Quince

A Danielle le da vueltas la cabeza. Pese a su fanfarronería delante de Reyes-Moreno y de los demás médicos, siente pánico mientras se aleja del edificio. Debe controlarse. No puede dejarse vencer por el miedo y la desesperanza. Tiene que pensar en la forma de sacar de allí a Max sin que la arresten. No sabe qué le han hecho a su hijo, pero no es el mismo Max a quien ella llevó a ese hospital. Si está precipitándose en la locura de verdad, ha empezado a ocurrir desde que llegaron a ese espantoso hospital. Danielle ya no tiene dudas sobre su propio juicio de las cosas. Se queda inmóvil y después se dirige hacia el edificio blanco.

Tiene que ver a Max. No le importa que haya una orden de alejamiento temporal. Va a entrar en su habitación y se va a quedar con él. No se va a marchar de su lado hasta que compruebe con sus propios ojos si su hijo está loco o no. Sin embargo, tampoco tiene ningún motivo para provocar otra confrontación. Mira el reloj al torcer la esquina hacia la entrada trasera. Son casi las once y media. Eso significa que las enfermeras han puesto en fila a sus pacientes y los han llevado hacia la cafetería para comer. No volverán hasta dentro de media hora, o quizá más. Cabe la posibilidad de que Max haya ido con ellas, pero ella lo duda. Sabe, por las interminables horas que ha pasado en la sala de espera de la unidad, que a algunos pacientes los dejan durmiendo en su habitación, sobre todo a los que han tenido un cambio de medicación significativo. Como Max.

Entra en el edificio y lo encuentra vacío. Recorre el frío pasillo y abre la puerta de la habitación de Max. La cama está revuelta, pero vacía. Ve las sábanas retorcidas y un hueco en la almohada, y entonces se da cuenta de que hay algo nuevo. Unas gruesas correas de cuero marrón que cuelgan de la estructura de metal de la cama. Esas correas son para atar las muñecas de su hijo. ¿Cuánto tiempo llevan tratándolo así? ¿Lo hacen solo por las noches, o también durante el día? A Danielle se le encoge el corazón. Mira en el baño, pero también está vacío. Corre por el pasillo y encuentra todas las puertas cerradas. Justo antes de llegar al vestíbulo, ve que la de Jonas está entreabierta. La empuja y entra en la habitación.

La visión que abarca su mirada es dantesca, indescriptible. Se tapa la boca con ambas manos para no gritar. Hay salpicaduras de sangre que manchan las paredes hasta el techo. Jonas está tendido en la cama, ensangrentado y lleno de agujeros. Sus preciosos ojos azules se han vuelto vidriosos y están clavados en el techo. Danielle tiene que contener las ganas de vomitar. Se acerca y le toma la muñeca. Percibe un olor nauseabundo y nota la sangre fresca mojándole los dedos.

—Oh, Dios, Jonas, por favor… —gime. El niño no tiene pulso. Danielle lo agarra por los hombros y lo atrae hacia sí—. Respira, Jonas. Por favor, no te mueras.

Su cuerpo está caliente, y su olor dulce se mezcla con el de la sangre. Ella le palpa la arteria carótida, pero no le encuentra el pulso. Tiene que pedir ayuda. Tal vez todavía quede una oportunidad. Está a punto de presionar el botón para llamar a las enfermeras cuando lo ve.

Está inmóvil, en un charco de sangre ennegrecida. Está en posición fetal, y tiene los ojos cerrados.

—¡No! —Danielle se agacha sobre él y le hace girar, y le toma la cara con ambas manos. Comienza a agitarlo—. ¡Max! ¡Max!

Le busca el pulso desesperadamente, y nota las pulsaciones fuertes y constantes. Está vivo. Vivo. Entonces, comienza a buscar heridas en su cuerpo, pero no halla ninguna. La sangre es de Jonas, no suya. Entre gemidos de angustia, Danielle lo agarra para sacarlo de allí para conseguir ayuda… entonces, ve algo más.

Su hijo tiene algo en la mano, algo plateado y siniestro. Es su peine de metal, y está manchado de sangre, como el resto de la habitación. Ciega de pánico, Danielle le rasga la camiseta. Max se despierta brevemente y se agarra a ella. Intenta hablar, pero vuelve a quedarse inconsciente. Danielle le arranca el peine de la mano y lo limpia. Se mete el peine y la camiseta en el bolso. Agarra a Max por los brazos y arrastra su cuerpo por el suelo ensangrentado, y va dejando un rastro rojo por el camino. Están a pocos pasos de la puerta, cuando alguien la abre.

La enfermera Kreng está en el umbral. Su chillido acaba con el silencio, y el blanco de su uniforme grita «asesinato» contra el espantoso rojo de las paredes.