Doce

Hoy es el día.

Parece que por fin el equipo médico ha llegado a un diagnóstico conjunto. La semana anterior ha transcurrido sin incidentes, por lo menos, nada que hayan considerado adecuado contarle a ella. Parece que Max está mucho mejor. En muchos sentidos ha recuperado su comportamiento dulce de costumbre. Reyes-Moreno ha podido completar todas las pruebas y la evaluación. Aunque a veces parece que Max está muy sedado y desorientado, Danielle supone que Fastow ha conseguido ajustar por fin su protocolo de medicación. Georgia no ha conseguido ninguna información negativa sobre su pasado; de hecho, solo ha encontrado más pruebas de su excelencia y creatividad en su campo. Aunque Danielle sigue sintiendo desagrado personal por él, parece que Fastow ha hecho un buen trabajo con la medicación de Max.

La secretaria de Reyes-Moreno, Celia, recibe a Danielle en el edificio administrativo del hospital.

—Señora Parkman, ¿quiere acompañarme? —le dice, después de estrecharle la mano. Danielle la sigue por el vestíbulo hacia la zona de los despachos de los psiquiatras, hacia el santuario de Reyes-Moreno. Es más pequeño de lo que había imaginado Danielle. En él hay un diván y una silla giratoria, y varias estanterías llenas de juguetes. Danielle toma uno de ellos y lo gira con cuidado en las manos. Se pregunta qué habrá dicho y hecho Max en aquella habitación.

Los diplomas y certificados médicos de Reyes-Moreno están colgados por las paredes, enmarcados en negro. Una diplomatura de Pasadena, California. ¿Cómo es eso? ¿Es que no todo el mundo que llega a la Meca se ha licenciado en Stanford o Yale? Se le acelera el corazón mientras pasea la mirada por los cuadros de la pared. Allí está: Escuela de Medicina de Harvard. Se siente aliviada. No es que tenga nada contra Pasadena, pero por Dios, si estás pagando lo mejor, quieres que te den un purasangre.

Frente al escritorio de la doctora hay dos mecedoras que parecen reservadas para las reuniones con los padres, y Danielle se sienta en una de ellas. Como ella, esas sillas están fuera de lugar. Piensa en Tony, y lamenta no haber podido verlo otra vez. Después de que ella cancelara su cena, él le dejó una nota en la recepción, en la que le decía que tenía que volver a Des Moines. Le escribió su número de teléfono móvil, pero ella no lo ha usado. Su vida es demasiado incierta en ese momento, y no puede añadirlo a la ecuación a él también. Sin embargo, lleva la nota en el bolsillo, como si fuera un talismán. Piensa en los billetes de avión que tiene que reservar. Si pueden marcharse mañana temprano, llevará a Max a casa con tiempo suficiente para deshacer las maletas. Solo con pensar en hacer la colada de su hijo, sonríe. Tal vez Georgia, que ha vuelto con Jonathan, pueda pasar por el apartamento esa noche, llevarles algo de comida y subir las persianas, para que no parezca que la casa está tan vacía. Así, tal vez Max no recuerde que han estado fuera tanto tiempo.

Celia entra en el despacho y le da un café tibio. Reyes-Moreno va a retrasarse unos minutos; seguramente está reunida con el equipo de Max. Allí se trabaja en grupo. Ninguno de los médicos, ni el neurólogo, ni el psiquiatra, es responsable de nada. Toma un sorbo del líquido amargo. Tendrá que intentar poner en orden las cosas en la oficina en cuanto vuelva a casa. Siente pánico y se aparta aquello de la mente. Lo primero es lo primero.

Se abre la puerta, y Celia entra de nuevo. No mira a los ojos a Danielle. Le recuerda a los miembros del jurado que no la miran cuando vuelven a la sala del tribunal después de las deliberaciones. Reyes-Moreno entra y cierra la puerta. Sonríe a Danielle, y le aprieta el hombro. Danielle siente que el nudo de tensión que tenía en el cuello desaparece de repente.

—Buenos días, Danielle —le dice la doctora—. ¿Qué tal está hoy?

¿Cuáles son las frases amables de rigor que intercambia una con la persona que tiene la vida de tu hijo en sus manos?

—Muy bien, doctora. ¿Y usted?

—Vamos a sentarnos, ¿de acuerdo? —le dice Reyes-Moreno, y hace girar su silla hasta que queda frente a Danielle, y Celia se sitúa un poco retirada. Danielle se pregunta qué hace allí la secretaria, pero no quiere preguntarlo. En vez de eso, cruza las piernas y posa las manos en el regazo. Lista.

Reyes-Moreno yergue la espalda y la mira con atención.

—Danielle, sé que ha esperado esta reunión con mucha paciencia, y me alegro de poder decirle que el equipo de Max ha llegado a un consenso sobre su diagnóstico, y sobre el tratamiento que debe recibir.

Danielle se da cuenta de que está conteniendo la respiración. Inspira profundamente. Reyes-Moreno comienza su informe.

—Seguramente, no se sorprenderá al saber que hemos confirmado los diagnósticos antiguos, los que le han dado a Max durante estos años.

Danielle se relaja de nuevo. Lo mismo de siempre.

La doctora continúa.

—Hemos confirmado que Max tiene el síndrome de Asperger, y que tiene un amplio espectro de discapacidades y dificultades de aprendizaje. Tiene dificultades de comunicación y de procesamiento auditivo…

De aquella letanía, no hay nada que llame la atención de Danielle. Tiene un cuaderno para anotaciones legales delante. Mientras Reyes-Moreno habla, ella lo va apuntando todo cuidadosamente, como si estuviera en una declaración, escuchando información aburrida de un testigo sin importancia. Sin embargo, a medida que la lista de trastornos aumenta, se siente más y más triste, seguramente porque lo que quiere oír es que todos los demás profesionales, aunque tuvieran buena intención, estaban equivocados, que no solo cometieron errores en cuanto a la medicación, sino también en cuanto al diagnóstico de autismo y otras enfermedades neurológicas. Habría sido maravilloso que Max no tuviera ninguno de aquellos problemas. Pero mientras Reyes-Moreno continúa con la lista, que comprende trastornos obsesivo-compulsivos, dificultades motrices e hipersensibilidad táctil, Danielle piensa que ella puede enfrentarse a todo eso.

—Recomendamos un protocolo nuevo de antidepresivos para combatir las tendencias suicidas de Max —dice Reyes-Moreno.

Danielle repasa mentalmente la lista de antidepresivos tricíclicos, los inhibidores selectivos de recaptación de la serotonina y los inhibidores de recaptación de serotonina norepinefrina y sus posibles efectos secundarios.

—¿En qué está pensando? ¿Effexor? ¿Cymbalta? ¿Zoloft?

Reyes-Moreno mira a Danielle, pero no dice nada. Danielle se da la vuelta de repente y mira a Celia, que empieza a decir algo, pero capta una vaga seña de Reyes-Moreno y aparta la mirada. A Danielle le late el corazón con tanta fuerza que parece que se le va a escapar del pecho.

Reyes-Moreno se acerca a Danielle, le toma la mano y se la estrecha. Sigue hablando con una voz muy suave.

—Me temo que hay más. Voy a decirlo, y después, quiero que sepa que todos estamos aquí para apoyarla.

Danielle no tiene cuerpo. Se ha vuelto toda ojos, unos ojos que solo ven a Reyes-Moreno, y nada más en todo el universo.

—Por desgracia, al terminar nuestras pruebas hemos llegado al diagnóstico de una enfermedad psiquiátrica grave. Max tiene una forma grave de psicosis llamada trastorno esquizoafectivo —le explica la doctora, y hace una pausa—. En esta categoría entran menos del uno por ciento de todos los pacientes psiquiátricos.

Danielle está aturdida.

—¿Max es esquizofrénico?

—En parte. Sin embargo, la esquizofrenia no tiene el componente de trastorno del estado de ánimo que tiene el trastorno esquizoafectivo —dice Reyes-Moreno, y señala una pila de papeles que hay sobre su escritorio—. He seleccionado una serie de artículos que la ayudarán a entender los retos a los que se enfrenta Max. Brevemente, le diré que el trastorno esquizoafectivo llega a su punto máximo durante la adolescencia y el comienzo de la edad adulta. Los trastornos severos del desarrollo social y emocional de Max, agravados por el síndrome de Asperger, continuarán durante toda su vida. Probablemente, siempre será un riesgo para sí mismo y para los demás, y tendrá que ser hospitalizado con frecuencia. Por desgracia, Max muestra prácticamente todos los síntomas que se describen en el Manual de diagnosis y estadística de los trastornos mentales de la Asociación Americana de Psiquiatría: delirios, alucinaciones, pensamiento y habla desorganizados, comportamiento catatónico, anhedonia, abulia…

Danielle se obliga a respirar.

—¡Esto es una locura! Max nunca ha tenido los síntomas que está describiendo.

Reyes-Moreno agita la cabeza.

—Tal vez no cuando está con usted. Sin embargo, nuestros registros diarios en la historia clínica reflejan con claridad esos síntomas. Usted debe de haber visto algunas señales. A menudo, los padres niegan la realidad hasta que el niño se desmorona por completo, como en este caso.

—Yo no niego la realidad —dice Danielle, que nota las mejillas ardiendo—. ¿Está segura de que esos síntomas no los ha causado la sobredosis que le dieron?

—No —responde Reyes-Moreno, cabeceando con tristeza—. Estos problemas vienen de largo, y son más duraderos. Lo que no sabemos es si hay antecedentes de trastornos psiquiátricos en su familia, o en la familia del padre de Max. Como he dicho, él tendrá que pasar temporadas largas en el hospital, debido a ataques psicóticos recurrentes y episodios violentos que hemos observado y anticipado. Por desgracia, con cada uno de estos ataques, la memoria y la relación de Max con la realidad se deteriorarán cada vez más, y eso agravará su esquizofrenia. Será imposible que tenga trabajo ni que viva de manera independiente. Además, habrá que estar siempre vigilante, porque existe la posibilidad de que intente suicidarse. Max es completamente consciente de que tiene problemas mentales, y creemos que es lo que le ha empujado a considerar que el suicidio es la única opción para él —explica la doctora. En sus ojos hay una tristeza real—. Por lo tanto, le recomendamos que Max sea enviado a nuestras instalaciones residenciales durante un año, como mínimo; seguramente, más tiempo. Se le someterá a una psicoterapia extensa para ayudarle a aceptar su condición.

Danielle está luchando por asimilar todo lo que le está diciendo Reyes-Moreno, pero es como intentar asimilar la noticia de que tiene cáncer terminal. Su mente está paralizada. Niega con la cabeza.

—Danielle —le dice Reyes-Moreno suavemente, tendiéndole la mano—. Por favor, deje que la ayudemos a enfrentarse a esto.

Ella retrocede bruscamente y le lanza una mirada asesina a Reyes-Moreno.

—Déjeme en paz. No lo creo. No lo creeré nunca.

Reyes-Moreno continúa hablando. Su voz es inflexible.

—Al principio es muy duro… terriblemente grave en este caso… opciones de residencia a largo plazo… algunas medicinas… Abilify, Saphris, Seroquel… nuevas terapias de electroshock…

Danielle solo puede pensar en que quiere salir de allí. Corre hacia la puerta sin mirar atrás, pero no encuentra el pomo. Necesita abrir.

—Danielle, por favor, escuche…

—No, no voy a escuchar esto.

Consigue abrir y sale al pasillo. Encuentra un baño y se encierra en él. Vomita en el inodoro. Es presa del pánico. Si cree lo que le han dicho, entonces todo lo horrible y oscuro que se le ha pasado por la mente en los momentos más deprimentes, y que ha negado vehementemente, es cierto. Si cree lo que le dicen, Max no tendrá vida.

Durante un momento se permite sentir eso. Es como una lengua de lava que devasta su alma. Se obliga a incorporarse y se mira en el espejo. Tiene unas ojeras negras y la cara hinchada de miedo. Es la madre de un niño loco. La madre de un niño sin esperanza. Maldice a Dios por la preciosa luz azul que le ha dado esa misma mañana. Lo maldice por lo que le ha hecho a su hijo. Piedras, piedras, todo piedras.

—Ya basta —dice.

Tiene que pensar, tiene que mantener la cabeza clara y encontrar una solución. Se lava la cara con agua fría e intenta respirar, pero los hospitales psiquiátricos son como aspiradoras. Se supone que uno no debe respirar aire fresco, ni sentir el sol en la cara. Se supone que has de estar en un lugar donde no está el resto de la gente. Un lugar donde puedas ser controlado cada minuto. Donde puedan observarte, y drogarte, donde estés lejos de la gente normal. Un lugar siempre pintado de blanco. Un lugar que te reduce, que borra la parte enferma de ti y, junto a ella, la parte que te hace humana y valiosa, la parte que te permite sentir y dar alegría. Un mundo silencioso, cerrado herméticamente. Un lugar que no te protege de las cuchilladas del mundo, pero sí protege al mundo de tus cuchilladas. Un lugar donde puedes mirarte a un espejo y ver la verdad, una verdad que te aprisiona de por vida.

Se agarra a la porcelana fría del lavabo y vuelve a mirarse al espejo. No se va a rendir. No puede. Max la necesita.

Sin embargo, el espejo le dice que no hay marcha atrás. No hay vuelta al momento en el que ella creía que alguien iba a poder arreglarlo todo, o en el que ella misma podría hallar la manera de arreglarlo todo. No puede volver al momento en que vio por primera vez su cuerpecito perfecto y suave, ni recuperar la alegría de los ojos del bebé la primera vez que ella lo tuvo en brazos y observó su sonrisa y su inocencia. Mientras el espejo se convierte en un borrón frente a ella, la mujer y el bebé desaparecen. El bebé queda hecho añicos. Hay que cubrir aquel espejo con un paño negro.

Ha habido una muerte en la familia.