Danielle se pasea de un lado a otro por su habitación del hotel de Chicago. Mira por la ventana y recuerda la última vez que estuvo allí. Fue dos años antes, por un caso de desfalco que la llevó a ese mismo hotel. El Whitehall le recuerda todo lo que ella era antes, le recuerda la pelea intelectual durante el día, y las largas cenas con sus clientes en buenos restaurantes por las noches. Aquel establecimiento tiene un lujo a la vieja usanza, que está ausente en la mayoría de los hoteles estadounidenses. La nota escrita a mano que hay sobre la almohada de su cama; el grueso albornoz blanco que cuelga de la puerta del baño; y una copa de su coñac favorito servida en una mesa auxiliar. Todos esos detalles le recuerdan su última visita. El hotel está en Michigan Avenue, en Gold Coast, y le habla de tiempos pasados, que quizá no vuelvan nunca.
Tiene que resistirse a responder a las llamadas de Tony. Sabe que se va a subir por las paredes si averigua que ella ha vuelto a quebrantar las estipulaciones de su libertad condicional. Con suerte, estará de vuelta en Plano esa misma noche, con una información que impedirá que la vista sea desastrosa para ellos. Es una mujer desesperada que se aferra a cualquier cosa. No puede dejar de investigar ni una sola pista.
La noche anterior, cuando estaba segura de que Sevillas dormía, Danielle le dejó un mensaje en el contestador para informarle sobre Georgia y decirle que debía ponerla en la lista de visitas de Max en calidad de asistente de la defensa. Le indicó que permitiera a Georgia que visitara a Max siempre que quisiera, y siempre que Max la necesitara. Danielle se estremece al pensar en cómo habrá reaccionado Tony ante aquella orden unilateral. Se alegra de no estar allí cuando él averigüe dónde ha ido, y lo que está haciendo. Si todo sale según sus planes, él no lo sabrá nunca. Ha hecho prometerle a Georgia que le dirá a Tony que está enferma, en cama.
Se sienta con una taza de café en la mano, y en ese preciso instante, recibe una llamada de Max. Siente una punzada de pánico en el corazón.
—Cariño, ¿estás bien?
La voz de Max es de miedo y de ira.
—¿Qué estás haciendo en Chicago? ¿Cómo puedes dejarme aquí y marcharte sin decirme nada?
—Max, no pasa nada. Espera, ¿cómo sabes que estoy en Chicago? ¿Te lo ha dicho Tony?
—¿Sevillas? —dice él con un resoplido desdeñoso—. No. Lo he visto en mi GPS.
—¿Qué GPS?
—Los dos tenemos un GPS en el iPhone, ¿es que no lo sabes? Y ahora deja de distraerme y dime qué estás haciendo.
Danielle agita la cabeza.
—Estoy buscando pruebas para la vista.
—¿Y por qué te has ido a Chicago? Sevillas me habló de Fastow, y yo estoy investigándolo.
Danielle pasa la siguiente media hora intentando convencer a Max de que estará de vuelta a tiempo para la vista, de que es importante que siga esa pista sobre Marianne, y de que él debería ordenar toda la información que tiene y enviársela por correo electrónico a Sevillas. Así, si ella no descubre nada, al menos podrán seguir la pista de Fastow, cosa que harán de todos modos. Le insta a que continúe su investigación y mantenga los ojos bien abiertos, sobre todo con respecto a Fastow. Espera que esto le proporcione a Max una buena distracción y que disminuya el terror que siente su hijo por la vista y la posibilidad de que ella no esté allí a tiempo. También toma nota de que debe hablar con Georgia para pedirle que esté con él el mayor tiempo posible hoy. Si no puede tenerla a ella, al menos, que Max tenga a su lado a lo más parecido a su madre.
Después, vuelve a pasearse por la habitación, esperando una llamada que le diga que el nuevo delito que ha cometido volando hasta Chicago no haya sido en vano. Las sábanas revueltas de la cama son un reflejo de que ha pasado otra noche sin dormir. Se obliga a sentarse en el sofá y enciende un cigarro. El humo le sabe amargo. Justo cuando cierra los ojos y empieza a relajarse, suena el teléfono móvil otra vez. Mira la pantalla y responde.
—¿Diga?
—¿Señora Talbert?
—Sí, soy yo.
—Soy Marcia, la enfermera del doctor Jojanovich.
—Sí, Marcia —dice ella—. Gracias por llamarme con tanta rapidez.
—Bueno, como usted dijo que su caso es urgente, el doctor dice que puede atenderla durante unos minutos a las doce y media.
—Muy bien —responde Danielle, y toma la libreta y el bolígrafo que hay en la mesa de centro de cristal—. ¿Podría darme la dirección, por favor?
—La consulta está en el número 5896 de Polanski Avenue —le explica la enfermera—. Ah, y el doctor pidió que le trajera su historia, dado que es una paciente nueva.
—Muy bien —dice Danielle—. Le llevaré todo lo que tengo.
Danielle mira por la ventanilla del taxi. Están pasando rápidamente desde las lujosas tiendas de Michigan Avenue hacia zonas menos prósperas de Chicago. Llegan a un edificio estrecho y ruinoso. La placa de bronce que hay sobre el timbre ha perdido todo el lustre y el letrero apenas resulta legible.
Boris Jojanovich, Doctor en Medicina.
Presiona el botón y oye la voz de la enfermera a través del interfono.
—¿En qué puedo ayudarla?
—Soy la señora Talbert. Tengo consulta con el doctor.
—Ah, sí. Pase, por favor.
Suena un timbre, y Danielle empuja la puerta. Pasa al portal y se dirige al ascensor, pero hay un cartel que indica que está estropeado. Sube por las escaleras y, cuando llega a la puerta de la consulta, está sin aliento, pero ya no siente tantos nervios. Se alisa el pelo y camina hacia el mostrador de recepción.
—Buenos días, señora Talbert —dice Marcia, la enfermera. Es una muchacha de veintitantos años, que lleva un vestido azul marino y que le ofrece un vaso de agua—. Todo el mundo lo necesita después de subir esas escaleras. Tenga.
Danielle toma un buen trago.
—Gracias.
—Llega justo a tiempo. Siéntese, y yo le diré al doctor que está aquí.
Camina hacia tres sillas de madera vacías, y acaba de sentarse en una de ellas cuando se abre una puerta lateral y aparece un hombre mayor con una bata blanca. Lleva gafas y tiene una expresión severa.
Ella se pone en pie y le tiende la mano.
—¿Doctor Jojanovich?
—Sí. Usted es la señora Talbert, ¿no? —dice el médico—. No estoy muy seguro de cómo puedo servirle de ayuda, pero pase, por favor. No me pase llamadas, Marcia.
—Muy bien, doctor.
Danielle pasa a un despacho sorprendentemente grande. Hay un ordenador cubierto de polvo sobre un viejo escritorio, con un cable grueso enrollado en su base, como si fuera un cordón umbilical. El doctor Jojanovich le señala una silla y, cuando ella ha tomado asiento, él se acomoda en una butaca de cuero muy vieja y la observa con atención.
—Y bien, señora Talbert, ¿qué puedo hacer por usted? Marcia me ha dicho que quería verme con urgencia.
Danielle respira profundamente y sonríe.
—En realidad, doctor Jojanovich, yo no soy la paciente. Soy abogada. Me llamo Danielle Parkman.
Él arquea una ceja.
—¿Una abogada?
—Sí —dice ella—. Me encuentro en una situación difícil, doctor. Deje que se lo explique.
—Sí, por favor —responde el médico, y apoya las manos huesudas sobre la mesa—. No les tengo especial estima a los abogados.
Ella sonríe.
—Como la mayoría de la gente. Represento a un cliente que se ha metido en problemas en Plano, Iowa.
Él agita la cabeza.
—Yo nunca he ejercido en Iowa, señora Parkman.
—Bueno, en realidad el problema es un homicidio en el que siento decir que está involucrado uno de sus antiguos pacientes.
Jojanovich abre mucho los ojos.
—¿Un homicidio?
—Posiblemente, un suicidio.
—Vamos a ver si lo entiendo bien, señora Parkman —dice el médico lentamente—. Me ha pedido una cita de urgencia cuando, en realidad, lo que quería era hablar de un posible suicidio o asesinato en Iowa, donde yo nunca he ejercido mi profesión. Como abogada, usted debe saber que yo no puedo hablar de mis pacientes —añade, y agitando la cabeza, se pone en pie—. Me temo que no puedo ayudarla. Y ahora, si me disculpa…
Danielle se interpone en su camino rápidamente.
—Por favor, Doctor. Mi cliente puede ser condenado a muerte por el asesinato de su paciente, si yo no consigo la información que necesito —le dice, y vuelve a su asiento. Tal vez, si ve que ella se sienta, él lo haga también.
El doctor permanece en pie.
—¿Qué paciente?
—Se llamaba Jonas Morrison —dice ella, pero no ve ninguna reacción en el semblante de Jojanovich—. Tenía diecisiete años. Lo admitieron en un hospital psiquiátrico de Iowa este verano y murió de… lesiones muy graves. La autopsia no es concluyente, así que no sabemos si las heridas se las infligió él mismo, o fueron resultado de un homicidio. Mi cliente está acusado de haberlo asesinado —explica, y mira al médico a los ojos—. Yo estoy intentando averiguar lo que usted pueda saber para poder aclarar la situación.
Jojanovich mira su silla y se sienta.
—¿Y qué es lo que la ha traído hasta mí?
Danielle saca una hoja de su bolso.
—He estado buscando información sobre el pasado del niño, pero solo he encontrado este documento con su firma, como el médico que lo envió a un hospital psiquiátrico, Maitland.
—Ummm —dice Jojanovich. Toma el papel y lo estudia. Cuando termina, alza la vista—. Creo que ha cometido un error, señora Parkman.
—Doctor, si lo que le preocupa es la confidencialidad de su paciente…
—No, señora Parkman. No es ese el problema.
—Entonces, ¿cuál es? Si quiere confirmación fehaciente de que soy abogada…
—No, no. Usted no lo entiende. Yo no he tenido ningún paciente llamado Jonas Morrison.
Danielle se queda mirándolo fijamente.
—Además, yo no soy psiquiatra, ni ejerzo de pediatra. Nunca lo he hecho.
Danielle se queda asombrada y mira el papel mientras el médico se lo devuelve. Está allí escrito, con tinta negra sobre blanco.
—Doctor, por favor, explíquemelo. Esto no tiene sentido. ¿No es su nombre el que figura en la solicitud de admisión para el Hospital Psiquiátrico de Maitland en Plano, Iowa?
Jojanovich se pone en pie.
—Lo lamento, señora Parkman. Me gustaría ayudarla, pero no tengo ni idea de dónde ha salido esto, y nunca he tenido un paciente que se llamara así. Y ahora, si me disculpa… —el médico camina hacia la puerta.
Danielle dobla la hoja de papel y se la guarda en el bolso.
—Doctor, tal vez recuerde a su madre, Marianne Morrison.
—No. Lo siento.
—Deje que se la describa. Es de estatura media, rubia, con los azules, y tiene unos cuarenta años…
—No, ya le he dicho que…
—Tal vez, si intenta hacer memoria…
Jojanovich la mira con paciencia.
—¿Cómo dice que se llama?
—Marianne Morrison.
El médico vuelve a su escritorio con el ceño fruncido. Ella se da cuenta de que va a intentar contentarla para que ceda y se marche. Obviamente, pertenece a una generación de hombres que no están acostumbrados a echar a una mujer de su despacho.
—¿Cómo habla? ¿Y cómo viste?
—Es del sur, de Texas. Lleva ropa cara y elegante, pero… colorida. Normalmente usa trajes y joyas. Es viuda y estudió medicina, pero finalmente se hizo enfermera. Sé que es una experta con los ordenadores. Los usaba mucho cuando trabajaba de enfermera. Su hijo, Jonas, tenía graves problemas mentales. Nació en Pennsylvania —explica Danielle, y su voz se acalla.
Jojanovich la mira con tristeza.
—Lo siento mucho, señora Parkman. Ojalá pudiera ayudarla.
Danielle suspira. Sin decir nada más, se encamina hacia la puerta y le estrecha la mano. Mientras se despide de Marcia y empieza a bajar las escaleras hacia la calle, su mente es un torbellino. ¿Qué va a hacer ahora? Lo único que le queda es una dirección casi ilegible de Chicago que encontró garabateada en el margen de un documento de Maitland. Ni siquiera sabe si tiene algo que ver con Jonas. Si aquella visita a Jojanovich es un ejemplo, esa pista es otro callejón sin salida. ¿Por qué iba Marianne a falsificar referencias para poder ingresar a Jonas? No hay duda de que necesitaba estar en un hospital psiquiátrico. El doctor debe de estar mintiendo. O tal vez es que no quiere involucrarse. Sin embargo, si lo único que hizo fue enviar a Jonas a Maitland, ¿por qué teme que lo acusen de una negligencia médica? Danielle sabe la respuesta antes de que la pregunta termine de formarse en su mente. Porque cualquiera puede demandar a cualquiera por cualquier cosa. Están en Estados Unidos.
Para a un taxi y se envuelve en su gabardina. El cielo está encapotado. Mientras le da la dirección del hotel al taxista, suena su teléfono móvil. Es Doaks. Debe de pensar que está en su apartamento, haciendo exactamente lo que le han pedido que haga: dejarles trabajar. Ignora la llamada.
No puede volver con las manos vacías.