Catorce

Danielle está esperando en la sala de reuniones de Maitland, sentada junto a la enorme mesa en forma de U. Está impaciente por que comience la entrevista. En esa ocasión, ella va a tener la última palabra.

Su primer impulso después de hacer aquellos descubrimientos tan extraños la noche anterior fue ir a buscar a Max y sacarlo de allí, pero tras una reflexión, se dio cuenta de que aquello podía ser contraproducente. Lo que leyó la noche anterior ha aumentado su confusión. No sabe cómo interpretar las observaciones sobre un Max que no conoce. Aquella mañana, al leer un mensaje de Reyes-Moreno en el que la doctora le preguntaba si ya había tomado la decisión de ingresar a Max en la residencia del hospital, a Danielle se le ocurre una idea, y le responde a la psiquiatra que antes de dar ese paso, necesita una reunión cara a cara con todo el equipo.

Danielle mira el reloj. En pocos minutos tendrá que enfrentarse al grupo. Ya ha decidido que, digan lo que digan, va a llevarse a Max a Nueva York. Allí se pondrá en contacto con el doctor Leonard y le pedirá que derive a su hijo a otro especialista para obtener una segunda opinión médica. No está dispuesta a dejar ahí a Max sin una confirmación externa e irrefutable de que el diagnóstico de Maitland es correcto.

Pero ¿y si es correcto? Tiene la sensación de que ha perdido su destacada habilidad para organizar los hechos, que le resulta tan ventajosa como abogada. Intenta de nuevo poner en orden todas las posibles situaciones que se suceden en su cabeza. Si Max es verdaderamente psicótico, ¿cómo es posible que ella nunca haya percibido ninguna señal? ¿No habría dicho o hecho algo que la hubiera puesto sobre aviso?

Entonces recuerda el día que encontró el diario de Max, y su complicado plan de suicidio, algo de lo que ella no había sospechado nada. También recuerda aquella pregunta horrible que le hizo su hijo al principio de aquella pesadilla: «¿Qué hacemos si me dicen que estoy loco de verdad?». Tal vez Max, a medida que empeoraba su estado, hizo todo lo posible por parecer normal para no verse condenado a quedarse en Maitland indefinidamente.

Danielle recuerda la anotación en la que se decía que los brotes psicóticos de Max se producían por la noche; eso podría ser la explicación de que por la mañana, según decía Reyes-Moreno, cuando ella iba a ver a su hijo, él no recordara nada de lo que había sucedido. Danielle había atribuido el agotamiento de Max al sopor producido por los medicamentos, pero podría ser consecuencia de sus… ataques nocturnos.

También le resulta asombroso que, pese a aquel diagnóstico tan negativo y aquellas malditas anotaciones, parece que Max está mejorando, por lo menos durante los pocos minutos que ellos dos pueden estar juntos por las mañanas. Danielle solo puede aplicarle eso a una variable: Fastow. Cumpliendo su petición, él le envió la lista de los medicamentos de Max. Todos le resultan familiares, y sus efectos secundarios, predecibles. Tal vez es un genio de la psicofarmacología, como dijo Marianne.

Danielle ha tomado el teléfono unas veinte veces para contarle a Georgia cuál ha sido el diagnóstico, y pedirle que vaya a su lado para darle apoyo moral, pero eso lo haría todo demasiado real. Y tiene el deseo, incluso más fuerte, de hablar con Marianne de todo aquello, debido a que su amistad se está haciendo sólida. Sin embargo, tiene miedo de que la carrera médica y los conocimientos de psiquiatría, por no mencionar los recientes encuentros de Max con Jonas, no le dejen otra opción a su amiga que decirle que acepte el diagnóstico de Maitland. Danielle no puede soportar eso. Por encima de todo, quiere explorar los problemas con Max, pero eso es imposible por el momento. Si el miedo que siente Max a perder la cordura por completo ha aumentado tanto que el niño no quiere otra cosa que matarse, entonces ella no puede arriesgarse a explorar la oscuridad de su mente.

Intenta concentrarse. Lo primero es averiguar por qué Maitland tiene la desfachatez de exigir que Max sea ingresado para someterlo a un tratamiento indefinido, con terapia de electroshock sin su conocimiento, y mucho menos sin su consentimiento. Ya está redactando mentalmente la solicitud de medidas cautelares para detener las intenciones de Maitland.

Aquella noche, Danielle ha hecho una búsqueda en Internet sobre la terapia de electroshock. Lo que ha averiguado le ha causado terror: se provocan ataques en el cerebro por medio de breves descargas de alto voltaje y corriente alterna. Eso, supuestamente, modifica los neurotransmisores que causan las enfermedades mentales graves. Existe riesgo de daños cerebrales, ataques, hemorragias, pérdida de memoria permanente, y riesgo de muerte. La explicación termina con la advertencia de que el uso de esta terapia es muy controvertido hoy en día. No es de extrañar.

—Señora Parkman —dice Reyes-Moreno con una sonrisa.

Danielle está a punto de devolverle la sonrisa, hasta que recuerda la anotación en la que se cuestiona su capacidad emocional para adaptarse a las situaciones, y su relación con Max. ¿Es ella la que ha escrito todas aquellas mentiras?

—Hola, doctora —dice con frialdad.

El resto del grupo, incluido Dwayne, va entrando en la sala. Mientras se sientan, Danielle se recuerda que hay todo tipo de tribunales en la vida, todo tipo de adversarios.

Reyes-Moreno se sienta en la cabecera de la mesa. Fastow se sitúa a su izquierda y observa a Danielle con sus ojos gélidos y desagradables. No acerca la silla a la mesa, como si quisiera aumentar su desconexión y su desprecio con respecto a esa reunión. Ella no soporta a ese sujeto, por muy genio que sea. Los otros médicos toman asiento y miran en el interior de sus carpetas.

—¿Comenzamos? —dice Reyes-Moreno.

—Por supuesto.

—Danielle —dice la psiquiatra, mirándola directamente y con sinceridad—. Entiendo que ha solicitado esta reunión porque tiene ciertas dudas sobre la validez de nuestro diagnóstico colectivo —antes de que Danielle pueda decir nada, alza ligeramente la mano—. También entiendo que es reticente a firmar la documentación necesaria para dejar a Max a nuestro cuidado durante un año.

—Exacto. Quiero una explicación detallada de los motivos por los que el equipo ha llegado a la conclusión de que mi hijo es esquizoafectivo y psicótico.

Reyes-Moreno asiente comprensivamente.

—Danielle, le he dado ya una explicación sobre los motivos de nuestro diagnóstico. Tal vez estaba demasiado disgustada como para asimilarlos completamente. ¿Hay algo que no entienda? Se lo explicaremos todo.

—No, doctora —dice ella—. Lo que quiero es una copia del expediente de Max, con todas las anotaciones y observaciones sobre las que han basado este diagnóstico.

Reyes-Moreno pierde la sonrisa.

—Me temo que eso no es posible.

—¿Por qué no?

—No es que nosotros no queramos acceder a su petición, sino que no podemos hacerlo —dice con calma la psiquiatra, pero también con firmeza—. Estoy segura de que, como abogada, está al tanto de que el expediente de Max está protegido por el secreto médico. Aunque tenemos que explicarle el diagnóstico de Max, no tenemos la libertad de revelarle nuestras observaciones. Por supuesto, si está convencida de que necesita documentación para confirmar el diagnóstico, la insto a que utilice los medios legales apropiados.

—Por supuesto que lo haré.

Si quieren ser implacables, muy bien. Presentará la demanda y conseguirá los documentos de Max.

—Entonces, ¿qué van a explicarme ahora sobre el extraordinario diagnóstico de mi hijo?

—Estamos aquí para responder a cualquier pregunta relacionada con el protocolo de medicación de Max, las posibilidades de tratamientos futuros o la naturaleza del trastorno esquizoafectivo. Francamente, estamos muy preocupados por su reacción ante el diagnóstico de Max. Queremos ayudarla a aceptarlo, para que Max pueda ingresar y comenzar el tratamiento. Y para ello, me gustaría programar algunas sesiones con usted esta semana.

Danielle frunce el ceño.

—¿Conmigo? ¿Por qué?

Reyes-Moreno la mira de nuevo fijamente, con calma.

—Para asegurarnos de que, antes de que se vaya, pueda ayudar a Max a enfrentarse a su enfermedad en el contexto de su relación.

Danielle ignora el comentario sobre su inminente partida.

—¿Tiene alguna pregunta específica sobre mi relación con Max?

—Creemos que es algo que requiere un análisis más profundo.

—Pero no está dispuesta a decirme por qué.

Reyes-Moreno vacila por primera vez. Es algo como una ligera fisura en su compostura.

—En este momento no. Podemos hablar de ello cuando presentemos el protocolo para Max, dentro de unas semanas.

«Y un cuerno», piensa Danielle. Está claro que no va a obtener nada más de aquella tribu, y no le importa nada la magnífica reputación de Maitland. No es suficiente. Va a despedirse con aplomo, de modo que pueda sacar a Max de ese lugar.

—Doctores, quiero que sepan que les agradezco mucho todo lo que han hecho —dice Danielle, y saluda a Reyes-Moreno y a los demás. Todos le devuelven el gesto.

Ya está. Lo ha dicho. Es sensata, y siente mucha gratitud.

—No es mi intención ofenderlos, pero no puedo estar de acuerdo con sus conclusiones —añade. Max y yo nos marcharemos esta tarde.

Pone ambas manos sobre la mesa para indicar que la reunión ha terminado y que, aunque no han llegado a un acuerdo, se separan amistosamente.

—Danielle —dice Reyes-Moreno—, nosotros sabemos que no está de acuerdo con nuestro diagnóstico. Lo que parece que no entiende es que se encuentra en un estado de negación de lo que le ocurre a Max. No puedo permitir que saque a Max del hospital, cuando hemos llegado a la conclusión de que puede suicidarse en cuanto salga de aquí, por no mencionar su psicosis, que va en aumento, y la gravedad de sus ataques violentos hacia los demás. No voy a exponerme a que el hospital sea objeto de las demandas legales que podrían producirse por ese motivo, y que estarían justificadas. Tampoco voy a poner en peligro la salud mental de Max, ni su vida, dejándolo bajo su custodia.

Danielle abre mucho los ojos.

—¿Está diciendo que yo soy la culpable, o que Max no está a salvo conmigo? O tal vez es que nadie haya tenido nunca el valor de cuestionar un diagnóstico de los eminentes médicos de Maitland, incluso cuando no hay bases para ese diagnóstico.

Se hace el silencio. Todos los doctores tienen los ojos pegados a sus papeles. «Cobardes», piensa Danielle. Uno de los internos comienza a decir algo, pero Reyes-Moreno inclina ligeramente la cabeza. El médico se detiene, como si fuera un cachorrito bien adiestrado.

—Señora Parkman —dice la psiquiatra con suavidad—, la invitamos a que solicite una segunda opinión. Sin embargo, debe hacerlo inmediatamente. Estamos intentando decirle que su negativa a aceptar el diagnóstico tal vez le esté causando más perjuicios a su hijo que la propia enfermedad, que ya es lo suficientemente grave.

Danielle se enfurece.

—¿Quiere decir que no conozco a mi propio hijo? ¿Que soy tan egoísta que no estoy dispuesta a aceptar la verdad para poder dañar más a mi hijo?

—Francamente, nos resulta muy perturbador que no haya percibido las señales de advertencia. Se trata de un trastorno progresivo, y usted debería ser consciente de ello.

—¿Qué señales? Max ha sido tratado por psiquiatras muy reputados mucho antes de venir aquí. Ninguno de ellos sugirió nunca que pudiera ser violento, y mucho menos esquizoafectivo. Y nadie, salvo su equipo, ha conspirado para atar a mi hijo, meterle un trozo de plástico en la boca y darle una descarga eléctrica de cuatrocientos cincuenta voltios al cerebro —dice Danielle, y señala con el dedo índice a Reyes-Moreno—. Olvídese de pleitos, doctora. Va a ir a la cárcel —añade, y se encamina hacia la puerta.

—Max no solo tiene tendencias suicidas. Es peligroso —dice la psiquiatra.

Danielle se da la vuelta y la atraviesa con la mirada. El resto del equipo permanece inmóvil.

—¿Cómo?

—Max ha perdido el contacto con la realidad. Está convencido de que Jonas Morrison lo ha estado torturando. Cree que hay una voz en su cabeza que le advierte de que Jonas tiene un plan secreto para hacerle daño y matarlo.

—¡Eso es absurdo! —Danielle cruza la habitación y se queda frente a Reyes-Moreno—. ¿De veras esperan que me crea eso? ¿Qué quieren conseguir con estas mentiras monstruosas?

Reyes-Moreno se alarma.

—No tengo idea de a qué se refiere…

—Sabe perfectamente de qué estoy hablando. ¿Cómo sabe que Max cree que ese niño quiere matarlo? ¿Acaso se lo ha dicho mi hijo en una sesión secreta? —Danielle ha perdido toda la paciencia. Se inclina hacia delante y posa ambas manos en la mesa de una fuerte palmada. El sonido hace que la doctora retroceda. Danielle se adelanta hacia ella, de manera que su rostro queda a centímetros del de la psiquiatra—. ¿Por qué no me dice qué demonios está pasando aquí, doctora? Tiene todos los visos de ser una conspiración.

Reyes-Moreno se retira justo en el momento en que Dwayne se pone en pie y agarra a Danielle de los brazos. La doctora se levanta. Está muy agitada.

—Danielle, necesita tratamiento psicológico inmediatamente.

Danielle se aparta de Dwayne con una risa áspera.

—Ni lo sueñe. Cuando ustedes terminaran conmigo, estaría echando espuma por la boca y ladrándole a la luna —dice. Después añade, mirando fulminantemente a la médico—: Fírmele el alta a mi hijo inmediatamente, ¿me oye? Y si no tengo esos informes dentro de una hora, le traeré una orden judicial para que me los entregue. ¿Estoy hablando con claridad?

Reyes-Moreno no se inmuta.

—¿No está dispuesta a pensarlo mejor?

—No.

Reyes-Moreno se sienta, saca un documento de su carpeta y se lo entrega.

—Siento decir que habíamos previsto su reacción —dice. Danielle toma el papel y lo lee de arriba abajo—. Esta mañana hemos obtenido una orden de alejamiento contra usted. No puede acercarse a Max —dice con calma—. Espero que entienda que lamentamos mucho haber tenido que tomar estas medidas para protegerlo.

Danielle responde con la voz endurecida.

—¿Qué mentiras le han dicho al juez sobre mí? ¿Es consciente de que las injurias están penadas? ¿Se preocupan tan poco por la verdad como se preocupan por el bienestar de sus pacientes?

Reyes-Moreno agita la cabeza.

—No sé de qué está hablando. De cualquier modo, eso debe planteárselo a un juez.

—No se preocupe por eso. Tengo intención de defender los derechos de Max, y los míos, en un tribunal. Pero ahora mismo voy a llevarme a mi hijo de aquí.

Reyes-Moreno arquea una ceja.

—¿Va a desobedecer el mandato judicial?

La mente legal de Danielle analiza a toda velocidad los argumentos y la probabilidad de éxito si lucha contra esa orden. Piensa en las escuelas, en los directores, en los psiquiatras de Maitland, en las cicatrices que tiene en los brazos. Y además, ahora están también los informes absolutamente negativos sobre el comportamiento perturbado de Max y la negativa de ella a aceptar los hechos. ¿Qué juez no le daría la razón a Maitland? El pobre chico necesita desesperadamente el cuidado que le pueda proporcionar esa institución tan impecable, y necesita estar alejado de la lunática de su madre. Danielle no tiene pruebas creíbles que darle al juez y, después de su estallido, no tiene posibilidades de conseguirlas. No tiene testigos, salvo quizá Marianne, que puedan hablar en su favor. Y aunque Marianne testificara que Danielle es una buena madre, ella tiene miedo de que al ver las anotaciones, su amiga la inste a aceptar el diagnóstico de Maitland. Por no mencionar que Marianne estaría obligada a narrar los ataques violentos de Max hacia Jonas.

El mandamiento judicial tiene una validez de diez días, y después habrá una vista sobre esa orden de alejamiento, que tendrá efecto hasta que se celebre un juicio. Danielle tendrá que esperar. Ella presentará su propia demanda y una explicación bien razonada de los motivos por los que ha quebrantado la orden. Hay una cosa de la que está bien segura: no va a dejar a Max allí.

Danielle mira a Reyes-Moreno a los ojos. No tiene sentido echarse un farol. La psiquiatra tiene cara de jugar bien al póquer, y ha visto su mano. Danielle es buena abogada porque sabe cuándo callar. Esta es una batalla, no la guerra. Su objetivo más inmediato es sacar de allí a Max, tomar un avión y volver a Nueva York.

—¿Tenemos su consentimiento? —pregunta Reyes-Moreno.

—Por supuesto que no —dice Danielle—. Voy a pedir una segunda opinión, y quiero que me dé una declaración por escrito de que cooperará enteramente con la persona a quien yo elija, incluyendo la entrega de un informe de su diagnóstico y todas las observaciones en que se han basado. Y la quiero hoy, ¿entendido?

Da un portazo al salir.