Veintiuno

A la mañana siguiente, Sevillas ocupa su lugar de costumbre a la cabecera de la mesa. Doaks se coloca en la mitad, con los pies sobre el tablero, y Danielle se sienta junto a Tony, intentando disimular su nerviosismo. Sevillas los ha llamado para contarles lo que ha sucedido durante su reunión con el fiscal del distrito. Tiene una expresión severa.

—Bueno, lo más importante es que creo que el fiscal quiere forzar a Danielle a aceptar un trato.

—¿Qué quieres decir?

—Quieren hacer un trato. No quieren llegar a juicio.

—¿En serio? —pregunta Doaks.

A Danielle se le acelera el corazón.

—¿Y por qué? Creía que iban a querer que se celebrara un juicio por todo lo alto, sobre todo tratándose de Maitland.

Sevillas niega con la cabeza.

—Es precisamente por Maitland por lo que quieren que aceptemos un trato. Maitland es la institución que proporciona más empleos en Plano, Danielle. Un paciente fue brutalmente asesinado en su habitación, y no había nadie de vigilancia en la unidad. Otro paciente, que debería haber estado inmovilizado con correas, fue hallado cubierto de sangre, junto al arma homicida, en la habitación de la víctima. La demanda civil por negligencia, que seguramente está preparando el abogado de la señora Morrison en este mismo momento, será de millones. Teniendo en cuenta que el principal sospechoso es otro paciente sin antecedentes penales, Maitland no va a recibir muy buena publicidad de este caso, y su reputación también será dañada por la demanda de Morrison. Maitland tiene que proteger su buen nombre, y rápido.

Doaks se encoge de hombros.

—Tiene sentido.

—No puedo creerlo —dice Danielle.

—El fiscal está usando la amenaza de pedir que te retiren la libertad condicional —dice Sevillas—. Con una acusación de asesinato, hay muchas posibilidades de que la jueza les conceda la solicitud, y te meta en la cárcel hasta el juicio.

A Danielle se le escapa un jadeo. Si eso sucede, no podrá encontrar otro sospechoso. Estará en la cárcel, sin poder hablar con Max, ni siquiera podrá asistir a su juicio. Mira con ojos frenéticos a Sevillas y se prepara.

—Dime lo que quieren.

—Te ofrecen una suspensión del fallo para las acusaciones de obstrucción a la justicia y de encubrimiento.

—Suena demasiado bueno para ser cierto —dice ella, mirándolo con intensidad—. ¿Y Max?

Sevillas le toma la mano por encima de la mesa.

—El Estado aceptará retirar la acusación contra Max a cambio de que aleguemos enajenación mental, y solicitará al tribunal una orden para que Max ingrese indefinidamente en una institución privada o estatal, hasta que se determine que es competente.

—Dios Santo —murmura Doaks.

Danielle ya no siente el contacto cálido de Sevillas. Se ha quedado helada.

—Te refieres a Maitland.

Sevillas le toma ambas manos y se las estrecha. La mira con solemnidad.

—Sí. El fiscal del distrito dejó bien claro que le pedirán a la jueza que mantenga a Max en Maitland hasta que crean que está lo suficientemente bien como para poder vivir con el resto de la población. Maitland ha aceptado hacerse cargo del tratamiento de Max de manera gratuita, pero solo si los términos del acuerdo se mantienen en secreto.

Danielle libera sus manos.

—¿Quieres que les permita encerrar a Max para siempre en ese manicomio? ¡Ellos son los que le han vuelto loco! —exclama con la voz trémula—. ¿Y el hospital público?

—Está en Des Moines, y tiene la peor reputación del mundo —dice Sevillas en voz baja—. La jueza no enviará allí a Max.

Danielle se levanta y camina hasta el otro lado de la habitación. Después se da la vuelta con los puños apretados.

—No pienso aceptarlo. No me importa que me metan en la cárcel.

Sevillas suspira.

—¿Y estás dispuesta a arriesgarte a que Max también tenga que pasarse el resto de su vida en la cárcel? Aunque le redujeran la pena por buen comportamiento, tendría que cumplir quince años como mínimo.

Danielle se apoya contra la pared y siente el sabor amargo de la bilis en la garganta. Treinta y un años. Max tendrá treinta y un años cuando salga. Toda su vida quedará marcada. Solo sabrá lo que haya aprendido encerrado con otros… asesinos. Y si ella quebranta la orden de alejamiento, ellos la juzgarán por obstrucción a la justicia y complicidad. Si la condenan, se pasará años sin verlo. Se pone una mano fría en la frente, y vuelve a la silla.

—No lo haré. Es demasiado pronto como para un trato.

Sevillas niega con la cabeza.

—Quieren una respuesta antes de la vista. Nos han dado dos semanas. Si no, retirarán la oferta.

Danielle se cruza de brazos y mira a Tony a los ojos.

—Eso significa que tenemos catorce días para encontrar a un asesino.

Después de la comida, Sevillas y Doaks están en la sala de reuniones, preparando pruebas para la vista. Danielle ha entrado a la oficina de Tony para llamar a Max. Ahora que Max tiene su iPhone, puede llamarlo, pero sabe que es peligroso. Kreng y el resto de los empleados podrían pillarlo hablando, y le confiscarían el teléfono, por no mencionar lo que haría Sevillas si supiera lo que ella había hecho el día anterior. Aunque solo ha pasado un día desde que lo vio, Danielle necesita oír su voz. Se cuela en el despacho de Tony y cierra la puerta. Max responde inmediatamente.

—Hola, mamá.

Su voz suena tan normal que ella se queda asombrada.

—¿Cómo estás, cariño?

—Para estar en este antro, bien —dice él. Ella oye que está dando golpecitos—. He encontrado unas cosas que no te vas a poder creer.

—¿Qué es ese ruido?

—Estoy investigando —responde Max. Parece preocupado.

—¿Qué?

Hay una pausa en los golpecitos.

—Estoy investigando a Fastow, ¿qué va a ser?

—¿Y cómo lo estás haciendo?

Él gruñe.

—Con el iPhone.

—¿En Internet?

Max se ríe en voz baja.

—Vamos, mamá. Ten imaginación.

Ella intenta controlar su irritación.

—Max, dime qué tal estás. Me preocupo constantemente por ti.

Se oye un suspiro por el auricular.

—Estoy bien. He dejado de tomar las medicinas, y me comporto como un bobo cada vez que están cerca.

—¿Y te han sacado sangre? ¿Solo te sacan sangre o te inyectan algo?

—Ninguna de las dos cosas. No sé por qué.

—¿Has averiguado muchas cosas sobre Fastow?

—No demasiado —responde él—. Solo he encontrado páginas donde se habla de lo maravilloso que es. Ha ganado muchos premios.

—¿Y has averiguado algo sobre las medicinas?

—Estoy en ello. Les hice unas fotografías con el teléfono, pero no veo nada que se parezca a esas píldoras azules en Pharmacology Flash Cards, en Skyscape o en Epocrates. Esto último me sorprende, porque normalmente metes cualquier pastilla misteriosa y te da la solución en tres segundos.

Danielle se sienta.

—Max, ¿de qué demonios estás hablando?

Otro suspiro de exasperación.

—Te lo explico. El iPhone te da acceso a muchas aplicaciones. He descargado las que pensé que iba a necesitar, usando tu tarjeta de crédito, por supuesto…

Ella ignora aquello último.

—¿Qué aplicaciones?

—Por ejemplo, The Pharmacology Flash Cards está muy bien. Tienen las novedades de medicinas psiquiátricas, las pruebas clínicas… todo ese tipo de cosas.

—Max, ¿cuánto tiempo llevas haciendo esto?

Danielle oye un resoplido.

—Vamos, mamá, ¿qué pensabas? ¿Que podías darme esas pastillas asquerosas durante años y que yo no iba a investigar lo que eran? Hasta un idiota se hubiera dado cuenta de que no son aspirinas.

Danielle palidece. Así que Max sabe que ha estado tomando antipsicóticos.

—Es genial, mamá —continúa él—. Skyscape es otro programa de medicamentos, como Epocrates, pero Epocrates tiene fotografías.

—¿De qué?

—De las medicinas, mamá.

—¿Has averiguado lo que son?

—No, y eso es lo raro. He buscado todas las medicinas que pudieran parecerse a las que me ha estado dando Fastow, y no encajan con ninguna. Por lo menos, las medicinas para la locura no.

Ella no dice nada con respecto a eso.

—Tal vez esto sea muy importante, Max. ¿Has podido hacer una comparación visual con…?

—¿Con otros antipsicóticos atípicos?

A ella casi se le para el corazón. Oh, su hijo no es ningún tonto.

—Sí —dice débilmente.

—Ninguno se parece a estos. No tienen código impreso, ni nada por el estilo. Incluso he leído los estudios clínicos y las descripciones de las medicinas convencionales, y he comparado los efectos secundarios y las interacciones entre los fármacos.

«Dios Santo, ¿cuánto tiempo lleva haciendo esto? Parece un licenciado en Medicina por Harvard».

—Debe de ser algo experimental. Max, no quiero que tomes ni una sola de las medicinas que te están dando, ni siquiera las que tomabas antes. Y cuanta más información puedas recopilar, más oportunidades tendremos de sacarte de ahí.

—Dios, mamá, eso espero. Intento no pensarlo, pero…

—¿Pensar en qué?

El silencio es frágil. Si la tristeza fuera un color, sería un lazo azul atado alrededor de la voz de Max.

—En si estoy o no estoy loco, incluso sin las medicinas raras que me está dando Fastow.

Danielle se pone una mano en la frente y cierra los ojos. Por lo menos no tiene que verlo. No podría soportarlo.

—¿Mamá?

—Sí, cariño —dice ella. Hay una pausa larga—. Yo no creo que tú estés psicótico, Max. Creo que ellos están equivocados.

—Pero ¿y si no lo están? Por las noches pierdo el conocimiento, como me ocurrió cuando dicen que maté a Jonas.

—Max, ya basta.

Él se queda callado un instante.

—Está bien. Entonces, deja que te diga las otras cosas que he averiguado, y después tengo que colgar. Es la hora de que la Dama Dragón venga a ver si he cumplido con mi higiene personal.

Danielle se echa a reír.

—En casa no lo haces. ¿Por qué ibas a hacerlo ahí?

—Claro. Bueno, aquí está la primicia con Sylvius y Osirix.

Danielle suspira. Por experiencia sabe que está a punto de recibir otro discurso típico de Asperger, lleno de detalles que seguramente no necesita. Es como si la psicofarmacología hubiera sido mucho tiempo la obsesión de Max.

—He entrado en la base de datos de Maitland con mi iPhone y he descargado mis resonancias magnéticas con el Osirix.

—¿Cómo has conseguido eso?

—He tenido suerte —responde él—. El mostrador de las enfermeras está justo al lado de mi habitación, y les birlé la contraseña cuando no miraba nadie. Son unas inútiles.

«De tal palo, tal astilla», piensa ella.

—Bueno, de todos modos —prosigue Max—, puedes recorrer la resonancia y ver cómo se ilumina tu cerebro cuando tomas ciertas medicinas, y…

—Max…

—Lo sé, lo sé, pero esto es importante. Con Sylvius dividí en secciones la imagen de mi cerebro para intentar averiguar qué es lo que se ilumina, y qué fármacos pueden haber… Bueno, eso era lo que estaba haciendo cuando me has llamado —dice él, y exhala un suspiro, como si sus pensamientos fueran por delante de sus conclusiones.

Danielle oye un ruido. Sevillas abre la puerta y le señala la sala de reuniones con un dedo. Danielle espera hasta que Sevillas se ha marchado de nuevo y susurra algo en el auricular.

—Max, tengo que colgar. Estás haciendo cosas asombrosas. Envíame todo lo que consigas, y yo se lo enseñaré a Sevillas y a Doaks para que piensen si podemos usarlo. Creo que está claro que Fastow esconde algo.

—¿Crees que fue él quien mató a Jonas? —pregunta Max con nerviosismo.

Danielle no puede soportarlo más.

—Cariño, tengo que colgar. Llámame después.

—¿Mamá?

—¿Sí?

—Si puedo demostrar que fue Fastow, entonces sabré que no he sido yo.

Ella se pone la mano en la frente.

—Max, tú no lo hiciste —le dice en voz baja.

Él se queda en silencio durante un momento.

—Ya no lo sé, mamá —susurra.

—Cariño, te conozco mejor que nadie en el mundo, y no lo creo.

La voz triste que le llega desde el otro lado de la línea es la de un hombre.

—Tú eres mi madre. Tienes que decir eso.

—No, no es verdad —replica ella—. Y ahora, deja de preocuparte de esto un rato y descansa un poco.

Le dice adiós y se escabulle hacia el servicio. Allí llora como si se le estuviera rompiendo el corazón.

Ya está de vuelta en el campo de batalla, donde han pasado las últimas horas revisando el resto de los documentos del Estado.

—No hay mucho —dice Sevillas.

—No esperaba que hubiera mucho —dice Danielle—. Lo único que he encontrado son discrepancias en el formulario de solicitud de Jonas para Maitland.

—¿Qué te parece, Doaks?

—Siempre hay que investigar a la familia lo primero cuando se habla de asesinato. La mayoría de la gente mata a aquellos a los que quiere.

—Una visión optimista del mundo —dice Sevillas—, pero no parece que este sea el caso.

—Pues no. Según Barnes y los chicos de la policía, la madre de Jonas es la Madre Teresa de Calcuta.

Llaman a la puerta, y la secretaria de Sevillas entra con un sobre que le entrega a Doaks. Después se marcha. Él abre el sobre y saca una hoja. La mira y la arruga.

—Olvidadlo. No hay nada que hacer con la madre. Demonios, solo necesitamos a una apestosa persona que haya podido hacerlo, que haya querido hacerlo… y no lo conseguimos.

—¿Qué era eso? —pregunta Sevillas.

—Me lo ha enviado Barnes. Me dijo que tenía una sorpresa para mí. Justo cuando piensas que son más tontos que Picio, resulta que van y hacen algo inteligente.

—Explícanoslo, John.

Él suspira.

—Los polis usaron luminol con todo el mundo en el hospital, cuando llegaron. Y todos salieron limpios como una patena.

—¿Luminol? —pregunta Danielle—. ¿Qué es eso?

Sevillas toma su bolígrafo y anota algo.

—El luminol es un químico que se usa para detectar restos de sangre. Cuando se coloca debajo de una luz negra, se pueden ver las zonas en las que la sangre se ha adherido a una superficie. Se usa normalmente en la escena del crimen para ver si un asesino ha intentado limpiarse.

—Sí —dice Doaks—. Pero no te imaginas lo que hicieron los polis. No solo usaron luminol en la ropa, sino también en las manos —añade, cabeceando—. ¿Habías oído semejante tontería?

Sevillas se queda mirando a Doaks.

—¿En las manos?

—Sí —dice Doaks—. Ni siquiera sabía que el luminol funcionaba en la piel. ¿Y tú?

—Nunca he tenido un caso en que lo usaran en el cuerpo.

—No importa. Todos estaban limpios.

—Tendré que investigar para saber si los resultados son fiables cuando se usa el luminol en la piel humana —dice Sevillas—. Ese no es el uso recomendado por el fabricante.

—Bueno, no te hagas muchas ilusiones —responde Doaks, frotándose la nuca—. Estoy investigando otros frentes. Esa chica, ¿Naomi? Ella ni siquiera estaba en la unidad el día del asesinato. Estaba en la cafetería, comiendo pollo frito delante de cincuenta testigos —añade, y se encoge de hombros—. Es una pena. Solo con verla, al jurado le encantaría meterla en la cárcel.

—¿Y no pudo entrar de alguna forma? —pregunta Sevillas.

—¿Quién sabe? Lo único que sé es que hasta el momento no tenemos nada. Bueno, por lo menos es pronto.

Sevillas tose y mueve algunos papeles. Doaks se le queda mirando fijamente.

—¿Qué pasa? ¿Por qué no me miras cuando te hablo?

Sevillas mira primero a Doaks, y después a Danielle.

—Bueno, me temo que tengo malas noticias. Me han llamado del juzgado esta mañana. La jueza ha adelantado la vista al martes que viene.

—¿Cómo? —pregunta Doaks—. ¿No acabo de decirte que no tenemos nada? ¿Es que tengo que traducírtelo?

Sevillas se encoge de hombros.

—Es Hempstead. Ya sabes lo que quiere decir eso.

—¿Quién es Hempstead? —pregunta Danielle—. ¿La jueza?

Doaks pone los ojos en blanco.

—Exactamente. Hay que tener cuidado con ella.

Danielle siente una punzada de pánico.

—¿Qué quiere decir eso?

Sevillas respira profundamente.

—La jueza que lleva tu caso es Clarissa L. Hempstead, la jueza más joven y más dura del juzgado. Toma un papel activo en sus casos, lo que quiere decir que si quiere celebrar la vista el martes, la tendremos el martes. No te preocupes, Danielle, todavía tenemos unos días para investigar y fortalecer nuestra posición legal.

Danielle lo mira con preocupación.

—¿Nos hará mucho daño el no tener al menos un sospechoso viable?

—Todavía podemos levantar sospechas sobre los otros pacientes y los empleados —dice él—. Ella sabe que es el principio del caso. Obviamente, no es bueno que el único sospechoso sea Max. No te voy a engañar, Danielle. Los hechos son muy perjudiciales. Lo que más me preocupa es que no tengamos ni un solo testigo a quien llamar.

A Danielle se le encoge el corazón. El único que puede decirles lo que ocurrió es Max, y su hijo no recuerda nada. Necesitan pruebas, y las necesitan rápido. Y puede que ella las tenga.

—Tony, creo que tengo algo que puede ayudarnos.

—Que Dios nos proteja —murmulla Doaks.

Danielle toma su bolso y se lo pone en el regazo. No había pensando en divulgar los frutos de su incursión en Maitland hasta que hubiera tenido ocasión de enviar la medicación y la muestra de sangre a un laboratorio y pudiera darle a Tony pruebas concretas. Sin embargo, teniendo en cuenta esa reducción drástica del plazo, no le queda más remedio. Saca una pequeña bolsa de plástico del bolso y la muestra. Las píldoras azules reflejan la luz.

Sevillas la mira con desconcierto.

—¿Qué es eso?

—La medicación que Fastow le ha estado administrando a mi hijo —dice ella—. Y seguramente, también a Jonas. Creo que esto es lo que ha provocado el comportamiento violento de Max. No sé cómo le afectó a Jonas, ni si pudo contribuir a su muerte.

Doaks baja los pies de la silla y se acerca para inspeccionar el contenido de la bolsa.

—¿Por qué piensas eso?

—Sé que el comportamiento de Max cambió drásticamente después de ingresar en Maitland.

Sevillas arquea las cejas.

—¿Y dónde has conseguido estas píldoras?

Danielle piensa rápidamente.

—Tomé unas cuantas de un frasco cuando la enfermera no miraba —dice, y se encoge de hombros—. No se parecían a ningún otro fármaco que Max hubiera tomado antes. Les hice fotografías con el iPhone y las envié a uno de los médicos de Max de Nueva York. Él nunca las ha visto. No conoce ni el color, ni esa forma asimétrica y extraña —dice, y le entrega a Sevillas la bolsita.

Sevillas mira las píldoras.

—Pero —dice él, lentamente—, esto no tiene importancia en cuanto a las pruebas materiales de la culpabilidad de Max. Solo tiene relevancia en cuanto al comportamiento errático de Max en Maitland y tu teoría de que Fastow, y supuestamente Maitland, están usando fármacos experimentales con sus pacientes. Y eso es solo si resulta cierto que esta medicación no está recomendada por la Administración de Alimentos y Medicamentos, cosa que es bastante improbable.

—Estoy de acuerdo contigo en cuanto a las ramificaciones legales.

No estoy de acuerdo contigo en cuanto a la medicación. Por eso necesito que la envíes a un laboratorio para que la analicen.

Sevillas y Doaks se miran.

—Sí, sí —dice el detective—. Pediré algunos favores.

—Muy bien —dice Sevillas—. Pero ¿cómo vamos a demostrar que se las estaban dando a Max?

Danielle elige cuidadosamente sus palabras.

—Creo que he resuelto ese problema.

Lentamente, extrae el tubo de ensayo con la sangre, que ha mantenido en el refrigerador toda la noche, y que ha metido en una bolsa especial para frío.

Doaks gruñe.

—¿Qué es eso?

Danielle saca cuidadosamente el tubo y se lo entrega a Sevillas.

—Esto tiene que ir al laboratorio junto a las píldoras.

Doaks mira por encima del hombro de Sevillas.

—¿Es sangre? ¿De quién?

Danielle se agarra las manos.

—De Max.

—¿Y cómo demonios has conseguido la sangre de Max? —pregunta Doaks, mirándola con los ojos entornados.

Sevillas sujeta el tubo de ensayo como si fuera nitroglicerina. Tiene una expresión severa.

—Danielle, creo que es mejor que nos digas qué está pasando.

Ella asiente.

—Ayer, mientras Doaks estaba hablando con la enfermera Kreng, yo entré en la habitación de Max y encontré las pastillas y su historial. Max estaba inconsciente, y tenía pinchazos por todo el brazo derecho. No sé si le están sacando sangre para hacerle análisis o si le están inyectando algo. Por eso necesitamos que analicen las pastillas. Cuando averigüemos lo que hay en su sangre, podemos ir al tribunal con nuestras pruebas y solicitar que el forense analice una muestra de sangre de Jonas. Así sabremos qué está haciendo Fastow —explica Danielle, y toma aire profundamente—. No creo que sea descabellado decir que Fastow ha estado haciendo un ensayo con Max, administrándole psicotrópicos experimentales, y que esos fármacos provocaron el comportamiento violento de Max.

Doaks parece un cohete a punto de explotar.

—¡Maldita sea! ¡Sabía que había algo raro! ¡No me tragué lo de que habías cambiado el coche de sitio porque te molestaba el sol en los ojos! ¿Es que no te das cuenta de lo estúpido que es lo que has hecho? ¡Me dan ganas de denunciarte!

Sevillas le pone una mano en el brazo.

—Basta, Doaks. Siéntate.

Doaks obedece, sin dejar de gesticular y de murmurar.

Sevillas la mira con enfado.

—Es increíble. ¿Entiendes que has puesto en peligro todo aquello por lo que estamos trabajando? ¿Cómo se supone que voy a mantenerte fuera de la cárcel si corres riesgos absurdos como este? ¿Y cómo conseguiste la muestra de sangre? ¿Estaba abandonada en su habitación?

Ella se siente dolida por su ira, y sacude la cabeza.

—Se la extraje yo. Había una jeringuilla nueva y…

Doaks se da un golpe en la frente.

—¡Magnífico! A Hempstead le va a encantar esto. La madre del sospechoso se cuela en el hospital, saltándose la libertad bajo fianza y la orden de alejamiento, y le saca sangre a su hijo. ¿Puede ser peor?

—He dicho que ya basta, Doaks. Ella sabe exactamente lo que ha hecho, y los riesgos que ha corrido —dice Sevillas, sin dejar de mirarla.

—No me vio nadie.

—Sí, claro.

—¿Y las cámaras? —pregunta Doaks—. ¿Pensaste en eso, o vamos a ser tan afortunados de que tu delito esté bien grabado en una cinta?

—No —dice ella—. Tapé la cámara.

—¿Cómo?

—Puse la chaqueta encima.

—¿Como el asesino el día del asesinato? —le espeta Doaks.

—Ya está bien —interviene Sevillas.

Danielle toma el tubo de ensayo de manos de Sevillas y lo pone en la bolsa para que se conserve fría. Se la devuelve a Sevillas, temblando. Sabe que ha traicionado su confianza, pero también sabe que tiene razón.

—Sé que estás enfadado conmigo, Tony, pero tienes que admitir una cosa. Por lo menos ahora tenemos un sospechoso de asesinato.

Sevillas la mira con los ojos llenos de tristeza.

—Creo que no lo entiendes, Danielle. Ellos han tenido uno durante todo el tiempo.