Dieciséis

Al principio todo era azul. Lo veía a su alrededor, y por encima de ella, mientras iba desde la cárcel hacia al juzgado, flanqueada por una policía y su abogado de oficio, para comparecer ante la jueza y que esta decidiera si le concedía la libertad bajo fianza. Tal vez el cielo continúe igual, y el mundo también, pero su vida ha cambiado para siempre. Tiene la sensación de que su piel se ha vuelto gris; lleva cuatro días en una celda sin cielo, sin aire, sin Max. A estas alturas, su hijo debe de estar aterrorizado. A él lo han acusado de asesinato, y a ella, de varios delitos, entre ellos, de complicidad en el crimen y obstrucción a la justicia.

Increíblemente, consigue la libertad bajo fianza. Por lo menos, ahora puede intentar sacar a Max de Maitland; la jueza ha ordenado que permanezca allí hasta la siguiente vista. Danielle no sabe qué le aterroriza más, si la idea de que Max siga en Maitland o el hecho de saber que a los dieciséis años pueden considerarlo adulto y enviarlo a la cárcel del condado hasta que se celebre el juicio. Si lo declaran menor de edad, por lo menos no estará rodeado de criminales curtidos. Todo depende de la vista de dentro de diez días. Ella no es capaz de superar la conmoción. Es una pesadilla.

La única llamada de teléfono que hizo Danielle aquel día horrible fue a Lowell Price, el socio principal de su bufete. Como era de esperar, él se quedó aturdido y espantado al saber que habían arrestado a Max por el asesinato de otro niño, del paciente de un psiquiátrico, nada más y nada menos. Por suerte, ella consiguió hablar con él antes de que la historia llegara a oídos del Times. Durante la breve conversación, Danielle le pidió algo que no había pedido nunca: ayuda. Y en cualquier momento le llegará esa ayuda en la persona del abogado Sevillas. Danielle está sentada en su oficina, en Des Moines, esperando. Su secretaria le ha dicho que se va a retrasar un poco; seguramente está defendiendo a otro criminal. A Danielle le tiemblan las manos. Tiene que sacar a Max, y también a sí misma, de aquel endemoniado lío.

La puerta se abre. Danielle se gira y, por un momento, ve con horror los ojos marrones de un hombre a quien conoce, y con quien ha compartido una apasionada intimidad. Tony se queda inmóvil en la puerta, con la mano en el pomo.

—Dios mío, ¿Lauren? —pregunta, y la cara se le ilumina con una enorme sonrisa mientras camina hacia ella. Antes de que Danielle se dé cuenta, está entre sus brazos—. ¿Cómo me has encontrado? Bueno, me alegro de que lo hayas hecho. Como cancelaste la cena, pensé que…

—¡Oh, Tony! —Danielle estalla en sollozos y agita la cabeza. Él la estrecha contra sí y le susurra cosas maravillosas e ininteligibles al oído. Ella se aferra a su cuello y esconde la cara en su camisa blanca. Su olor, que ya le resulta familiar, hace que llore con más fuerza.

—Tranquila, Lauren. Sea lo que sea, deja que te ayude —dice él.

La toma por los hombros y la aparta ligeramente de sí, lo suficiente para mirarla a los ojos. Irradia una seguridad y una calma que la tranquilizan un poco. Respira profundamente y consigue hablar.

—No me llamo Lauren.

Él se queda sorprendido durante un segundo, pero se recupera rápidamente.

—Entiendo. Pero eso no puede ser lo que te tiene tan disgustada.

—No, no lo es —dice ella. Camina hasta la silla que hay frente a su escritorio y añade—: Por favor, Tony, siéntate. Tengo una larga historia que contarte.

Sevillas mira su reloj.

—Lo siento, pero va a venir una clienta. Llegará dentro de unos minutos.

Danielle niega con la cabeza.

—No lo entiendes. Ya está aquí.

Él se queda desconcertado, y después palidece.

—¿Quieres decir que…?

—Yo soy Danielle Parkman.

Tony se hunde en su silla, sin apartar los ojos del rostro de Danielle.

—No puede ser.

Ella se siente avergonzada.

—Me temo que sí.

—¿Me estás diciendo que es tu hijo el chico al que han acusado de asesinar a ese niño en Maitland?

—Mi hijo no ha matado a nadie, Tony. Por favor, créeme.

Él mira el montón de alegatos que tiene sobre el escritorio, y después vuelve a mirarla a ella. Por su expresión, se nota que se siente traicionado, y también alarmado.

—Quiero creerte, pero por Dios, Laur… Danielle —en ese momento suena el interfono, y él responde con aspereza—: No quiero ninguna interrupción.

—Tony…

Él alza la mano. Está visiblemente angustiado.

—Lo primero que tengo que decidir es si puedo representaros a ti o a tu hijo, teniendo en cuenta nuestra… relación.

—Oh, Tony. Por favor. Tienes que ayudarme. Siento muchísimo haberte mentido. Siento…

—Todavía no puedo tomar una decisión —dice él con tirantez—. El sentido común me dice que no me meta en esto.

—Pero…

—Te diré lo que decida después de conocer todos los hechos. Así pues, vamos a zanjar los prolegómenos —Tony abre un cajón de su escritorio y saca de él un sobre blanco. Se lo entrega a Danielle, y ella lo toma y desliza los dedos bajo el cierre—. Tengo entendido que eres abogada —dice él secamente—. Por lo menos, tu bufete te respalda.

—Sí —murmura ella.

Lowell la informó de que, aunque el bufete iba a pagar su fianza y no la iba a despedir por el momento, está en excedencia sin sueldo, lo cual significa que van a esperar al resultado del juicio para echarla. Lowell también le dijo que el bufete no haría declaraciones a la prensa y que, por su propio bien, ella no debe intentar ponerse en contacto con ninguno de sus colegas. Ella sabe que quiere protegerla, por si acaso se incrimina a sí misma con algo que les confiese a Georgia o a otros a quienes pueda llamarse a testificar en el juicio. También sabe que nadie del bufete quiere verse remotamente involucrado en un sórdido juicio por asesinato. Mira a Tony.

—Lowell Price es un buen hombre.

Él frunce el ceño.

—¿Price? Conmigo no se ha puesto en contacto nadie llamado Price.

Ella termina de abrir el sobre y saca una tarjeta. En ella hay unas palabras escritas, y una firma en trazos negros. Demuestra que tengo razón. E. B. M.

—¿E. Bartlett?

El hecho de que sea él quien ha intervenido en su favor le resulta tan incomprensible como su habilidad para conseguir que los socios accedan a pagar su fianza.

—Bartlett. Ese es el hombre con quien hablé. Un tipo listo.

Danielle lo mira con ironía mientras se guarda la tarjeta en el bolso.

—Sí lo es.

—También me dijo que eres honrada en extremo.

Ella lo mira fijamente.

—Sí.

—Claro que lo eres… Lauren —dice él. Tiene cara de cansancio, como si deseara que ella no fuera como todos los demás acusados, que proclaman su inocencia por un acto reflejo. Su voz adquiere un tono distante—. Antes de que entremos en materia, quiero repasar la situación.

Danielle asiente. Se ha quedado asombrada por el cambio de actitud. Ahora, sus ojos marrones tienen una mirada fría y profesional. Él se pone unas gafas y comienza a buscar entre los papeles que tiene en el escritorio.

—Vamos a ver cuáles son los términos de tu libertad bajo fianza. La orden de alejamiento de Maitland te prohíbe acercarte al hospital y a tu hijo. Dentro de diez días, sus abogados conseguirán que la orden tenga vigencia hasta que termine el juicio.

Ella empieza a hablar, pero él levanta una mano.

—Lo sé —dice—. Quieres ver a tu hijo. Sam, ¿no?

Ella enrojece.

—Max.

—¿Max? —pregunta él, y la mira con frialdad—. Por desgracia, el hecho de que quebrantaras esa orden el mismo día que se dictó, y el hecho de que seas la madre del principal sospechoso del asesinato de un enfermo mental, no me dejan argumentos para conseguir que te permitan verlo. Y teniendo en cuenta que te sorprendieron intentando huir de la escena del crimen con tu hijo, tampoco tengo argumentos para asegurar que no hay riesgo de fuga.

—No me importa lo que me hagan a mí, pero tienes que conseguir que me dejen ver a Max —dice ella, y se le quiebra la voz—. Debe de estar aterrado. Se despertó lleno de sangre, lo arrestaron y lo metieron en una celda. Después lo llevaron al juzgado y lo devolvieron a Maitland, y todo esto, sin que él supiera dónde estaba yo, o si lo había abandonado.

Él niega con la cabeza.

—Sabes que no puedo hacerlo.

—Tony, te lo ruego. Max ha estado muy… enfermo. ¿Y si esto le lleva al límite? No me lo perdonaría nunca —dice Danielle, y se tapa la cara con las manos, entre sollozos. Cuando por fin consigue dejar de llorar y alza la vista, la mirada de Tony se suaviza por un momento.

—Vas a tener que esperar —dice en voz baja—. Yo voy a verlo hoy, y después te diré qué tal está. Después intentaré conseguir conversaciones telefónicas, pero no te hagas ilusiones.

—Oh, Tony, gracias.

—Ahora deberíamos concentrarnos en la acusación de asesinato.

Danielle respira profundamente.

—De acuerdo.

—Antes, sin embargo, quiero dejar bien claras las restricciones de tu libertad condicional —dice él, y ella no le recuerda que es abogada. En ese momento es solo una acusada, como su hijo—. Te encontraremos un apartamento alejado de Maitland para evitar a la prensa, pero no vas a alejarte más del radio de ochenta kilómetros que se estipula en la orden judicial —dice—. Francamente, me asombró que te concedieran la libertad condicional dada la naturaleza del delito, y teniendo en cuenta el hecho de que te encontraran en la escena del crimen, intentando huir con el sospechoso en brazos.

Danielle siente la mirada de Tony clavada en ella. Baja la vista y observa el dispositivo de fibra de carbono que tiene alrededor del tobillo. El LED azul parpadea de una manera inquietante. El abogado de oficio le ofreció el uso del dispositivo a la jueza como alternativa, cuando la jueza estaba a punto de denegar la libertad condicional. La tobillera funciona en conjunción con un panel computerizado que el sheriff de Plano instalará en su nuevo apartamento. Si ella se aventura más allá del límite de ochenta kilómetros, o intenta cambiar el panel de sitio, el dispositivo alertará simultáneamente a la comisaría y al juzgado. Danielle solo puede estar en Des Moines en este momento porque se le permite visitar a su abogado. Tony debe avisar por teléfono, de antemano, de estas visitas.

La orden es clara, y no permite ni una sola infracción. Si Danielle quebranta este mandato, será encarcelada y su fianza de quinientos mil dólares, que ha depositado su bufete, será revocada. Ella cruza el tobillo libre sobre el que lleva el dispositivo, e intenta imitar el tono profesional de Tony. Ahora, él es su abogado, no su amante.

—¿Podemos hablar de su acusación contra Max? Estoy impaciente por conocer tu estrategia, y tengo algunas ideas al respecto.

Sevillas arquea una ceja.

—No te preocupes —dice ella rápidamente—. Sé que no conozco las leyes penales, pero aprendo muy rápido y soy buena abogada. Tal vez puedas pensar en mí como ayudante.

Él frunce el ceño.

—Lo siento, Danielle, pero yo no trabajo así. Creo que tú pensarías lo mismo si yo fuera tu cliente e intentara decirte cómo debes llevar un caso civil. No sería beneficioso para Max, ni para ti. Además, si voy a representarte a ti también, porque todavía no he decidido si necesitas un abogado distinto, es esencial que no parezca que tú estás involucrada en la defensa legal de tu hijo.

Danielle se inclina hacia delante.

—Tony, te pido que hagas una excepción. Te prometo que respetaré tu estrategia. Pero estamos hablando de la vida de Max, y tengo que involucrarme.

Él la mira con dureza.

—Mira, llevo mucho tiempo ejerciendo y, sinceramente, los abogados son mis peores clientes. Lo saben todo, o peor aún, saben lo suficiente como para ser peligrosos. He de tener la última palabra, o no hay trato.

—De acuerdo —dice ella en voz baja.

—Entonces, vamos a los hechos, ¿de acuerdo? —dice él. Abre una carpeta de cuero y traza una línea en la mitad de un folio. Escribe el nombre de Max en la parte izquierda del papel. Ella trabaja de la misma manera. A un lado pone lo que dice el cliente; al otro, escribe lo que seguramente es la verdad.

—El fiscal del distrito me ha dado su versión de lo ocurrido —explica Tony—. Está respaldado por el informe policial y por las declaraciones de varios empleados de Maitland. Mañana nos enviará la caja negra.

Danielle lo mira sin comprender.

—Es su caja de preciadas posesiones. Una lista de las pruebas, de las declaraciones… todo lo que, por ley, deben revelar a la defensa.

Ella asiente.

—Te voy a resumir la acusación del Estado contra vosotros dos —Sevillas mira una hoja mecanografiada y pasa el dedo por ella hasta que llega a un párrafo concreto—. Primero, Max y tú vais a Maitland para que le hagan unas pruebas diagnósticas a tu hijo, y tú te haces amiga del difunto y de su madre. Te niegas repetidamente a volver a Nueva York mientras Maitland le hace las pruebas a Max y, en numerosas ocasiones, interfieres en la labor de los médicos y el personal. Estos sucesos están documentados y reflejan lo que Maitland ha denominado tu comportamiento «cada vez más errático y desequilibrado».

Tony se apoya en el respaldo de la silla y continúa en un tono lacónico.

—Te prohíben ver a tu hijo más de una vez al día hasta que hayan concluido las pruebas. De todos modos, tú te niegas a marcharte y te pasas el día en la sala de espera que hay junto a la unidad de tu hijo. La mayor parte del tiempo estás sola con el difunto y su madre.

Tony toma aire y pasa una página.

—Ahora, Max. Cuando llega a Maitland, tiene claras tendencias suicidas. Tiene una depresión clínica, y no responde al tratamiento psiquiátrico tradicional. A partir de ese momento, su estado mental se deteriora rápida y profundamente. Comienza a tener alucinaciones auditivas y visuales, y se vuelve psicótico. Piensa que el difunto quiere matarlo, y se vuelve violento. Max ataca varias veces a la víctima, hasta el punto de que el niño necesita atención médica en dos ocasiones. Max pierde el contacto con la realidad de una forma tan acusada que el personal se ve obligado a atarlo, sobre todo por las noches.

—Tony, deja que te explique…

Sevillas hace su gesto con la mano para que ella mantenga silencio.

—Cuando te dicen que tu hijo padece trastorno esquizoafectivo, tú rechazas el diagnóstico de plano, y después te niegas a que Max permanezca en Maitland para que pueda recibir el tratamiento psiquiátrico que necesita para impedir que se suicide o agreda a terceros, sobre todo al difunto. Al día siguiente exiges tener una reunión con el equipo médico de Max y, según los que asistieron a esa reunión, te pones hecha una furia, comienzas a hacer acusaciones extrañas y amenazas violentamente a una de las psiquiatras más respetadas del país, tal vez del mundo.

—¡No fue así!

Tony la ignora y continúa con una voz completamente desprovista de emoción.

—Sales hacia la unidad de Fountainview y te encuentras a Jonas Morrison muerto en su habitación. Tu hijo está inconsciente en el suelo, cubierto de sangre del difunto. Se acusa a Max, de manera convincente, de que mató a Jonas apuñalándolo brutalmente con un peine de metal de cinco púas. En total, el forense contó trescientas diez punciones, y teniendo en cuenta el agrupamiento de las heridas, eso equivale a sesenta y dos apuñalamientos. Además, el niño presenta una herida en la arteria femoral, que está rasgada. Cuando llega la enfermera, te encuentra arrastrando a tu hijo ensangrentado fuera de la habitación, intentando escapar con él, y con todas las pruebas relevantes, el arma homicida y la ropa de Max, metidas en el bolso.

Sevillas cierra la carpeta de cuero y alza la vista. Mira a Danielle con cansancio.

—Tengo que decirte que esto tiene tan mala pinta como parece —dice—. Claramente, el arma homicida que estaba en la habitación fue la que causó la muerte de la víctima. El historial violento de Max con Jonas, y el hecho de que tu hijo pensara que la víctima quería matarlo, proporcionan el móvil. No hay pruebas de que exista otro sospechoso. Es poco probable que un jurado de Iowa le tenga simpatía a una abogada de Nueva York que ha intentado huir con su hijo y con el arma homicida, y menos a un joven que ha asesinado brutalmente a un paciente de Maitland, un hospital que le da trabajo a unos trescientos habitantes de Plano —dice—. Siento ser tan rotundo, pero tienes que saber que nadamos contracorriente desde el primer día.

Danielle se agarra a los brazos de la silla. Tiene que contener una náusea. Todo es horrible. ¿Cómo puede empezar a dar explicaciones sobre Max y sobre sí misma? Es muy importante que se sobreponga al miedo y aborde todo aquello como una abogada. Y debe convencer a Tony de que Max no mató a Jonas, para que él presente una defensa tan convincente que ningún jurado esté dispuesto a declararlo culpable. Ni siquiera va a pensar en las acusaciones contra ella; lo más importante es Max. Sin embargo, ¿por qué iba a creerla Tony? Desde que se conocieron, no ha hecho otra cosa que mentirle. Y ahora va a mentirle otra vez. Debe usar todos sus poderes de persuasión para convencerlo de que fue otro quien mató a ese niño.

Y de que el asesino no es su hijo.

—¿Y bien? —pregunta Tony.

Danielle se inclina hacia delante y comienza a hablar.

—Mira, Tony, puedo rebatir todas las declaraciones. Pero tienes que entender una cosa: Max no mató a ese niño. Sé que todo parece horrible, pero puedo explicar lo que ocurrió. Sí, estaba muy enfadada cuando salí de la reunión con Reyes-Moreno y fui a Fountainview a ver a Max, pero él no estaba en su habitación. Pensé que estaba en la cafetería con los demás pacientes. Cuando me marchaba, me di cuenta de que la puerta de Jonas estaba abierta, y me asomé a mirar. Su madre y yo somos buenas amigas. ¿Te lo han dicho?

Tony se encoge de hombros.

—Continúa.

A Danielle le tiembla la voz.

—No puedo describirte el espanto que era aquella habitación. Todo estaba lleno de sangre. Y el pobre Jonas… Lo agarré para ver si todavía estaba vivo, pero era demasiado tarde. Estaba a punto de ponerme a gritar para pedir ayuda cuando vi a Max en el suelo, cubierto de sangre. Pensé que estaba muerto. Yo… me agaché y le busqué el pulso. Estaba inconsciente, pero vivo.

—¿Dónde estaba el peine?

Danielle respira hondo. No tiene elección.

—Estaba en el suelo, en un charco de sangre.

Tony frunce el ceño.

—¿Y qué hiciste entonces?

—Como no podía despertar a Max, y ninguno de los empleados me oía gritar, intenté sacar a mi hijo de la habitación para pedir ayuda. Con toda aquella sangre, no sabía si Max también había sido apuñalado.

—¿Y cómo terminó el peine en tu bolso?

—Estaba convencida de que el asesino también tenía planeado matar a Max, pero yo lo había interrumpido. Tomé el peine y me lo metí en el bolso porque tenía miedo de que volviera y nos matara a los dos.

—¿Y la camiseta de Max?

—Se la rasgué cuando estaba intentando comprobar si tenía alguna herida. No recuerdo haberla metido en el bolso, pero supongo que lo hice. Estaba frenética.

Él toma algunas notas, y después se detiene y la mira.

—A propósito, ¿tienes idea de cómo terminó tu peine en la habitación del hijo de la señora Morrison?

—No, no tengo idea —dice ella—. Siempre lo llevaba en el bolso. Debió de sacarlo alguien, o se me cayó en alguna parte.

—¿Dejaste el bolso desatendido por ahí?

—No.

—¿Recuerdas habérselo prestado a alguien?

—No.

—¿Recuerdas la última vez que lo usaste?

—No.

—¿Podría habérsete caído en la habitación del niño en algún momento?

—Tal vez —dice ella—. Entraba y salía de esa habitación casi todos los días, cuando iba a ver a su madre.

—Pero no recuerdas haberlo perdido.

—No.

—¿Recuperó el conocimiento Max entre el momento en que tú lo encontraste y el momento en que llegó la enfermera?

—No.

—¿Viste a alguien más en la unidad?

Ella niega con la cabeza.

—Era la hora de comer. Normalmente, a esa hora los empleados están con los pacientes en la cafetería, como ya he dicho. Que yo sepa, solo dejaban a Max y a Jonas en su habitación. Puede que hubiera otras personas. Eso es algo que tenemos que investigar.

—Ummm —murmura él—. ¿Por qué dejaban a tu hijo y al otro niño en su habitación?

Danielle se encoge de hombros.

—Max está siendo sometido a un cambio de medicación. Normalmente dormía a la hora de comer.

—¿Y la víctima?

—Eso tendrás que preguntárselo a los empleados.

—Que no hablarán con nosotros hasta que comience la investigación formal. El fiscal se encargará de ello. Y seguro que eso no ocurrirá antes de la vista —responde él—. ¿Dejaban sin vigilancia a esos niños? Eso parece una irresponsabilidad.

—Puede que hubiera alguna enfermera en esa planta. No lo sé. Pero se aseguraban de que los niños no pudieran moverse libremente. Tenían a Max amarrado con correas a la cama, y había una cámara de seguridad en su habitación. Alguien la inutilizó, desabrochó las correas y arrastró a Max a la habitación de Jonas.

Sevillas la mira con escepticismo.

—O la enfermera de servicio olvidó ponerle las correas a Max, y él desvió la cámara de seguridad, te robó el peine del bolso y apuñaló a Jonas hasta matarlo —dice. Danielle empieza a hablar, pero Sevillas la interrumpe—. No me digas que él no pudo inutilizar la cámara. Eso es exactamente lo que ocurrió en la habitación de Jonas.

Ella lo fulmina con la mirada.

—Eso no es lo que pasó.

Él se apoya lentamente en el respaldo de la silla.

—No creo que puedas hacer esa afirmación, teniendo en cuenta que Max se puso violento con Jonas en varias ocasiones, y que tenía el convencimiento de que Jonas quería matarlo. Parece mucho más probable que Max actuara guiándose por sus alucinaciones psicóticas y matara a Jonas antes de que Jonas lo matara a él.

Ella aprieta la mandíbula.

—¿Y lo hizo mientras estaba inconsciente?

Tony se encoge de hombros.

—No sabemos cuándo perdió Max el conocimiento. Pudo ser después de matar a Jonas.

Ella ni siquiera pestañea.

—O antes de que el asesino arrastrara su cuerpo inconsciente hasta la habitación de Jonas, con la intención de matar a Jonas e inculpar a Max.

—No sabremos lo que pasó hasta que tengamos ocasión de hablar con Max —dice él—. Aunque Maitland ha documentado que Max no es consciente en absoluto de sus actos durante estos brotes psicóticos.

Danielle cabecea.

—Yo no creo en las anotaciones clínicas de Maitland.

—¿Y por qué motivo?

Ella se contiene. No es el mejor momento para confesar que entró en uno de los ordenadores de Maitland para leer información confidencial del expediente de Max.

—Solo por un presentimiento que tengo.

—Los presentimientos no son pruebas —dice él, y Danielle nota que le arden las mejillas. Tony se cruza de brazos y la observa atentamente—. Bueno, ¿y tienes alguna idea de quién puede haber hecho esto? Has tenido tiempo para pensar en ello.

A Danielle se le encoge el estómago. Ha pensado en pocas cosas desde el momento en que encontró a Max en el suelo, con el peine en la mano. Solo ha podido pensar en que Max estaba vivo. Y eso es todo lo que está pensando en ese momento.

Además, es posible que haya otro sospechoso, aparte de Max. Danielle no se ha sacado esa idea de la manga. En la cárcel, mientras pensaba en aquella horrible escena por enésima vez, de repente recordó que había percibido la forma de una silueta pasando fugazmente por la ventana de Jonas, justo después de haber visto a Max en el suelo. Inmediatamente después del caos y el horror de encontrar muerto a Jonas, y a Max ensangrentado e inconsciente, Danielle solo tenía en la mente fragmentos inconexos de lo que había presenciado. Sin embargo, después, cuando ya la habían arrestado y estaba sentada en su celda, en silencio, cerró los ojos y se concentró en aquella silueta. La vio a través del cristal borroso, antes de que la forma desapareciera.

En ese momento, Danielle se hace la misma pregunta que se hizo en la cárcel: ¿Vio de verdad a aquel fantasma, o está desesperada por haberlo visto? Aunque no pueda creer que Max haya matado a Jonas, no sabe si está alterando el pasado para negar las afirmaciones de Maitland sobre Max. Además, no puede olvidar que encontró a Max con el peine en la mano.

Agita la cabeza. Como madre, es incapaz de creer que su hijo haya cometido un asesinato. Lo conoce mejor que nadie, y está segura de que tiene que haber otro sospechoso, el verdadero asesino. Si no lo hay, entonces solo queda lo impensable: Max pasará el resto de su vida en un hospital psiquiátrico, o en la cárcel, sin ella. No, no puede pensar en algo así, por muy desequilibrado y violento que sea según Maitland. Danielle suspira. Si un cliente le contara a ella semejante historia, ella no se la creería, y Tony tampoco se la creerá. No importa. Aunque se esté engañando a sí misma y no haya otro sospechoso, deben elaborar una defensa que pueda crearles dudas a los miembros del jurado, dudas suficientes como para que absuelvan a Max. Eso parece casi imposible, teniendo en cuenta las pruebas materiales que hay contra él, incluso con la información esencial que ella ha ocultado.

Sus siguientes pensamientos son como espinas. Todas sus convicciones y sus valores, que había proclamado inmutables, han cambiado con un solo suceso, en un solo momento de su vida. Es abogada y cree en el sistema legal, con todas sus virtudes y sus defectos. Es humana, y distingue entre el bien y el mal. Tiene el deber de decir la verdad, aunque esa verdad ponga en peligro la vida de su hijo.

Hay otro dilema moral que debe tomar en consideración, y que le produce repugnancia hacia sí misma. Si no encuentran al verdadero asesino, se verá obligada a decidir si fabrica pruebas para incriminar a personas inocentes. No pretende que condenen a ninguna otra persona, pero sí quiere crear dudas razonables sobre la culpabilidad de Max, para que lo absuelvan. Solo puede rezar para que encuentren al culpable. De no ser así, no sabe si cruzará la línea y cometerá lo que para ella es un pecado mortal. Pero está dispuesta a ir al infierno por Max.

Antes de que Danielle pueda hablar, suena el teléfono. Tony murmura unas palabras y cuelga.

—Mira, antes de que sigamos adelante, me gustaría involucrar a alguien más.

—¿A otro abogado?

Él sonríe.

—No. Se llama Doaks. Es un policía retirado y que ahora trabaja de investigador privado. Como nuestra posición es que Max no cometió el asesinato, vamos a necesitar a alguien de primera que sepa dónde están enterrados todos los huesos. Alguien que tenga contactos en la policía local.

Danielle se da cuenta de cómo ha construido Tony la frase. La inocencia de Max se enmarca en una posición legal, no en la verdad.

—Me parece buena idea. ¿Has trabajado antes con él?

Sevillas asiente.

—Lo conozco desde hace treinta y cinco años. Nos criamos juntos en Plano. Es un poco tosco y un poco áspero, pero es el mejor. Es exactamente lo que necesitamos.

—Entonces, llámalo.

Sevillas se pone en pie y camina hasta la puerta.

—Voy a decirle a mi secretaria que me dé el número, y tú puedes escuchar la conversación. Pero tengo que advertirte una cosa: le llama al pan, pan, y al vino, vino.

—Lo entiendo.

Sevillas le señala un documento que hay en el escritorio.

—¿Por qué no miras eso? Yo vuelvo en un minuto.

Danielle se pone en pie y se acerca a él rápidamente. Quiere acariciarlo, quiere que entienda lo que siente por él. Él se mueve como si fuera a abrazarla, pero se detiene.

—Tony, yo…

—Danielle —dice él en voz baja—. Creo que deberíamos concentrarnos en la defensa de Max, y en la tuya. El resto es demasiado… complicado.

—Lo sé —susurra ella—. Sin embargo, tienes que saber que la noche que pasamos juntos fue real, que fue… verdadera. Pero yo tenía demasiado miedo a dejarte entrar en mi vida.

Sus ojos marrones recobran la calidez. Él se inclina hacia delante y le da un beso en la frente.

—Te creo —dice, y retrocede mientras cabecea—. Esto es una locura. Debe de ser la primera vez en mi vida que me he enamorado tanto y tan deprisa. Y, por supuesto, esa mujer tenía que ser una de las acusadas en un caso de asesinato con la defensa más complicada que he visto —añade. Entonces, la abraza. Danielle siente el calor de su susurro en el cuello—. No estoy seguro de cómo van a salir las cosas, pero quiero que sepas que voy a hacer todo lo que pueda. En cuanto a lo demás… tal vez solo fuera una noche maravillosa. En ese caso, será un recuerdo que siempre conservaré.

Con esas palabras, él vuelve hacia la puerta y desaparece.

Danielle se deja caer sobre la silla, sin fuerzas, y se tapa la cara con las manos. Comienza a llorar silenciosamente. Intenta controlar el pánico, que es enorme ahora que Tony ha expuesto con objetividad los hechos. Respira profundamente. Max… Debe pensar solo en Max. Se concentra en la sonrisa de su hijo, en sus ojos grises, en la curva de su mejilla. Poco a poco, recupera el control.

Cuando va a tomar el documento que Tony le ha pedido que lea, ve un artículo en una esquina del escritorio. Reforma de la Ley del Menor en Iowa: ¿Demasiado jóvenes para la pena de muerte? Mira hacia la puerta, que continúa cerrada, y se mete el artículo en el bolso. Después lee el documento, que resulta ser la acusación de Max: El Estado de Iowa contra Maxwell A. Parkman. Siente de nuevo un terror que la deja entumecida. Pasa la mirada, frenéticamente, por las hojas, y siente un alivio abrumador al constatar que no hay petición de pena de muerte.

Sin embargo, un pensamiento negro se abre paso por su cerebro: No es que no le vayan a pedir al jurado que lo condene a muerte.

Es que no lo han hecho todavía.

Sevillas le lleva una taza de café y se sienta tras su escritorio.

—¿Lista?

Ella toma un sorbo y asiente.

—Por supuesto.

—Allá vamos —dice él, y aprieta un botón.

Danielle oye un ruido de cristales rotos a través del interfono, y una imprecación.

—¿Por qué carajo se casa uno? Mierda de figuritas. Tenía que haberlas tirado todas cuando la eché de aquí —dice alguien, y después, se produce otro ruido, como si esa persona estuviera barriendo cristales en un suelo de madera. Después parece que se abre una lata de cerveza. Danielle arquea las cejas. Sevillas se encoge de hombros. Después de varios segundos, alguien gruñe al teléfono—: Aquí Doaks, y mejor será que se trate de algo interesante.

Sevillas sonríe, y Danielle se apoya en el respaldo de la silla.

—¿Qué tal, amigo?

—Demonios, sabía que tenía que haber desconectado el teléfono —dice, y se oye un sorbido—. Sea lo que sea, no estoy.

—Vaya, Doaks —dice Sevillas—, ¿es que no puede enterarse un viejo amigo de cómo le trata la vida a lo mejor de todo Plano?

Doaks se carcajea.

—No tienes tiempo para eso, listo. Siempre que abro el periódico veo tu fea cara en algún juzgado, después de haber salvado a algún príncipe de la cárcel. Además, si me estás llamando, es que no hay nadie más en quien puedas confiar.

—Intuitivo, como siempre —dice Sevillas.

—Ni hablar —responde Doaks—. Ya no me dedico a eso. ¿Es que no te enseñaron esa palabra en la universidad? R-e-t-i-r-a-d-o.

—Vamos, Doaks. Ni siquiera sabes por qué te estoy llamando.

—No hay que ser un genio. Necesitas un detective privado, eso es lo que necesitas.

—¿Y si tienes razón?

Doaks se echa a reír.

—Te diría que te fueras a la mierda. Como he hecho mil veces.

—Vamos, sabes que lo echas de menos.

—Sí, claro. Todas las mañanas me despierto deseando haberme pasado toda la noche metido en el coche con un café frío, persiguiendo a algún idiota. Olvídalo.

—Solo esta vez, amigo —le dice Sevillas—. Necesito al mejor, y ese eres tú.

—Ya —dice Doaks. Después se oye el inconfundible sonido de una lata de cerveza cuando la estrujan. Danielle casi puede oler la cerveza—. Vamos a engatusar al viejo Doaks para ver si puede hacer lo que no son capaces de hacer esos otros idiotas, que encima cobran más de lo que deben. ¿Es que te crees que soy tonto?

Sevillas suspira.

—¿Te has enterado del asesinato de Maitland?

El tono de voz de Doaks se vuelve cauteloso.

—¿Te refieres a ese chiflado que le hizo mil agujeros a un niño loco?

Danielle cierra los ojos. Suena incluso peor cuando lo dice ese hombre que cuando Sevillas lo expuso, poco tiempo antes. Ella enrojece de vergüenza.

Sevillas se vuelve hacia Danielle pidiéndole excusas con la mirada.

—Ten cuidado, Doaks, estás hablando del hijo de nuestra nueva clienta, la señora Danielle Parkman, abogada, que casualmente, está sentada frente a mí.

—Quítame del altavoz, idiota.

Sevillas finge que lo hace. Le guiña un ojo a Danielle mientras toma el auricular, y después vuelve a colgar.

—¿Mejor?

—Sí —gruñe Doaks—, pero de todos modos no voy a aceptar el caso.

—Este es diferente.

—Sí, claro. ¿Cuántas veces habré oído eso?

—Al niño lo mataron con un peine de metal.

—Una interesante elección de arma homicida —admite Doaks—. Pero no lo suficientemente interesante como para volverme loco. ¿Tienes algún otro sospechoso?

—Estás picando.

—Ni lo sueñes.

—Mira, John, sé que todavía tienes cuentas que arreglar con Maitland.

Hay una pausa.

—¿Y qué?

—No te llamo para pedirte que me devuelvas ningún favor…

—Pues lo parece.

—Solo estoy intentando ayudarte.

—Y un cuerno. Necesitas a alguien que conozca bien ese antro, por dentro y por fuera.

—Por supuesto que sí —dice Sevillas, y pregunta—: ¿Qué tal está Madeleine?

Silencio.

—Ten cuidado, imbécil —dice Doaks, con una voz irritada, oscura.

Danielle arquea las cejas, pero no dice nada.

—Bueno, ¿vas a venir a mi despacho mañana por la mañana? —pregunta suavemente Sevillas—. Es cuando vamos a recibir la caja negra y a comenzar a planificar la defensa. ¿Y por qué no les preguntas por este asunto a tus colegas del Departamento de Policía de Plano esta misma tarde?

—No me digas cómo tengo que llevar una investigación —ruge Doaks—. Voy a ver la lección de golf de Johnny Miller esta tarde. Ni sueñes que voy a permitir que esta mierda estropee mi swing.

Sevillas se ríe.

—La venganza sabe mejor fría, Doaks.

—Que te den morcilla —gruñe el detective—. Acabas de estropear por completo un día estupendo.