Siete

Danielle le entrega un billete de veinte dólares al camarero y toma el vodka doble y helado que él le ha servido. En aquel momento, cualquier cosa diferente a esa está por encima de sus capacidades físicas y emocionales. Ver el miedo y el dolor que ha sufrido Max aquella tarde le ha resultado insoportable. Después de volver a la unidad, Danielle dejó a Max al cuidado de Reyes-Moreno, que se lo llevó a las pruebas. Max volvió la cabeza para mirarla una vez más mientras se alejaba, y esa mirada le rompió el corazón a Danielle.

Toma un buen sorbo de vodka. El alcohol la relaja lo suficiente como para que pueda mirar a su alrededor. Plano es un pueblucho de mala muerte, y el hotel es modesto, pero el bar es una preciosidad. Las lámparas de araña bañan la sala de una luz suave y los altavoces emiten una música tranquila. La moqueta es gruesa y lujosa, y amortigua el murmullo de los clientes, que están sentados alrededor de mesitas bajas de cristal, conversando en pequeños grupos. Danielle bebe hasta que apura la copa y después alza el vaso y hace sonar los hielos. El camarero la ve y asiente. Justo cuando le sirve la segunda copa a Danielle, ella nota que alguien le toca el codo.

—Disculpa.

Danielle se vuelve y se encuentra a un hombre frente a ella. Mide un metro noventa centímetros y aparenta unos cincuenta años. Tiene el pelo blanco en las sienes, lo cual le da un aspecto distinguido. Lleva una camisa blanca y un traje de firma, y es el epítome del hombre de negocios con éxito. El único motivo por el que Danielle no lo rechaza fríamente, como de costumbre, es la mirada amable de sus ojos marrones.

—¿Sí?

—Sé que es un cliché, pero ¿puedo invitarte a una copa? —le pregunta él, con una voz grave—. Te prometo que… Si no quieres tener compañía, solo tienes que decirlo y yo me iré a un rincón a ahogar mis penas.

Danielle lo observa durante un largo instante. Tiene dos opciones: o quedarse allí sentada y sola, rumiando las desgracias de su vida, o puede hablar con otra persona e intentar olvidarse de Max durante unos minutos. De repente se da cuenta de que el vestido negro que se ha puesto después de ducharse se le ajusta agradablemente al cuerpo. Esboza una sonrisa forzada.

—Una copa, y después, vuelves a tu rincón.

Él sonríe también. Se sienta a su lado y llama al camarero.

—Lo mismo que está tomando ella. Y cuando la suya esté vacía, traiga otra, por favor.

—Esta ya es la segunda que tomo.

Él se gira hacia ella y la mira.

—Entonces tengo que alcanzarte.

Ella le tiende la mano y toma una decisión rápida:

—Lauren.

—Tony. Es un placer conocerte —dice él, y le estrecha la mano. Hay un silencio un poco embarazoso mientras esperan a que llegue su copa. Cuando el camarero se la sirve, él alza el vaso—. Por que la noche sea mejor que el día que la ha precedido.

—Estoy muy dispuesta a brindar por eso.

Y brindan.

—Bueno —dice él—, ¿y cómo es que estás en Plano? Da la impresión de que eres de una gran ciudad.

Ella sonríe.

—Pues sí. De Manhattan.

—Ajá. La pregunta todavía es válida.

Danielle evita su mirada.

—Tú primero.

—Como he dicho, es todo un cliché —responde él—. Me estoy divorciando. Mi esposa prefiere que yo viva en otra parte hasta que todo haya terminado.

Danielle arquea una ceja. Él se ríe.

—Es la verdad. Aquí tengo familia y amigos.

—Bueno, ¿y qué estás haciendo en el hotel?

Él la mira con ironía.

—¿Te quedarías con la familia si fueras tú la que quieres divorciarte?

—Entiendo —dice Danielle—. ¿Tienes hijos?

—No —dice él. Su tono de voz tiene algo de amargo.

—Lo siento. No debería ser indiscreta.

—No te preocupes. ¿Y tú? —pregunta Tony. Se quita la chaqueta, la dobla cuidadosamente y la pone sobre el respaldo de la silla. Danielle percibe un olor sutil a algo… A colonia mezclada con hombre, quizá. Le provoca un anhelo inmediato que ella suprime rápidamente. No puede permitirse tener pensamientos egoístas mientras Max está en aquel lugar terrible. Y él, como si le hubiera leído el pensamiento, le toca la mano—. Escucha, si el tema te incomoda, hablemos de otra cosa.

Ella lo mira con agradecimiento.

—Gracias.

—¿Estás casada?

Danielle se echa a reír.

—Creía que íbamos a cambiar de tema.

—Y lo he hecho —dice él—. Ahora estamos hablando sobre ti.

Ella se gira un poco hacia él y cruza las piernas.

—Te lo diré sin rodeos: no estoy casada, tengo un hijo y no quiero estar en Plano.

—Ummm —dice él. Se afloja lentamente la corbata y se apoya en el respaldo del taburete. Irradia seguridad en sí mismo, calma—. Eso suscita otra pregunta: ¿por qué estás aquí?

Danielle se ruboriza. Ella misma ha provocado la cuestión.

—¿Es importante?

—No, en realidad no. Salvo por un detalle.

—¿Qué detalle?

—¿Tengo que deslumbrarte esta misma noche, o habrá otra oportunidad mañana?

—Me temo que no —dice ella, y se queda sorprendida por el tono juguetón de su propia voz—. Esta es tu única oportunidad.

Él cabecea.

—Demonios.

Sorprendentemente, Danielle se siente más ligera de lo que se ha sentido en muchos meses. Aunque también cabe la posibilidad de que esté más borracha de lo que ha estado en meses. No le importa.

—¿Dónde vives cuando no estás escondiéndote en Plano?

—En Des Moines —responde él—. Bueno, dime, ¿a qué te dedicas en Manhattan?

Danielle se siente inquieta. No quiere hablar de Max, ni de su trabajo, ni de sus problemas. No quiere hablar de nada que tenga que ver con su vida real. Tiene poco control sobre sus emociones, y si menciona el nombre de su hijo se va a echar a llorar. El alcohol está estimulando unos sentimientos que no se ha permitido desde hace años, un anhelo de intimidad con un hombre que pueda amarla y apoyarla durante los momentos más duros con Max.

No ha vuelto a tener una relación desde que nació Max. Su corta aventura con el padre del niño, un abogado con un matrimonio infeliz a quien conoció en una convención, terminó con un embarazo del que él nunca quiso saber nada. Desde entonces, Danielle no ha permitido a ningún posible pretendiente que entre en el círculo privado que ha reservado para Max y para ella. Esa noche no hay posibilidad de complicaciones, con el amable extraño y en ese bar.

—Voy a proponerte una cosa —le dice—. Nada de preguntas de la vida real, de hijos, de matrimonio, ni de trabajo. Y nada de apellidos.

Él arquea las cejas.

—¿Eso no es lo que debe decir normalmente el hombre?

—Tal vez, pero esas son mis reglas.

—Bueno, trato hecho —dice él, con los ojos castaños muy brillantes—. ¿Te parecen bien los libros y la música?

Ella siente que la tensión del cuello se le relaja.

—Por supuesto.

Pasan las horas siguientes en una agradable conversación. A él le encanta la ópera. Danielle tiene un abono en el Met. Ella es una ávida senderista; él va a hacer rafting todos los veranos. Ambos son aficionados a la cocina; la especialidad de Danielle es la comida india, y él es un experto en comida tailandesa. Él tiene un buen humor y una calidez que la deleitan. Cuando por fin Danielle mira la hora, se asombra al comprobar que es casi medianoche.

—Se está haciendo tarde —dice.

—Lo sé.

—Creo que tengo que irme.

Él se inclina hacia ella y le toma la mano. Su contacto es algo electrizante. El aire que hay entre los dos está lleno de tensión. Danielle apenas puede respirar. Él la está mirando fijamente. Cuando habla, su voz suena ronca.

—Por favor, no te vayas.

Danielle titubea. Debería marcharse rápidamente, antes de que ya no sea capaz de hacerlo. Esos ojos, y sus caricias… la tienen hipnotizada, atrapada.

—No… no sé qué hacer —susurra.

Él se levanta del taburete sin soltarle la mano.

—Ven conmigo.

No hay duda de dónde quiere que vaya. Danielle se pone en pie como hechizada. Él la toma del brazo y tira de ella ligeramente para atraerla hacia sí. Ella se inclina hacia delante y, mientras él la abraza, no vacila ni pregunta. Está perdida, aunque se sienta como si acabara de encontrarse a sí misma.

La oscuridad es un terciopelo voluptuoso. Danielle oye el tictac del reloj y observa la silueta de Tony mientras él se acerca a la cama, donde ella está ya tendida, entre las sábanas. Mientras él se quita la ropa, el olor especiado de su cuerpo la alcanza. Danielle se deleita con la esencia de aquel hombre, y de repente, el deseo de sentir sus caricias la consume. En cuanto él se tumba y sus cuerpos se tocan, ella se da cuenta de que nunca ha sido tan completamente vulnerable. Al mismo tiempo, desea y teme.

Danielle casi no puede ver sus ojos, pero lo que ve es intenso y anhelante. Ella posa las manos en su cara y las mantiene allí, y nota la aspereza de su barbilla contra las palmas de las manos, la suavidad contra las yemas de los dedos. Él le susurra algo y le pasa los labios por el cuello, la garganta, el pecho. Ella quiere recordarlo, recordar todos los detalles de su cuerpo, su olor, la sensación que le producen sus manos en la piel.

Ella le pasa los dedos por el cuerpo, y descubre que su torso está cubierto de vello espeso. Es muy masculino, y es todo suyo. Ella continúa hacia abajo, porque quiere sentir su placer y transmitirle su deseo de complacerlo. Él la detiene y la tumba suavemente boca arriba. Baja con la boca hasta su estómago, y continúa el viaje hasta que llega a los pliegues suaves, al centro secreto de su cuerpo. Ella se abre para él, y cierra los ojos, y lo olvida todo salvo su propio cuerpo y la dulzura de su lengua. Es una espiral de sensaciones lenta, enloquecedora, un anhelo insoportable y después un estallido fuerte, alto. Ella grita, se retuerce y siente el placer absoluto, una y otra vez.

Él no puede esperar más y penetra en su cuerpo de una embestida mientras ella lo abraza, y ambos comienzan a moverse con un ritmo antiguo. En el momento del clímax, ella alza las caderas, la boca, los brazos, los muslos, para acompañarlo en su feroz orgasmo. Después, permanecen inmóviles uno en los brazos del otro. Él la estrecha contra sí. Tiene la respiración entrecortada, y su corazón late con fuerza junto al de ella. Al besarlo en los labios, se saborea a sí misma, a él, a los dos. Algo se le rompe por dentro, y comienza a llorar. Sus sollozos son tan fuertes que hacen temblar su cuerpo. Son Max, su soledad, su dolor… su alegría.

—Shh, shh —le susurra él—. Todo se arreglará —dice él. Sus palabras son como un bálsamo, y sus brazos son sólidos y fuertes.

—No, no se va a arreglar —responde ella con la voz ahogada.

—Entonces, abrázate a mí —dice él, y vuelve a estrecharla.

Ella se aferra a él como si fuera su tabla de salvación.