—Bueno —dice Sevillas—, creo que ya lo hemos visto todo.
—Dios, eso espero —responde Danielle, y se masajea la nuca después de pasar otra agotadora mañana de preparación. En algún momento, Sevillas ha decidido permitir que participe en el aspecto legal del caso. Ella no pregunta el porqué.
—Bien, este es el plan —dice él—. Vamos a averiguar todo lo que podamos antes de la vista, para poder ir con tranquilidad. Haremos trizas todos los documentos de que disponga el Estado, y como el propósito de esta vista es que la jueza decida si el Estado tiene suficientes argumentos como para revocar tu libertad bajo fianza, el fiscal del distrito tendrá que presentar testigos clave y expertos, para que demuestren de qué color es su ropa interior, como diría nuestro buen amigo John Doaks.
Ella asiente.
—Y así podemos debilitar la posición de la fiscalía antes del juicio. Lo mejor es que tendremos una estupenda oportunidad de conocer la situación de antemano.
—Y todo esto tendrá lugar antes del juicio —añade Sevillas—. La jueza lo oirá todo sola. No tendremos que preocuparnos por el jurado mientras conocemos con detalle la acusación del Estado.
—¿Cuándo crees que fijará la jueza la audiencia?
Sevillas se encoge de hombros.
—Supongo que tardará un poco, pero no nos vendría mal comprobarlo en el juzgado, para ver dónde estamos.
Se da la vuelta y murmura algo en el teléfono.
La puerta se abre y entra Doaks. Saluda a Danielle y deja una bolsa blanca de papel con manchas de grasa sobre la mesa de reuniones de Sevillas.
—Buenos días a todo el mundo —dice.
Se deja caer sobre una silla y extiende una servilleta que parece tan grasienta como la bolsa. Después saca una hamburguesa enorme e intenta ponerle mostaza de un sobrecito, pero la mostaza le cae en los pantalones en vez de caer entre el pan. Danielle sonríe disimuladamente. Está empezando a ver lo que hay detrás de la dura fachada de Doaks. Seguro que es tierno, pero prefiere que le peguen un tiro antes que admitirlo.
Sevillas lo mira a él, y después mira a Danielle.
—Bueno, ¿has averiguado algo en la comisaría?
—Tranquilo, Sevillas. Estoy comiendo —dice Doaks. Mastica un pedazo de pepinillo y se extiende la mancha de mostaza en el pantalón. Tiene el pelo muy revuelto, como si acabara de salir de un tsunami. Cuando habla por fin, tiene la boca llena de hamburguesa sin masticar. La última patata frita desaparece—. Me vais a besar los pies por esto. No tienen fotos del peine porque esos idiotas lo han perdido.
Sevillas se inclina hacia delante.
—¿Estás seguro?
Doaks gruñe.
—Sí, demonios, estoy seguro. Barnes todavía está tambaleándose por la bronca que le ha echado el jefe esta mañana. Y eso, sin tener en cuenta lo que va a hacer el fiscal del distrito cuando lo sepa.
Danielle se siente eufórica.
—¿Y cómo lo han perdido?
—Algún novato se encargó de transportar las pruebas hasta la comisaría —dice Doaks, encogiéndose de hombros—. Lo perdió, simple y llanamente. Supongo que se le cayó por el camino.
—Pero si lo han perdido, no pueden cumplir con la carga de la prueba, ¿no?
—No te hagas demasiadas ilusiones —dice Sevillas—. Lo encontrarán. Siempre lo consiguen.
—Sí, pero de todos modos, es estupendo poder reírse del fiscal del distrito durante un rato —dice Doaks, y se sirve una taza de café solo—. Y aparte de eso tengo otra noticia que demuestra lo magnífico detective que soy.
—No nos tortures —le pide Sevillas.
Doaks vuelve a su silla y se acomoda.
—Pues, estaba caminando por el pasillo del Departamento de Policía, ocupándome de mis asuntos, cuando voy y me encuentro con… Te acuerdas de Floyd J., ¿verdad, Tony? —le pregunta a Sevillas. Sevillas hace un gesto negativo—. Claro que te acuerdas. El conserje. Ese tipo bajito que tiene un poco de cojera. Lleva allí mil años.
—Ah, sí.
—Bueno, pues Floyd J. y yo estábamos poniéndonos al día, charlando, cuando le cuento que estoy trabajando en el caso de Maitland. Y de repente pone cara rara. Cuando le pregunto que qué pasa, toma la escoba y me agarra del brazo, y en secreto me lleva hasta la sala de reuniones. Ya sabes, esa que tiene un ventanal grande con persianas.
—Sí, sí.
—Así que Floyd J. comienza a contarme en voz baja que las cosas no son como deberían ser, y que a él nadie le hace caso porque solo es un conserje y todo eso. Y entonces va y abre la puerta y me deja entrar. Y me dice que va a hacer guardia hasta que vea lo que está pasando allí —dice, y se queda callado.
—Vamos, Doaks —le insta Sevillas—. Esto no es Los Soprano, ¿sabes?
—Eso es lo que tú te crees. En cuanto se cierra la puerta voy y enciendo la luz. Y no te imaginas el uso que le están dando a la sala de juntas.
—No, no me lo imagino.
Doaks sonríe.
—Como sala de secado, ni más ni menos.
Sevillas abre unos ojos como platos.
—Ah, ahora estás empezando a entenderlo —dice Doaks—. Y eso que todavía no sabes lo que había allí.
—¿Qué es una sala de secado? —pregunta Danielle.
Doaks se gira hacia ella.
—Esto es Plano, señora. Nunca cambia. Verás, las pruebas hay que manipularlas con muchísimo cuidado. No puedes meterlas en una bolsa de plástico y ponerles la etiqueta sin más. Hay que transportarlas rápidamente desde la escena del crimen, en bolsas de papel para que no creen moho, y después, ponerlas en un sitio adecuado para que se sequen. En las ciudades grandes hay una sala especial para eso, con ventiladores e instrumentos de alta tecnología para secar sangre, semen, orina, vómitos… todos los ingredientes que hay en una buena escena del crimen. En agujeros como Plano, cuelgan las pruebas donde encuentran un gancho. Hoy era la sala de juntas. Mañana será el retrete.
Sevillas rodea su escritorio. Está mirando a Doaks con suma atención.
—¿Y qué viste, John?
—Ah, ahora soy John, ¿eh? Bueno, te diré lo que vi. Sábanas ensangrentadas, toallas y otras cosas que solo podían ser de la escena del crimen de Maitland. Estaban extendidas sobre sillas, y colgadas de las paredes —dice Doaks con un guiño para Sevillas—. Y ahora viene lo bueno. Empecé a moverlo todo con el lapicero, y, ¿sabes lo que vi entre las cosas ensangrentadas? La medalla de St. Christopher, las sábanas llenas de sangre de Jonas, la ropa de Max y otras cosas de su habitación…
—Jesús —susurra Sevillas.
—Jesús, María y José, gracias —dice Doaks.
—Las pruebas se están contaminando unas a otras.
Danielle alza la mano.
—Un momento. ¿Qué significa eso legalmente?
—Significa que podemos impugnar todas esas pruebas —dice Sevillas—. Es una metedura de pata garrafal.
Doaks sonríe.
—Tampoco es para tanto, teniendo en cuenta que son los idiotas de Plano.
Sevillas frunce el ceño.
—Pero no podemos probarlo. No podemos decir que decidiste meterte en su sala de pruebas y sacarte a testificar sobre lo que viste.
La sonrisa de Doaks se ensancha.
—Ahí es donde entra en juego mi genio —dice, y se mete la mano en el bolsillo—. Justo ayer decidí que iba a necesitar algo de alta tecnología para este caso. Así que me compré un teléfono móvil, y uno de estos —explica, y muestra algo muy fino, del tamaño de una tarjeta de crédito gruesa.
—¿Qué es? —pregunta Danielle.
—Una cámara, ¿te lo puedes creer? —responde Doaks. Enfoca a Danielle, aprieta un botón, y el flash relampaguea—. Así que, mientras estaba allí, me acordé de que tenía esta maravilla en el bolsillo, y saqué un montón de fotos. Es digital, así que no lleva carrete. Una señora del Walgreen me dijo que me las revelaría en papel en una hora. Me dijo que podía enviármelas por correo electrónico, pero yo no quiero saber nada de los ordenadores. Me ponen enfermo.
Danielle agita la cabeza.
—Pero de todos modos, no sirven como prueba.
—Demonios, os entrego el diamante de la Esperanza y vosotros me decís que no tiene exactamente el color azul que queríais —dice él, rascándose las patillas blancas. Entonces se detiene y chasquea los dedos—. Ya lo tengo. Floyd J. puede testificar.
—¿Y arriesgarse a perder el empleo? —pregunta Sevillas.
—Lo va a dejar de todos modos —responde Doaks—. Está harto. No tiene derecho a ninguna prestación, ni siquiera a una pensión. Testificará si se lo pido.
Sevillas asiente y lo anota en su cuaderno legal.
—Has hecho un buen trabajo, Doaks, pero vamos a intentar no volver a entrar ilegalmente en ningún edificio gubernamental, ¿de acuerdo?
—Fue idea de Floyd J., no mía.
—¿Qué significa todo esto? —pregunta Danielle—. ¿Podemos conseguir invalidar todas las pruebas?
—No es probable —le dice Sevillas—. Vamos a esperar a ver las fotos antes de entusiasmarnos. Y ahora, John, cuéntanos cómo ha ido tu reunión con Smythe.
—¿Quién es? —pregunta Danielle.
—El forense. Él ha sido el primero en examinar el cuerpo de Jonas.
Doaks saca su cuaderno y le da un sorbo a su café. Cuenta lo bueno y lo malo de su entrevista con Smythe: las pruebas contradictorias sobre la causa de la muerte, porque Smythe halló hemorragia petequial, que son pequeños puntos de sangre en los ojos, y eso indica que hubo asfixia, y la arteria femoral lacerada, lesión que habría terminado con Jonas en cuestión de minutos. Doaks también relata el examen que ha hecho Smythe de una réplica del peine, y sus averiguaciones.
—Peor, ¿cómo iba a hacer Max una agresión así? —pregunta Danielle—. Jonas pesaba por lo menos diez kilos más que él.
Doaks cabecea.
—Lo siento, pero ya sabes lo que van a decir. Van a decir que, una vez que un psicópata enloquece…
Sevillas se percata de la expresión de angustia de Danielle.
—Lo que quiere decir Doaks es que…
—Que puede levantar un tren de carga si quiere —termina Doaks, mirando a Sevillas con desagrado—. Y no me interrumpas.
Danielle continúa.
—Pero ¿por qué iba a querer el asesino, el verdadero asesino, asfixiar a Jonas, si ya tenía cortada la arteria femoral? Eso le habría matado más rápidamente.
Doaks se encoge de hombros.
—El forense lo achaca a que los asesinos no siempre piensan con claridad cuando están matando a alguien.
—¿Hay heridas defensivas? —pregunta Sevillas.
—Puede que sí, pero el forense se inclina a pensar que se las infligió él mismo. Jonas tenía un historial de ese tipo, ¿sabes?
Danielle está desanimada.
—¿No hay nada positivo?
—Nunca se sabe lo que podrá tener Smythe cuando redacte el informe final —dice Sevillas.
—Ah, sí —interviene Doaks—. Smythe tenía curiosidad por una cosa más. Quiere hacer algunos análisis, porque parece que Jonas tenía niveles sanguíneos raros.
—¿Y qué significa eso?
Doaks se encoge de hombros.
—Seguramente nada, pero eso le causó curiosidad, nada más.
Danielle siente una pequeña esperanza.
—Como ya he dicho, quiero saber qué medicación estaban tomando Jonas y Max. Eso podría explicar muchas cosas.
—Pero el hecho de que la víctima estuviera recibiendo una medicación adecuada o inadecuada no tiene nada que ver con cómo fue asesinado —dice Sevillas.
—Claro que sí —dice Danielle—. Si existe la posibilidad de que él mismo se infligiera las heridas, entonces el estado mental de Jonas a la hora de su muerte es crítico. Si estaba bajo la influencia de medicamentos psicotrópicos, esto pudo influir en sus actos directamente.
—Buena observación —dice Sevillas—. Pero no nos sirve de nada con las señales de asfixia.
—No es fácil asfixiarse a uno mismo —murmura Doaks.
Sevillas lo ignora.
—Sí, tal y como plantea Smythe, Jonas murió por asfixia antes de desangrarse, ¿cuál es nuestro argumento? ¿Que Jonas se apuñaló a sí mismo repetidamente, que se laceró la arteria femoral y que después agarró a alguien por el pasillo para que lo asfixiara? ¿Y cómo explica eso la presencia de Max en su habitación, sin heridas defensivas, cubierto de sangre de Jonas?
Danielle intenta no dejar entrever su frustración.
—De acuerdo, de acuerdo.
Sevillas la mira comprensivamente.
—Vamos a esperar a que Smythe termine su informe. No te desanimes.
Entonces, hace una anotación en su cuaderno. Suena el teléfono y él rodea el escritorio para responder. Con la cabeza agachada, murmura algo en el auricular. Sus palabras son inaudibles.
Doaks se pone en pie, se estira y asiente hacia Danielle.
—Me voy. Lo primero que tengo que hacer mañana es hablar con Kreng.
—¿A qué hora?
Doaks gruñe.
—¿De verdad me vas a obligar a que te lleve?
—Solo iré a acompañarte durante el trayecto —responde ella—. Quiero estar segura de que le preguntas algunas cosas a la enfermera.
Doaks agita la cabeza.
—Me recuerdas a mi hija, ¿lo sabías?
Danielle lo mira con sorpresa, pero entonces recuerda que Sevillas la mencionó cuando ella conoció a Doaks.
—¿Estuvo en Maitland?
Él frunce el ceño.
—Sí. Tuvo una crisis nerviosa, pero no le vino nada bien ese hospital. Ahora está bien. Es cabezota, como tú.
—Me tomaré eso como un cumplido.
Él la mira con una inesperada ternura.
—Lo es.
Ella le dedica una sonrisa de gratitud.
—Eso significa mucho para mí. Entonces, ¿nos vemos mañana por la mañana?
—Estás decidida a amargarme la vida, ¿no? Ya te he dicho que puedes venir, pero déjame en paz hasta mañana. ¿Podrás hacerlo?
Ella sonríe.
—Lo intentaré con todas mis fuerzas.
Doaks se va hacia la puerta, farfullando.
—Mujeres… ¿Es que Dios no tenía nada mejor que hacer?