Veinte

Danielle observa a cierta distancia a Doaks, que camina hacia la entrada principal de Fountainview con su cuaderno en la mano. El resplandor del sol está empeorando su dolor de cabeza dentro del Old Nova del detective. Cuando baja la visera, las llaves caen al asiento del conductor. Ella mira a su alrededor por la calle desierta donde ha aparcado Doaks, bastante lejos de Maitland.

Siente pánico e indignación por las medidas draconianas que ha adoptado el Estado para amenazar a Max. Mira ese lugar blanco y perverso en el que Max y ella comenzaron ese camino tortuoso que puede llevarlos a los dos a la cárcel, o a la muerte. Aunque cree que a Max no le condenarán a muerte debido a su edad, no sabe qué otra sentencia puede dictar el jurado. Después de todo, lo encontraron junto a la cama de Jonas cubierto de sangre. Ella sabe que, si estuviera en ese jurado, sin conocer a Max ni a Jonas, sopesaría la cadena perpetua.

Danielle coloca la visera en su sitio de nuevo, con brusquedad. Al diablo con la orden de alejamiento. No puede soportar estar tan cerca de Max y no verlo. Las llamadas vigiladas que les han concedido no sirven para disminuir el terror de Max, ni el suyo.

Pasa al asiento del conductor y arranca el motor. Da marcha atrás lentamente y toma la vía de servicio que discurre por detrás de Maitland. Cuando llega hasta la unidad, apaga el motor y se recuesta en el respaldo. El sol brilla con fuerza en el día despejado y azul de Iowa, y eso significa que la visibilidad es perfecta. Cualquiera que esté por la unidad podrá identificarla: una mujer delgada con un traje pantalón negro y con un dispositivo de control en el tobillo. Gracias a Dios, aquella tobillera no dispone de GPS; Sevillas le ha explicado que el GPS es muy caro, y que el condado no puede permitirse su uso. La tobillera solo se activa si ella intenta salir de la jurisdicción, del radio de unos ochenta kilómetros alrededor de su apartamento. No le impide adentrarse en la propiedad de Maitland, y Maitland está dentro de ese radio. Aunque parece ilógico, es Maitland quien tiene que darse cuenta de si ella quebranta la orden de alejamiento e informar de ello a la jueza, que en ese caso, revocaría su libertad bajo fianza y le impondría una multa.

Le asusta ese impulso que la empuja a arrancar de nuevo y cruzar la frontera invisible. Con solo pisar el acelerador podría decidir su futuro. El Estado puede encarcelarla si la sorprenden. Pero Max tiene problemas, y algo le dice a Danielle que la necesita a ella, y solo a ella.

La gravilla cruje bajo los neumáticos del coche cuando Danielle se detiene en el aparcamiento lateral. Ha elegido esa situación porque espera que los árboles la oculten mientras intenta meterse a escondidas en la unidad. Es una estupidez; lo sabe. La enfermera de servicio la verá y llamará a la policía. Intenta pensar con claridad; sabe que no puede permitir que un impulso como ese la lleve a la cárcel. ¿Cómo va a ayudar entonces a Max? Justo cuando está a punto de salir del aparcamiento, capta un movimiento. Pisa el freno y mira: uno de los celadores ha abierto la puerta metálica con el pie. Está lidiando con un cubo de la basura industrial, que utiliza para que la puerta se mantenga abierta. Grita algo hacia el interior del edificio, y desaparece. La puerta sigue abierta.

Danielle intenta pensar adónde da esa puerta en la unidad: da con ello. Aparca, toma el bolso y camina rápidamente hacia el edifico, aunque intentando aparentar calma. Se esconde detrás de la puerta.

—¡Maldita sea! —grita un hombre—. Yo tengo que sacar la basura. ¡Dile a Percy que lo haga él!

Oye que los pasos se alejan de la puerta. Asoma la cabeza. Nadie. Se desliza al interior del edificio y entra en un almacén que está en penumbra. Pasa entre montones ordenados de sábanas, toallas y jabón, sin que sus pisadas hagan ruido en el suelo de cemento. La puerta que comunica el almacén con la unidad está cerrada. Contiene el aliento y gira el pomo. Abre la puerta y sale a un pasillo. Entre ella y la habitación de Max solo hay otro dormitorio. Si es que no lo han cambiado de sitio.

Siente el pulso de la sangre en los oídos. La adrenalina le recorre las venas con tanta fuerza que todos los nervios de su cuerpo están preparados para huir o luchar. Mira a ambos lados del pasillo y ve la espalda de una de las enfermeras, que va en dirección contraria. Las puertas de las habitaciones de los pacientes están cerradas. Son las diez en punto; la hora en que las enfermeras supervisan a los pacientes en su higiene diaria: ducha, cepillado de dientes, vestido. Si el paciente no puede participar, la enfermera se limita a cambiarle las sábanas y va a la habitación siguiente. Danielle no sabe en qué momento del ciclo están. No sabe cuándo entrarán en la habitación de Max, si es que entran, suponiendo que él siga allí. Pero ya es demasiado tarde para darse la vuelta. Camina junto a la pared con la cabeza agachada y se detiene. Mira por la pequeña ventana. Está allí. Y está solo.

Vuelve a mirar a ambos extremos del pasillo y se cuela en la habitación. No es posible cerrar la puerta por dentro. Avanza con la espalda pegada a la pared, por debajo de la cámara. Se quita la chaqueta y la cuelga sobre la lente. Max está dormido, y tiene los brazos y las piernas sujetas con las correas. Parece que está muy sedado. Ella desabrocha las correas y lo abraza. Siente los latidos de su corazón, fuertes y claros. Él no se mueve. Ella vuelve a dejarlo sobre la cama y ve unas marcas moradas en el interior de su codo derecho. Pinchazos. Se le encoge el corazón. El delgado brazo de Max tiene las señales torturadas de un heroinómano. ¿Qué le están haciendo? El pánico la invade, pero se controla para mantener la cabeza clara.

Mira el mostrador. La hoja de su historial está allí, además de dos cápsulas de color azul que ella no reconoce. Se las mete en el bolso. Después ve el paquete de una jeringuilla desechable junto a un tubo de ensayo con un tapón de goma. Alguien le va a extraer sangre otra vez, pero ¿por qué?

No tiene tiempo de leer todas las anotaciones, pero lo que está escrito en la portada capta su atención. Es el horario de medicación y de extracción de sangre. Danielle toma el paquete, rasga el plástico y saca la jeringuilla. Toma aire; sabe que aunque ha estado años viendo a las enfermeras sacarle sangre a Max, ella nunca lo ha hecho. Sin embargo, no tiene otra elección. Tiene que saber lo que le están haciendo.

Con las manos temblorosas, le extiende el brazo izquierdo a Max. No puede soportar clavarle la aguja en el derecho, que ya tiene suficientes heridas. Rasga un pedazo de tela de la camisa que lleva Max, y le hace un torniquete en el brazo. Cuando la vena sobresale, pincha la aguja cuidadosamente y va aflojando el torniquete. Max gime y la mira directamente a los ojos, pero no la ve. Mientras ella observa el líquido rojo entrando en el tubo de ensayo, Max parpadea. Ella retira la aguja, aprieta la diminuta herida con el dedo y le pone el tapón a la aguja.

Siente miedo por el estupor de Max, y lo agita suavemente por los hombros.

—Max —dice.

En aquella ocasión, ella percibe reconocimiento y alegría en sus ojos.

—Mamá.

Le pasa los brazos con fuerza por el cuello y se deshace en sollozos. Danielle oye pasos a lo lejos. Toma la cara pálida y preciosa de su hijo entre las manos.

—Cariño, lo siento muchísimo. Sé que esto es horrible para ti, pero te prometo que no vas a estar mucho más tiempo aquí. Ahora tengo que marcharme. Por favor, no te preocupes.

—¡No! —exclama Max, e intenta abrazarse a ella de nuevo. Habla arrastrando las palabras—. Mamá, me están drogando. No sé qué me están dando, pero me pone furioso, y después pierdo el conocimiento.

Se incorpora y se frota los ojos. Los tiene hinchados y enrojecidos.

Danielle le pone una mano en el brazo y hace que la mire a los ojos.

—Escucha, cariño, ahora no te lo puedo explicar, pero si me encuentran aquí me quitarán la libertad bajo fianza y no estaré libre para poder salvarte.

En la cara de Max se reflejan el horror y la incredulidad.

—¡Ni hablar! Me voy a vestir y me voy a ir contigo.

Baja las piernas de la cama e intenta ponerse en pie, pero no se sostiene. Cae en brazos de Danielle.

—Mamá, yo…

—Te prometo que te sacaré de aquí —dice ella, y lo tumba en la cama—. ¿Dónde está tu Game Boy?

Él señala con un dedo tembloroso hacia el mostrador, y entonces ve que ella saca su iPhone del bolso y mete el cargador en un cajón de la mesilla. Él sonríe débilmente y se aferra al teléfono.

Ella se inclina y le da un beso. Tiene las mejillas llenas de lágrimas.

—Úsalo para llamarme o mandarme mensajes. Para decirme que estás bien.

Él está luchando por mantener los ojos abiertos, por oír sus palabras, pero está perdiendo la batalla. Ella vuelve a agitarlo.

—Max, necesito que averigües todo lo posible de Fastow, de las pastillas que te dan, de lo que puedas. No sé qué es lo que contienen, pero creo que tienen algo que ver con el motivo por el que te has estado… comportando así.

Él abre mucho los ojos. Empieza a hablar, pero Danielle lo interrumpe.

—Y no les dejes que te den más pastillas.

—¿Cómo…?

Ella vuelve a tomarle la cara entre las manos.

—Guárdatelas debajo de la lengua y después tíralas por el váter. Te están poniendo enfermo. Te están drogando.

—Pero ¿por qué, mamá? ¿Por qué iban a…?

—Hazlo, Max. Por favor. Y finge que colaboras.

—¿Qué?

Ella agita la cabeza.

—Si no te resistes, no te atarán… —dice Danielle, pero no puede terminar la frase porque se le quiebra la voz.

A él se le llenan los ojos de lágrimas. Le tiemblan los labios.

—No me dejes aquí solo, mamá. No puedo con esto. No puedo, de verdad.

Ella lo abraza.

—No vas a estar solo. Tony vendrá a verte cada pocos días. Y su amigo Doaks también vendrá. Ya he puesto sus números en tu teléfono. Intentaré que venga tu tía Georgia, y a ella podrás verla todo lo que quieras —le dice Danielle, y mientras lo abraza con fuerza, solloza sin poder evitarlo—. Arreglaré esto, te lo prometo. Y tendré el teléfono encendido todo el tiempo.

Él asiente con resignación. Se le cierran los ojos de nuevo, pero mientras se queda dormido sigue aferrado a ella. Danielle le ata las correas entre lágrimas y después se libera suavemente de sus dedos y le tapa con la manta azul de Maitland. ¿Cómo va a ser capaz de dejarlo allí?

—Tengo que ocuparme de Max Parkman. Órdenes de Fastow —dice alguien por el pasillo.

Danielle se queda paralizada. Toma su bolso y se tira al suelo, y avanza a gatas por debajo de la cámara. Consigue llegar a la ducha; lo último que ve antes de cerrar la cortina son los restos de la funda de plástico de la jeringuilla y el tubo de ensayo sobre la cama de Max. Y la chaqueta, que ha quedado colgada de la cámara. Con el corazón en un puño, reza por que la enfermera no se fije en ella mientras hace su trabajo en la habitación.

—Michelle siempre se retrasa —dice la mujer, justo al lado de la entrada de la habitación—. Pero a mí nadie me paga doble por hacer su trabajo.

Danielle contiene la respiración. Oye entrar a la enfermera. Hay ruido de actividad, y después un murmullo de enfado.

—Mira. Saca sangre y lo deja todo tirado. ¡En la cama del paciente, ni más ni menos! A Kreng le va a dar un ataque.

Un silencio repentino convence a Danielle de que la enfermera se ha ido. Parece que la visión del supuesto error de su compañera la ha distraído lo suficiente como para que no se haya fijado en la chaqueta negra que estaba colgada de la cámara. Ella vuelve hacia la cama y mete la aguja y todo lo demás, incluso el jirón de camiseta de Max, en su bolso. Se arrastra hacia Max y le da un beso en la frente pálida y húmeda. Inspira profundamente. Sigue siendo Max. Y está vivo. Y ella lo va a sacar de allí. Se desliza hacia la pared, se agacha debajo de la cámara y descuelga la chaqueta desde abajo. Sale de la misma manera que ha entrado.

Milagrosamente, se las arregla para llegar al coche de Doaks sin ser vista. O eso espera. Se agacha en el asiento y saca el Old Nova, lentamente, del recinto del hospital. El corazón le late violentamente por el riesgo que ha corrido. Por las heridas del brazo de Max. Por el hecho de saber que tiene que dejarlo allí. Durante los veinte minutos siguientes no deja de sudar, con la mirada fija en el retrovisor, esperando a que la policía la arreste y se la lleve.

Como la ladrona que es.