Danielle está sentada en el suelo del apartamento pequeño e impersonal que le ha alquilado Sevillas. Lleva un viejo chándal gris y está descalza. A su alrededor hay hojas y hojas, de las que ha seleccionado tres montones bien ordenados. Mira el reloj. Son las ocho de la mañana. Se frota los ojos y suspira. Ha estado toda la noche trabajando.
Cuando salió de la oficina de Sevillas, el día anterior, se llevó el expediente de Jonas, un enorme taco de documentos que Maitland les envió el día anterior en respuesta a la solicitud presentada por Sevillas, y el contenido de la caja negra. Ha seguido buscando pruebas que exoneren a Max, pero ha ignorado todos los documentos relacionados con él. Están debajo de la mesa de centro, en un montón. Sin embargo, ha sentido dudas durante toda la noche. Sin previo aviso, esas dudas hacían que clavara los ojos en el montón de papeles. Y ahora, por la mañana, su corazón le dice que lo único que ocurre es que tiene miedo de leerlos, que tiene miedo de que puedan decirle que las cosas están peor de lo que ella piensa.
Hasta el momento, los otros documentos no le han revelado nada. Danielle se pone en pie y se estira. Debería dormir un poco. Tiene otro taco de documentos; una respuesta adicional de Maitland, que Sevillas recibió justo antes de que ella saliera de su despacho. Se acerca hacia la encimera de la cocina y se sirve una taza de café frío. Mientras toma un sorbo, intenta no pensar en los últimos comentarios de Sevillas. Fue muy rotundo en cuanto a una cosa: Doaks y él van a seguir preparando la vista, que se celebrará dentro de tres días, pero ella va a quedarse en su apartamento. En otras palabras, va a dejar que hagan su trabajo y no va a cometer más delitos. Reza para que los análisis de las medicinas y la sangre de Max confirmen su afirmación de que el comportamiento de su hijo, fuera cual fuera, estaba más allá de su control. Aunque Doaks le dice que los resultados tardarán una semana en estar listos, sobre todo si la medicación es experimental, ella no tiene nada más a lo que aferrarse. Se lleva la taza de café a los labios otra vez. Es como alquitrán.
Toma el último taco de documentos que les ha enviado la fiscalía, que Sevillas le ha fotocopiado, y se sienta en el sofá. Va leyéndolos lenta, pero minuciosamente. Hay algo que le llama la atención en uno de los formularios de ingreso: una nota que menciona al doctor de Jonas de Chicago. Lee la solicitud de ingreso en Maitland de Jonas con mucho más detenimiento; en ella, el lugar de residencia que figura es Reading, Pennsylvania. Danielle está casi segura de que Marianne le dijo que habían vuelto a Texas antes de ir a Maitland. Aunque no fuera así, ¿por qué iba a vivir Marianne en Pennsylvania y tener el médico de Jonas en Chicago?
Aunque aquella discrepancia es insignificante, ella recuerda que no ha encontrado nada con lo que desmentir la gran cantidad de pruebas que hay contra Max. Observa el papel. Seguramente, el doctor Boris Jojanovich es algún especialista al que Marianne llevó a Jonas. Tal vez él pueda decirle algo sobre si el niño tenía o no tenía tendencias suicidas. El forense dijo que el ángulo de las heridas sugería que se las podía haber infligido él mismo, aunque fuera una posibilidad muy remota. Si ella es capaz de encontrar alguna prueba, tal vez pueda contrarrestar el peso de las evidencias que hay contra Max.
Ya no cree que el hecho de que Fastow pudiera ser el principal sospechoso pueda servirles. Tal y como están las cosas, no importa que cuando analicen la sangre de Max constaten que las extrañas píldoras azules del farmacólogo estén en su organismo. O que un experto independiente pueda llegar a la conclusión de que las medicinas le han provocado a Max episodios psicóticos. Aunque Tony se sienta satisfecho con esa defensa, ella no. Lo único que demostraría es que Max tenía un motivo para matar a Jonas, no que no lo matara, y eso seguiría teniendo las mismas consecuencias para él: lo encerrarían en algún lugar durante un periodo de tiempo indefinido, en otro tipo de prisión. Pero ¿y si verdaderamente es psicótico y las medicinas no tienen nada que ver con su comportamiento? No. Eso no puede pensarlo. Agarra con fuerza el formulario de admisión de Jonas. Puede que sea todo lo que tiene.
Suspira, toma el teléfono y llama a Doaks.
—Váyase a la mierda, sea quien sea —dice el detective, con voz somnolienta.
—Soy yo, Danielle. He encontrado una cosa que tienes que comprobar —dice, y le habla sobre Jojanovich. Después le da la dirección del médico, en Chicago.
—Olvídalo —murmura él—. Estoy hasta arriba de trabajo.
—Pero esto es importante.
A él se le suaviza la voz.
—Vamos, Danielle, ya tenemos suficientes cosas importantes que investigar. No remuevas algo tan descabellado.
—John, por favor, hazlo por mí.
Él suspira.
—Mira, lo haría si pudiera, pero no tenemos tiempo para investigar eso antes de la vista.
—Lo sé. Solo quería…
—Hacer todo lo que sea posible para ayudar a tu hijo —dice él con delicadeza—. Vamos, ten paciencia. Tienes que confiar en nosotros.
A ella se le caen las lágrimas.
—Lo intentaré.
—Bueno, intenta relajarte —le dice él—. Te llamaré si surge algo nuevo.
Ella murmura unas palabras, y cuelga. Comienza a pasearse de un lado a otro con frustración. En este momento solo puede pensar en Max, en si está bien o no. ¿Cómo va a estar bien, si la última vez que ella lo vio estaba pálido y prácticamente inconsciente? No le han permitido más llamadas telefónicas, y él no la ha llamado, pese a que ella le ha enviado muchos mensajes de texto. Deben de estar vigilándolo estrechamente. Danielle se siente como si no pudiera respirar.
Va a cumplir su promesa de sacarlo de allí. Tiene que investigar todas las pistas, por muy improbables que sean. Toma el móvil y llama a la consulta del doctor Jojanovich. Como es muy temprano, deja su nombre y su número de teléfono en el contestador, junto a un mensaje en el que dice que es una nueva paciente que necesita ver urgentemente al doctor.
Está agotada. Entra en la ducha. Mientras siente el chorro de agua caliente en la espalda y la nuca, y el vapor la rodea, oye el timbre de su móvil en el salón. Se envuelve en una toalla y corre hacia el teléfono. Responde a la llamada, pero ya han colgado.
Escucha el mensaje del contestador y se queda boquiabierta. Una vocecita la informa de que ha habido una cancelación, y le dice que si es conveniente para ella, el doctor Jojanovich le dará cita a la mañana siguiente.
Danielle cuelga y vuelve a pasearse por la habitación. No sabe qué hacer. No puede llamar a Sevillas; él le prohibiría terminantemente que fuera. Observa el dispositivo negro que lleva en el tobillo, y se da cuenta de que tiene que hacer algo con él. Entra corriendo al dormitorio y abre el ordenador portátil. Busca uno de sus archivos y selecciona un documento. Una mujer, Sheila Reynolds, demandó a uno de los clientes de Danielle, Langston Manufacturing, Inc., por ocho millones de dólares, a causa de los defectos de diseño de una prótesis ortopédica que funcionó mal y que provocó que ella cayera por un tramo de escaleras de cemento en el edificio de su oficina. La demandante sufrió lesiones cerebrales graves como resultado de esa caída, y su familia presentó la demanda.
—Vamos, vamos —murmura Danielle. Está buscando el nombre de la filial de Langston Manufacturing, una empresa pequeña que le servía los componentes de las prótesis a Langston. Lo encuentra: Prosthetics, Inc.—. Qué original.
Toma el listín telefónico de Plano y se sienta en el sofá a buscar en la sección de Páginas Amarillas. Encuentra un candidato probable en el apartado de Productos Médicos; una tienda que está a dos manzanas de su apartamento. Mira el reloj otra vez. Son las nueve. Tal vez ya estén abiertos. Hace la llamada y sí, la tienda ya está abierta. Después de unos segundos, cuelga el teléfono con el corazón acelerado.
Entra en la cocina y toma el bolso, que está sobre la encimera. En la cartera tiene una tarjeta que le dieron el día en que salió de la cárcel. Mira el número que hay impreso en la parte inferior, y lo marca en el teléfono.
—Oficina del Sheriff de Plano —dice una voz femenina.
—Sí —responde ella—. Me llamo Danielle Parkman, y me gustaría hablar con alguien sobre mi dispositivo de control. Lo llevo en el tobillo.
—¿Número de identificación?
—¿Disculpe?
—Tiene que haber un número de siete cifras en el reverso de la tarjeta de su libertad condicional.
Danielle mira la tarjeta por el derecho y por el revés.
—No, no hay nada.
—Eso no puede ser. ¿Está segura?
De repente, a Danielle se le ocurre algo.
—Oh, espere. El mío es de un tipo nuevo de dispositivo.
—¿Uno de los experimentales?
—Sí —dice ella—, y tengo un problema. Estoy aquí sentada, en mi apartamento, pero la tobillera no deja de pitar.
—Oh, demonios, siempre tiene que pasar algo —murmura la telefonista—. Espere un minuto —añade, y Danielle oye un ruido en el auricular—. ¿Otis? Otis, tienes que ir a arreglar uno de los dispositivos modernos. No, no ha llegado nadie todavía —dice la mujer, y hay una pausa—. De acuerdo, voy a preguntarlo —Danielle oye otro ruido, y después la telefonista vuelve a la línea—. Otis, el oficial Reever, dice que irá a llevarle uno nuevo esta misma mañana. ¿Va a estar ahí, o quiere acercarse a la comisaría?
Danielle responde rápidamente.
—Estaré aquí. Mi dirección es…
—El número 4578 de Lilac Lane, apartamento 4S. Junto al centro comercial nuevo, ¿no?
—Sí, exactamente —responde Danielle—. ¿Sabe cuándo llegará el oficial?
—Lo he visto tomar sus llaves, así que supongo que está a punto de ir a desayunar a Ernie’s. Así que yo diría que llegará a su casa dentro de una hora y media, más o menos.
—Perfecto.
—Que tenga un buen día —le dice la telefonista.
—Oh, eso pienso hacer —responde Danielle.
Después de muchos resoplidos, el oficial Reever se agacha con dificultad frente a Danielle. Tiene la cara tan congestionada que ella teme que sufra un infarto de miocardio. Danielle levanta el pie de la tobillera para que él no tenga que inclinarse tanto. Él asiente para darle las gracias mientras saca de una funda una herramienta poco corriente que tiene una cuchilla de sierra. Con ella, corta la banda de poliuretano.
—Bueno —dice el policía—. Ya he desactivado el aparato. Eso provocará un gran escándalo en la comisaría, pero Lily sabe que estoy aquí, sustituyéndole el dispositivo, así que no pasa nada.
Danielle asiente mientras se frota el tobillo ya liberado, que asoma por debajo del bajo de sus pantalones. Lleva un grueso calcetín de algodón.
—Me pregunto si podría ponerme el dispositivo nuevo en el otro tobillo.
El oficial Reeves gruñe.
—Sí, ya sé que estas cosas son un poco molestas.
Danielle le ofrece el otro pie.
—¿Y puede ponérmelo por encima del calcetín?
El oficial la mira.
—No, señora. Tenemos que ponerlo en contacto con su piel, ¿sabe? Para que no pueda quitárselo. Pero le daré tres centímetros de holgura. Así estará más cómoda.
—Gracias, oficial —dice ella—. Soy muy friolera y siempre llevo calcetines, aunque haga calor en la calle.
Él le baja el calcetín de la otra pierna hasta el talón, y le pone el nuevo dispositivo en el tobillo dejando la holgura que ha prometido. Cuando termina, se pone en pie con dificultad, entre resoplidos, y se da unas palmadas en la abultada barriga.
—Bueno, señora, ya está.
Ella se baja la pernera del pantalón y lo acompaña hasta la puerta.
—Gracias de nuevo, oficial. Ha sido muy amable.
Él se toca el ala del sombrero.
—Pórtese bien. No haga nada que yo no haría.
Ella le sonríe.
—Claro que no, oficial. Usted ya se ha ocupado de eso.
Una vez que el policía se ha ido, Danielle entra rápidamente en su habitación. Saca una caja de cartón con una etiqueta blanca en la que pone Prosthetics, Inc. de debajo de la cama. Se quita los zapatos, los pantalones y los calcetines de algodón. Su pierna izquierda, la que ahora lleva el dispositivo, tiene un aspecto muy diferente del de la derecha. Se agacha y se saca la tobillera con facilidad. La cuelga en el gancho de la puerta. Después abre los broches de Velcro que tiene detrás de la rodilla y se quita la capa de espuma especial que cubre su pierna. Lo pone todo en la caja de cartón. Ve las instrucciones y la descripción de su compra.
Todas las fundas de prótesis son personalizadas y fabricadas de una mezcla única de polímeros de silicona, y funcionan como una segunda piel. La silicona resiste las altas y bajas temperaturas y es perfectamente tolerada por el cuerpo humano. Es fácil de reparar, y tiene una apariencia traslúcida con una pigmentación especial y duradera. Presenta incluso venas y pecas que se dibujan en la cera. Solo usted sabrá que no es real.
—Qué razón tienes —murmura Danielle.
Sonríe al recordar la mirada de confusión de la dependienta cuando le dijo que solo quería comprar la funda de la prótesis, y no la prótesis en sí. Esconde la caja debajo de la cama, vuelve a ponerse los pantalones y los zapatos y va hacia el armario del recibidor. Allí ha puesto una bolsa de viaje, su bolso, el ordenador, sus papeles, el teléfono móvil y su billete de avión, que acaba de imprimir.
En el mejor de los casos, puede que averigüe exactamente lo que necesita para crear dudas razonables en el pensamiento de los miembros del jurado. Quiere demostrar que Jonas se infligía lesiones a sí mismo, y que tenía tendencias suicidas ya antes de llegar a Maitland. Y también quiere averiguar por qué fue el doctor Jojanovich quien envió a Jonas a Maitland, y por qué Marianne eligió a un médico de Chicago si vivía en Pennsylvania. Tal vez él pueda darle el nombre de otros psiquiatras que puedan confirmar su teoría.
En el peor de los casos, habrá vuelto al apartamento esa misma noche sin que nadie se entere de nada. Su teléfono móvil no le va a revelar su situación a Sevillas ni a Doaks si ellos la llaman, y si quieren verla, dirá que se encuentra mal. Le hace una rápida llamada a Georgia y le ruega que tome un vuelo desde Nueva York esa tarde. Georgia intenta que Danielle le explique por qué necesita que vaya con tanta urgencia, pero Danielle le dice que no puede contárselo en ese momento, y que Georgia tiene que confiar en ella. Su presencia en Iowa es muy importante. Parece que el tono de desesperación de Danielle convence a Georgia, y su amiga accede a tomar el primer vuelo disponible.
Danielle toma la llave de su apartamento, abre la puerta y la mete debajo del felpudo. Georgia estará allí por la noche, y Danielle siente un gran alivio. No podría alejarse de Max sin saber que alguien que lo quiere tanto como ella estará presente.
Antes de que pueda cambiar de opinión, cierra la puerta con firmeza. Al hacerlo, la cerradura resuena con una rotundidad ominosa.