Hazme un favor, ¿quieres?
—Por supuesto.
—Ten el teléfono móvil encendido y responde cuando te llame.
Le guiña un ojo y sale de la habitación. Ella cierra la puerta. Y espera.