Diecisiete

A la mañana siguiente, Danielle sonríe a la secretaria de Sevillas y acepta el café y el donut que le ofrece. Cuando se cierra la puerta, se acomoda en su silla y observa el traje pantalón de color azul marino que se ha puesto esa mañana. Piensa que, salvo por el dispositivo de control que lleva alrededor del tobillo, es el día que más clara tiene la cabeza desde que ha comenzado toda aquella pesadilla. Está impaciente por empezar. A las nueve llegará Sevillas, y comenzarán a elaborar la estrategia de la defensa de Max, y de la suya también.

Intenta no dejarse dominar por la angustia y mira a su alrededor. En el suelo, junto a la mesa de Tony, hay una caja oscura. Está a punto de descifrar las palabras que hay escritas en la tapa cuando él entra en el despacho.

Lleva un traje gris de rayas, y da una imagen fresca y profesional. Se acerca a ella y le aprieta un hombro. El contacto con él es eléctrico.

—Buenos días —dice—. Tienes aspecto de haber dormido bien.

—Pues sí. Estaba más cansada de lo que pensaba.

Él se sienta en su silla y se sirve café de un termo.

—Es lógico.

—Tony, ¿has conseguido ver a Max? ¿Está bien? ¿Puedo verlo yo?

Él asiente.

—Sí a las dos primeras preguntas. No a la tercera.

Ella se queda consternada.

—Primero dime cómo está.

—Parece que está bien, pero está ansioso por ti y por la muerte de Jonas —dice—. Le he dicho que tú estás muy bien, y que yo iba a representaros a los dos, y que podría hablar contigo dentro de muy poco tiempo. Creo que cuando me fui se sentía mucho mejor.

—¿Puedo hablar con él?

—Te han concedido una conversación telefónica por día. Han admitido que es lo mejor para Max.

Danielle siente un enorme alivio.

—Oh, Tony, no sé cómo darte las gracias. ¿Puedo llamarlo ahora?

—Esta tarde. Y tienes que ser breve.

—¿Cuánto tiempo tendré?

—La jueza ha ordenado que la enfermera de servicio tenga la potestad de terminar la conversación cuando lo crea conveniente.

Danielle gruñe.

—La enfermera Kreng. No me dará ni cinco minutos.

Tony se encoge de hombros.

—No tenemos otra opción. Con suerte, podremos convencerlos de que nos concedan conversaciones más largas. E intentaré conseguirte un encuentro. Supervisado, por supuesto.

Ella respira profundamente.

—No es mucho, pero tendré que conformarme. Bueno, ahora háblame de tu visita.

Él le cuenta que Max se ha quedado horrorizado al conocer las acusaciones que pesan sobre ellos dos, y al saber que se celebrará una vista dentro de pocos días. Al ser interrogado, Max respondió rotundamente que no recordaba aquel suceso en absoluto. Se puso a llorar de miedo, pero se calmó cuando Tony le aseguró que hablaría con él todos los días, y que Danielle iba a llamarlo muy pronto. Tony ha estado reunido con él durante una hora, porque Max no ha conseguido mantenerse despierto más tiempo. Estuvo con él hasta que se quedó dormido. Su voz se suaviza.

—Es un buen chico, Danielle. Haré todo lo posible para que vuelva a tu lado.

A ella se le llenan los ojos de lágrimas, y comienza a levantarse para ir hacia él.

—Oh, Tony, ¿cómo voy a soportar esto?

Él le señala la silla.

—Manteniéndote despejada y ayudándonos a elaborar una buena defensa —le dice, y ella vuelve a sentarse—. Y sin acercarte a mí, porque me harías imposible concentrarme.

Ella le devuelve la sonrisa.

—Como usted diga, abogado. ¿Por dónde empezamos?

Sevillas mira la caja que está junto a su escritorio.

—Por aquí mismo. En cuanto…

Se abre la puerta, y entra un hombre despeinado que lleva una camisa de golf y unos pantalones de algodón con una mancha de café en la pernera derecha. Tiene el pelo blanco y de punta. Su voz es muy ronca.

—Buenos días.

Danielle mira a Sevillas, esperando que le indique al individuo el camino de vuelta al ascensor. Sin embargo, Sevillas se levanta y sonríe.

—Doaks, me alegro de verte. Me gustaría presentarte a Danielle Parkman.

El hombre se gira hacia Danielle y le tiende la mano. Su gesto ceñudo se convierte en una sonrisa al instante, como si su cara ya estuviera acostumbrada.

—Me alegro de conocerla.

Estrecharle la mano es como apretar una lija.

—Buenos días, señor Doaks.

—Llámeme Doaks —le indica él—. Con eso vale.

Se acomoda en la silla de al lado, pasea la vista por el despacho y emite un suave silbido. Danielle sigue su mirada. No hay duda de que aquella estancia irradia poder, y también transmite sensación de riqueza. Los enormes ventanales ofrecen una vista panorámica del centro de Des Moines, y las cristaleras de los edificios cercanos reflejan la luz y la arrojan hacia la habitación. Las paredes acogen cuatro lienzos de arte moderno, de colores fuertes.

—Vaya, vaya —dice el detective—. Menudo garito te has agenciado.

—Gracias —dice Sevillas. Se quita la chaqueta del traje y deja sus gemelos en un cenicero de cristal. Después se remanga y mira los pantalones de Doaks con cautela, y le guiña un ojo a Danielle—. Las apariencias no lo son todo.

—Que te den —responde Doaks; después mira de reojo a Danielle y sonríe—. Disculpe. Algunas veces el chico se cree superior, y yo tengo que ponerle en su sitio —explica, y se dirige nuevamente a Sevillas—. ¿Hay café en este tugurio?

Sevillas aprieta el botón de su teléfono y se apoya en el respaldo de la silla. La secretaria les lleva una bandeja con más café, y en pocos minutos, Doaks ha consumido su primera taza y tiene la camisa llena de migas.

—Bueno, el tiempo vuela. Vamos a empezar.

Sevillas se gira hacia Danielle.

—Ya he puesto al corriente a Doaks sobre todo lo que tú y yo hablamos ayer, pero antes de que comencemos con la caja negra, me gustaría que él nos contara todo lo que averiguó del Departamento de Policía de Plano. ¿Doaks?

—Fue una conversación escabrosa, y yo necesito saber cuáles son las normas de circulación aquí. ¿Queréis que os cuente la verdad sin adornos, o lo edulcoro un poco?

—Quiero la verdad sin adornos. Soy abogada, señor Doaks, y soy más dura de lo que parezco. Sé que mi hijo y yo estamos en una situación muy difícil, y que necesitamos su ayuda y la del señor Sevillas. Así que, adelante.

Doaks mira a Sevillas, que asiente. Después, el detective clava sus ojos azules en ella.

—Yo solo tengo una norma —dice.

—¿Y cuál es?

—No me mienta. Si me dice la verdad, sin tonterías, nos llevaremos muy bien.

—Yo no miento, señor Doaks. Y mi hijo no es un asesino.

Doaks sonríe.

—Entonces, esto va a ser muy fácil.

Danielle señala la caja con un gesto de la cabeza.

—Empecemos a trabajar.

—De acuerdo. Ayer tomé una cerveza y jugué al billar con mi amigo Barnes.

—¿Quién es Barnes? —pregunta Danielle.

—Mi compañero de cuando yo estaba en el cuerpo —dice Doaks—. Él sabe que soy muy buen sabueso y que, sepa lo que sepa, yo terminaré sabiéndolo también. En resumen, Barnes sabe que yo vengo del mismo sitio que él: de la policía. Es como ser católico, señora. Cuando te agarran, eres suyo para siempre —afirma. Después mira al techo y continúa, como si fuera un monaguillo recitando el catecismo—: No voy a hacer un refrito de lo que Sevillas y usted hablaron ayer. Solo voy a explicar las pruebas materiales. Y no son favorables.

Danielle se pone tensa bajo la mirada de Doaks.

—Por si no fuera suficientemente nefasto que su hijo estuviera todo lleno de sangre en la habitación de la víctima, y que la encontraran a usted sacándolo a rastras de la escena del crimen, con el arma homicida en el bolso, hay otras cosas en nuestra contra, que seguro que están en esa caja de ahí —dice el detective, y extiende el dedo índice retorcido de su mano derecha—. En primer lugar, tienen grabaciones.

Danielle recuerda las cámaras blancas que vigilan todas y cada una de las habitaciones de Maitland. Oh, Dios. Eso significa que ya saben que Max tenía el peine en la mano antes de que ella entrara en la habitación, o que… Dios no lo quiera, que tienen la grabación de Max matando a Jonas. Pero si Max no lo hizo, entonces ellos deben saber quién fue. Intenta mantener un tono de voz calmado.

—¿Qué grabaciones?

Doaks se encoge de hombros.

—Tienen cámaras en todas las habitaciones y en las salidas. Mandan las imágenes al mostrador de enfermeras y al puesto de seguridad principal.

—Entonces, ¿nos estás diciendo que tienen grabado el asesinato? —pregunta Sevillas.

Danielle contiene el aliento. Doaks toma un sorbo de café.

—¿Esos idiotas? No, esa cinta está completamente vacía.

Ella recupera la respiración.

—¿Falló la cámara?

—Más bien, alguien la deshabilitó —dice él, y la mira con perspicacia.

A Danielle no le importa. Max está a salvo. Y una cinta en blanco es mejor que el hecho de que todo el jurado vea a Max con el peine en la mano. Por lo menos, la situación no es peor que hace unos minutos. Ella decide no pensar en lo rápidamente que ha sopesado la posibilidad de que esa cinta muestre a su hijo matando a Jonas. Cuando todo aquello termine, tal vez esa sea la trágica verdad. Tal vez sea ella la que está loca por negar la culpabilidad de Max, cuando las pruebas lo señalan de una manera abrumadora.

Doaks extiende el segundo dedo en el aire.

—Pero, según Barnes, las cintas que tienen son reveladoras. Max, a la caza del difunto y perdiendo la chaveta por las noches; usted, negando todo lo que le dicen los médicos. Pida algo; lo tienen —afirma el hombre, y mira a Danielle—. Necesitamos verlas todas. Juntos.

Ella asiente.

—Escuchad, tengo que deciros algo. Creo que vi a alguien fuera de la ventana de la habitación de Jonas mientras yo estaba allí.

Sevillas se inclina hacia delante con una mirada ávida.

—¿Quién era?

—No pude verle la cara. Fue solo una mancha de color, un borrón —explica Danielle, agitando la cabeza—. Lo siento. Solo podía concentrarme en Jonas y en Max.

Tony la observa con perplejidad.

—¿Y por qué no nos lo habías dicho antes?

—Porque no estaba segura.

—¿Y ahora sí lo estás?

—Lo suficiente como para mencionarlo.

Doaks y Sevillas se miran. Doaks se dirige hacia la cafetera.

—Bueno, eso no sirve de mucho.

Danielle se irrita.

—Demuestra que pudo haber alguien más en la habitación, y que salió corriendo cuando me oyó llegar.

Él vuelve a su silla, derramando el café de la taza en el platillo.

—¿Como quién? ¿El jinete sin cabeza?

—Como la persona que mató a Jonas y estaba allí para incriminar o matar también a Max —replica ella, mirándolo con agudeza—. Y que seguramente me habría matado a mí también si hubiera llegado cinco minutos antes.

Doaks alza su taza en un brindis y sonríe.

Touché, señora Parkman.

Ella, sin poder evitarlo, le devuelve la sonrisa.

Suena el teléfono. Sevillas aprieta el botón y escucha.

—Póngalo al habla —dice. Hay una ligera pausa—. Sí, soy el abogado de la señora Parkman. Un momento, por favor.

A Danielle se le acelera el corazón cuando Sevillas le hace un gesto para que tome el auricular, pero compartiéndolo con él, para que él también pueda escuchar. Con las manos temblorosas, ella agarra el auricular negro.

—¿Max? Max, ¿eres tú, cariño?

—¡Mamá! —responde el niño. La voz que ella adora por encima de todas las cosas es tan fuerte, tan real, que casi puede tocarla. Y, de no ser por lo horrible de la situación, Danielle piensa que nunca se ha sentido tan entusiasmada al oírla—. ¿Dónde estás? ¿Cuándo puedo verte?

—Shh, cariño, no te preocupes —dice ella, obligándose a hablar con un tono calmado—. Todo se va a arreglar. Estoy aquí, en el despacho de tu abogado, y estamos trabajando mucho para sacarte de allí.

—Pero no puedo… —responde Max, y se le quiebra la voz—. Tengo miedo, mamá.

—Ya lo sé, Max. Por favor, tienes que creerme cuando te digo que todo se va a arreglar.

—Pero ¿por qué creen que yo maté a Jonas? ¡Tú sabes que no lo hice! ¡Yo no sé por qué me desperté con toda esa sangre!

—Cariño, escúchame. ¿Recuerdas algo de lo que ocurrió ese día? Tienes que calmarte para que podamos aclarar esto.

Danielle oye un sollozo por el auricular, y le da tiempo a Max para que se calme.

—Lo único que recuerdo es que estuve dormido toda la mañana. Y antes de la hora de la comida, creo que alguien me ató las correas en las manos y los pies. Volví a desmayarme. Entonces viniste tú, o el policía me agarró, y había sangre por todas partes…

—¿No viste ni oíste a nadie antes de eso? ¿Te acuerdas de cómo llegaste a la habitación de Jonas?

—¡No! ¡No me acuerdo de nada! Me tienen drogado todo el tiempo, y tengo un lío en la cabeza. De repente me pongo furioso… me vuelvo loco. No sé lo que me pasa. Tienes que venir a buscarme, mamá.

—No puedo, cariño. Hay una orden de alejamiento contra mí.

—Pero ¿cuándo voy a poder verte? ¿Ni siquiera puedo llamarte?

—En este momento no.

—Entonces, quiero mi iPhone, y mi ordenador.

—Cariño, si me obligaron a llevármelos cuando te ingresaron, no habrá manera de que te permitan tenerlos ahora.

—Tú hazlo —dice él—. Yo ya me las arreglaré para llamarte, y para hacer otras cosas que ellos no sabrán nunca.

—Max…

—Olvídalo, mamá.

Ella suspira. Como algunas personas con Asperger, Max es un genio de la informática. Seguramente podría lanzar misiles nucleares con su iPhone.

—Le pediré a Tony que te lleve el teléfono la próxima vez que vaya a verte, pero no creo que sirva de nada.

—¿Sevillas? Es un tipo guay.

Tony sonríe y agarra el auricular.

—Hola, Max. Olvídate del ordenador y del iPhone. La jueza ya está lo suficientemente mosqueada, y no me voy a jugar el trasero para que tú puedas navegar por Internet.

—Bueno —dice Max—. El iPhone es un ordenador, así que no necesito el portátil —explica. Hay una pequeña pausa—. Mira, tengo mi Game Boy. Las dos cosas son negras. Podemos intercambiarlas —propone. Hay otra pausa, y susurra—: Viene la Gestapo —espera un poco, y después de unos momentos, vuelve a hablar—. Ya se han marchado.

Danielle le quita el auricular a Sevillas.

—Max, tengo que preguntarte esto otra vez. Es muy importante. ¿Por qué querías pegar a Jonas?

—¡No quería! —gruñe él—. Mira, mamá, ese chico era muy raro, pero a mí no me importaba nada.

—Ya hemos hablado de esto más veces. ¿No te acuerdas de lo que pasó en la unidad ese día, y cuando yo me fui a Nueva York? Y el hospital tiene anotaciones de otros… incidentes —le dice Danielle, y respira profundamente—. Necesito saber la verdad.

—¿Por qué sigues haciéndome esas preguntas tan estúpidas? —grita él con rabia—. ¿Es que todo el mundo se ha vuelto loco?

—Cálmate, cariño, solo estoy intentando… —balbucea Danielle. De repente hay un sonido suave—. ¿Max? ¡Max!

—Señora Parkman —dice alguien. Danielle oye la voz de la enfermera Kreng, que añade—: Esta conversación ha terminado.

Danielle se enfurece.

—Ponga a mi hijo al teléfono inmediatamente.

La enfermera responde con calma.

—Tengo autoridad para interrumpir las conversaciones telefónicas si el paciente se altera. Adiós, señora Parkman.

La comunicación se corta. Danielle se gira hacia Sevillas.

—¡Me ha colgado! Tony, Max…

Tony cuelga el auricular. Danielle se tapa los ojos con las manos y solloza. Tony la abraza con fuerza. Ella no puede dejar de llorar. No puede soportar la situación. Aprieta la cara contra el pecho de Tony hasta que los latidos de su corazón la calman un poco. Alza la vista y Tony le toma la cara entre las manos, y la mira con sus ojos cálidos. Antes de que ella pueda decir nada, él la besa con ternura.

—Todo se va a arreglar —le dice, con las mismas palabras que ella le ha dicho a su hijo—. Yo te cuidaré. Os cuidaré a los dos.

Ella asiente. No consigue decir nada. Tony la lleva hasta su silla. Cuando está sentada, Danielle mira a Doaks. El detective tiene las cejas arqueadas, como queriendo decir: «Así están las cosas».

—Bueno —dice Sevillas—, vamos a empezar.

Danielle se frota los ojos. Tiene que controlar lo que siente, o no podrá ayudar a Max. Respira profundamente y asiente.

Sevillas habla con energía.

—¿Recuerda algo, Danielle?

Ella niega con la cabeza.

—No.

Doaks sonríe.

—Aquí es donde intervengo yo. Si lo hizo otra persona, la encontraré.

Ella asiente.

—Se lo agradezco.

—Muy bien. Ahora, escuche —prosigue Doaks—. Barnes me dijo una cosa que no me cuadra. Después del asesinato, registraron la habitación de Max, y tengo algunas preguntas sobre lo que encontraron.

—¿Como por ejemplo? —inquiere Sevillas.

—Como por ejemplo, ¿por qué encontraron la cadena con la medalla de St. Christopher de Jonas debajo de la almohada de Max?

A ella se le encoge el corazón. Ni siquiera recuerda que Jonas tuviera una medalla. Respira hondo.

—Alguien debió de ponerla ahí. Alguien que quería inculpar a Max.

—¿Tenía huellas? —pregunta Sevillas.

—Todavía no lo sé, pero seguro que ellos nos lo van a decir si lo averiguan. Y eso no es todo —dice el detective. Se saca un pedazo de papel arrugado del bolsillo de la camisa y se lo entrega a Danielle. Ella lo toma con las manos temblorosas, lo extiende y lo lee. La impaciencia y la incredulidad le atenazan la garganta.

Sevillas se inclina hacia delante con curiosidad.

—¿Qué es, Doaks?

—Una hoja de la historia clínica de Jonas. La encontraron debajo del colchón de Max.

—¿Y qué dice?

—Es una copia del horario de la víctima. Del día del asesinato.