Danielle se sienta en la vieja silla de vinilo y la peluquera le echa un buen vistazo. La música country está puesta a todo volumen, y resuena por la peluquería mientras la mujer hace un globo con el chicle y le da su veredicto.
—Un buen corte —le dice a Danielle mientras hace girar el asiento—. Y una permanente.
Danielle ve sus propios ojos, grandes y salvajes como los de un fanático religioso que aparece en la puerta de tu casa para rezar por tu alma. «Oh, qué demonios», piensa. «Los momentos drásticos necesitan medidas drásticas». Asiente.
Después de que se marchara Georgia, Danielle se había puesto a trabajar como una loca. Llamó a clientes, hizo un seguimiento de las fechas de sus vistas y declaraciones y puso al día su facturación para la empresa. La visita de Georgia le ha causado terror. Tiene que llegar a ser socia del bufete; si no lo consigue, no podrá pagar los gastos de Maitland, y mucho menos las escuelas especiales y el tratamiento que puede necesitar Max en el futuro.
Tiene los ojos llorosos cuando Marianne aparece para preguntarle si quiere hacer una escapadita. Danielle toma el bolso y entra al coche de Marianne. Se ríen y charlan durante el trayecto hasta una pequeña peluquería llamada Pearl. Danielle lo pasa tan bien que, cuando terminan las pedicuras, permite que Marianne la coloque frente a un espejo y la convenza de que tiene que arreglarse un poco. Además, Danielle quiere tener muy buen aspecto cuando vaya a cenar esa noche con Tony. Mantiene una breve conversación con Pearl al respecto, y después se abandona al proceso.
Las tijeras se deslizan por entre su pelo con dulzura, y la solución acre que le aplican en la cabeza está sorprendentemente fría. Bajo el secador, entra en trance. Está embarazada de Max y lo ve a través de la piel traslúcida de su vientre. Él es un diminuto feto, perfectamente formado, que tiene los ojos cerrados. Su cuerpecito está lleno de venas rojas y azules. El líquido amniótico, de color rojo y magenta, fluye incesantemente de madre a hijo. Ella se acaricia el vientre bajo el aire cálido.
Está relajada, y deja que su mente vague hasta Tony y su cena de esa noche. ¿Harán el amor de nuevo? Siente calor por todo el cuerpo al pensarlo. Se permite fantasear con unas vacaciones junto a Tony, en una playa del Caribe, frente al mar azul, abrazados como adolescentes que exploran su primer amor. Después de eso, Tony hará viajes a Nueva York y allí verán obras de teatro, harán cenas extravagantes y se las tomarán en la cama, mientras ven películas antiguas en la televisión. Max lo adorará, y Tony será con gusto el padre que su hijo no ha tenido nunca. Danielle casi puede ver el diamante de su anillo de compromiso, y la cara de Tony cuando él levante el velo de su vestido de novia para besarla…
—¡Ya está! —dice la peluquera mientras le quita el casco de plástico. Después la lleva hasta el lavabo y le aclara la cabeza. Le quita los rulos y le seca el pelo; finalmente, la gira hacia el espejo—. ¡Estupendo! Te va a encantar.
Danielle mira su reflejo, y su boca forma un «oh» de espanto. Ignora su palidez y las ojeras, y observa sus nuevos rizos, que han convertido su cabeza en un campo de batalla. Después de un largo instante, decide que parece que ha sido víctima de una electrocución.
—No te preocupes, cariño —le dice Pearl—. Todo el mundo piensa que está muy distinta después de una permanente.
Saca una extraña herramienta de un cajón. Es un peine de púas muy largas, plano, de metal. Pincha y tira suavemente de los rizos sin dejar de hacer globos de chicle, hasta que logra el efecto que desea. Después le entrega el peine a Danielle.
—¡El mejor amigo de una mujer! Casi. Ya entiendes lo que quiero decir, cielo.