Diez

Danielle respira profundamente. Ha llegado por los pelos al primer vuelo de la mañana en Des Moines. La secretaria de E. Bartlett la llamó el día anterior para decirle que la reunión de socios se había adelantado. Ella ha ido a ver a Max antes de marcharse. Él estaba un poco raro, como apagado, pero estable. Después, Danielle ha cancelado su cena con Tony dejándole un mensaje en el mostrador de recepción. Tiene que concentrarse en su vida real, y por desgracia, él no entra dentro de esa categoría. Todavía.

Danielle oye el taconeo de sus zapatos en el suelo de mármol. Su bufete está en uno de los edificios más antiguos de Wall Street, y el silencio fresco que reina en él la calma. Toma el ascensor. La recepcionista la saluda con una sonrisa, y arquea las cejas de repente al ver su pelo. Danielle asiente de manera cortante y sigue recorriendo el pasillo. Después se detiene para serenarse. Respira profundamente y abre la puerta. Abarca con la mirada la enorme sala de juntas, situada en el piso cuarenta y dos, y a los treinta socios de Blackwood & Price, un bastión entre los bufetes surgidos después de la Segunda Guerra Mundial. Sobre la mesa de madera brillante hay un impresionante arreglo floral, un servicio de plata y porcelana para cincuenta y una comida servida por uno de los mejores restaurantes de Manhattan. En aquel momento de las deliberaciones se sirve café fuerte, algo necesario para tener la cabeza clara después del vino que se ha tomado con la comida. Hay movimiento de papeles y algunas toses, los restos inevitables de la toma de decisiones.

Se oye una voz grave al otro lado de la sala.

—Buenas tardes, Danielle.

Danielle sonríe pese a su nerviosismo. Es Lowell Stratton Price III, el director del comité ejecutivo. Tuvo como mentores al gran almirantazgo y a abogados internacionales, los que se marcharon a Europa y a Escandinavia después de la Segunda Guerra Mundial y coparon el negocio naviero. Lowell Price tiene el pelo cano y una mirada inteligente, y dirige la firma con el respeto de todo el mundo. Será justo.

—Hola, señor Price.

—Lowell, por favor —dice él, y le señala la línea de fuego, una silla que está a un extremo de la mesa.

—Gracias, Lowell.

En los bufetes neoyorquinos tradicionales, hay una regla no escrita por la que un asociado puede llamar a un socio por el nombre de pila solo cuando se ha convertido en un socio de entre todos los elegidos. «Tal vez sea una buena señal», piensa Danielle. Atraviesa la sala y se sienta y mira a los socios. No tienen aspecto de estar contentos, ni descontentos. Nadie se fija en su extraño pelo. Están demasiado centrados en sí mismos.

—Danielle, hemos estado toda la mañana hablando sobre los mejores asociados, los candidatos a convertirse en socios este año —dice Lowell—. Hemos entrevistado a los otros candidatos, y ahora voy a dar la palabra a algunos socios que tienen preguntas para ti. Tengo entendido que has estado en… Idaho, ¿no? ¿Por un asunto personal?

Danielle contiene un gruñido.

—En Iowa. Y sí, me he tomado unas semanas libres para resolver un asunto personal, pero tengo planeado volver pronto a la oficina.

—Por supuesto, por supuesto —responde Price.

Ella sabe que está intentando paliar el efecto del papel en blanco, de la falta de facturación por su parte durante las últimas semanas. Ha tenido suficiente con apagar fuegos en sus casos. Aunque ha trabajado tanto como ha podido, sabe que su preocupación por Max ha afectado a su concentración. Por ese motivo, no ha considerado que hubiera justificación para cobrarles muchas de sus horas a los clientes. Casi puede leerles el pensamiento a los otros socios: sin tiempo no hay dinero. Si no hay dinero, a nadie le hacen socio. En aquel punto es cuando E. Bartlett, si tuviera algo de honestidad alojada en su ego monumental, debería intervenir para alabarla. Ella lo mira, pero él no le devuelve la mirada. De hecho, está hojeando una revista. El mensaje está claro: se las tiene que arreglar sola.

—No tengo tus cifras delante, Danielle, pero tal vez tú puedas dárnoslas, y explicarnos los detalles de tu trabajo.

Que Dios lo bendiga. Le está dando la oportunidad de hacerse valer. Ella se yergue en la silla y comienza.

—Gracias, Lowell. He facturado tres mil doscientas horas este año, y creo que he demostrado suficiente capacidad y compromiso como para ser socia de esta empresa. Además de mi facturación, mi éxito en el caso Baines le reportó a la firma unos beneficios multimillonarios. También he conseguido clientes nuevos y muy importantes, cuya facturación representa un incremento de varios millones de dólares en los ingresos brutos de la firma.

Hay movimiento de hojas. Danielle sabe que los socios están comprobando las cifras.

—Eres una abogada joven y muy brillante, y tu ética de trabajo es impresionante —dice Lowell. Se oye un murmullo de aprobación por la mesa—. Bien, hay algunos socios que me están mirando con impaciencia, así que le doy la palabra a Ted Knox.

Danielle se pone rígida. Knox es un hombre de estatura baja, con todos sus complejos, y el adulador de Lyman. Knox depende de que Lyman le eche encima la mayor parte de sus casos. Sin él, Knox no conseguiría trabajo ni de ayudante de letrado. Lo que realmente preocupa a Danielle es que también es compañero de copas de E. Bartlett. Si Lyman y E. Bartlett están realmente confabulados, Knox es el pit bull perfecto. E. Bartlett pasa otra página de su revista. Danielle siente una presión intensa detrás de los ojos.

Knox carraspea y la mira. Tiene los ojos gris claro, pálido.

—Gracias por tomarte la molestia de hablar con nosotros, Danielle. Lamentamos que tus problemas personales, sean cuales sean, te hayan tenido tanto tiempo lejos de la oficina. En realidad, algunos de nosotros, muchos, tenemos dudas sobre la conveniencia de que te conviertas en socia de esta firma —dice, y sonríe a Lyman con astucia—. Tal y como ha mencionado Lowell, nadie está cuestionando tus horas. Eres una buena trabajadora, una buena asociada. Pero estoy seguro de que sabes que hace falta algo más que trabajar muchas horas para ser socio de Blackwood & Price. Voy a explicarlo claramente. En primer lugar, normalmente no tenemos en cuenta a los asociados que llevan menos de diez años con nosotros. Tú solo estás en tu sexto año. En segundo lugar, la mayoría de nosotros no estamos familiarizados con tu trabajo, y aunque este problema no sea culpa tuya, sigue siendo un problema. En tercer lugar, aunque has demostrado que tienes algunas habilidades de marketing, el marketing de esta firma lo llevan a cabo los socios, y solo los socios.

Danielle se agarra a los brazos de la silla con fuerza. Desea con todas sus fuerzas responder, pero tiene que estar segura de que el gusano ha terminado.

Knox continúa.

—Voy a hacer referencia a uno de los mayores problemas que hay en cuanto a tu ascenso.

—¿Cuál es? —pregunta ella.

—Michael Sterns.

A Danielle se le queda la boca seca, pero consigue hablar.

—Como sabe, Michael Sterns es cliente mío. Lo traje a la firma hace tres años, y la demanda colectiva que estoy llevando para él en varias jurisdicciones es, y continuará siendo, muy lucrativa para el bufete. De hecho, solo este caso ha generado trescientos cincuenta mil dólares en los nueve meses pasados.

Ahora, varias cabezas se alzan y los ojos se clavan en ella. No hay nada que excite tanto a los socios como la mención de unos buenos honorarios. Knox se apoya en el respaldo de su silla.

—Sí, ya sabemos que el señor Sterns es muy buen cliente.

—Entonces, comprenderá que esté muy contenta de poder decir que el señor Sterns me dijo que quiere que yo lleve todos sus futuros litigios, aunque solo sea una asociada.

—¿Has hablado últimamente con Michael?

—Pues… No…

—¿No tuvo un problema grave en Nueva Orleans la semana pasada?

Pese a la ira que siente, Danielle se controla y mira a Knox con determinación. No va a permitir que él le arrebate la posibilidad de ser socia.

—Yo no diría que fue un problema. Yo diría que es un gran caso.

—¿Pero te negaste a volar a Nueva Orleans para atenderlo, pese a que su compañía puede representar ingresos millonarios para nosotros? —las palabras de Knox son balas—. ¿Y pese a que te ha dejado claro que quiere que tú, y solo tú, lleves sus casos?

Danielle se queda callada. ¿Qué puede decir? ¿Que ha descuidado su trabajo porque tiene que averiguar si su hijo está loco? ¿Que, aunque le han dicho que su hijo recibe los mejores cuidados posibles, no está dispuesta a volver a Nueva York para ocuparse de sus clientes? Está furiosa por haberle dado a aquel idiota munición contra ella, sobre todo teniendo en cuenta que aquella reunión está amañada desde el principio. Lo mira con frialdad.

—Señor Knox, como padre, estoy segura de que sabe que algunas cosas tienen prioridad en la vida. He tenido una emergencia relacionada con mi hijo. A Michael Sterns le retuvieron el velero en Nueva Orleans. Yo lo arreglé todo para que un asociado senior fuera a la ciudad y se ocupara del asunto en mi lugar. Estuve en contacto con él constantemente por teléfono. Créame, el señor Sterns conoce la situación y no se ha quejado de mi gestión.

—Tal vez no se haya quejado ante ti —replica Knox—, pero da la casualidad de que el señor Sterns se reunió conmigo ayer para decirme que está disgustado porque te negaste a interrumpir tu viajecito…

—Ted, eso está fuera de lugar —le dice Price.

—Muy bien —responde Knox con brusquedad—, pero sabes tan bien como yo, Lowell, que este negocio requiere una atención de veinticuatro horas al día. Si los clientes nos necesitan, vamos. Si no vamos, hay otros catorce bufetes que lo harán por nosotros. Y si esta chica no tiene lo que hay que tener para comprometerse…

La sala queda en silencio. Todos están asombrados. Danielle se queda callada para que asimilen la metedura de pata, y después responde:

—Soy muy buena abogada, señor Knox —dice en voz baja—. Y tengo mis horas de trabajo, y los clientes, para demostrarlo.

—Sí, sí, por supuesto —dice Lowell, que la mira con amabilidad.

—De hecho —continúa Danielle—, mi facturación es mayor que la suya cuando ascendió a socio del bufete.

Knox ignora las risitas de algunos de los socios, que miran a Danielle y sonríen.

—Como quieras —dice él—, pero Sterns me dijo que puede que prefiera que sus asuntos los lleve otra persona del bufete, teniendo en cuenta tu… situación.

Danielle no sabe qué decir. Knox la está humillando delante de todos los socios, y ninguno de ellos habla en su defensa. E. Bartlett se excusa repentinamente, porque parece que ha decidido dejar que se las arregle sola.

Knox continúa hablando con frialdad.

—Creo que es evidente que tus prioridades no tienen nada que ver con los clientes de esta firma…

—Ya está bien —dice Lowell en un tono de ira—. Me decepcionas, Knox. No estamos aquí para hacer ataques personales —añade. Después hace una pausa, y pregunta—: ¿Alguien tiene algo más que decir?

Danielle mira alrededor de la mesa. Todos permanecen en silencio.

—Bueno, gracias, Danielle —dice Lowell—. Buena suerte.

—Gracias —responde ella con tirantez, y sale de la habitación—. Más bien, adiós y buen viaje.