Danielle pasa una mañana agotadora en el hospital, contándole a Reyes-Moreno la historia de la vida de Max. La debilita tanto que vuelve al hotel, se quita la ropa y se mete entre las sábanas. Marianne, que se aloja en el mismo hotel, la despierta después de veinte minutos y se la lleva a The Olive Garden, en Main Street.
Danielle se acomoda en un asiento de cuero falso, que se deshincha cuando ella se sienta. Tal vez The Olive Garden sea el único restaurante de Plano que sirve vino con un nombre en la etiqueta. Danielle comprueba con alivio que además tienen cubiertos de verdad, y no de plástico, que son los que usan en Maitland para evitar suicidios. La camarera toma nota de lo que van a beber y se aleja.
Danielle mira disimuladamente el conjunto de Marianne. Lleva un traje pantalón de color azul marino y una blusa de color crema. Alrededor del cuello lleva un pañuelo de mariposas. Tiene el pelo recién arreglado, y lleva las uñas cortas y pintadas de un color beige que conjunta con su bolso. Marianne transmite una imagen de calma y de feminidad supremas. Danielle se mira el traje. ¿Acaso todo lo que tiene es negro?
Han estado hablando de las discapacidades de sus hijos, de sus desórdenes, de su medicación y de Maitland. Marianne le cuenta que Jonas tiene trastorno generalizado del desarrollo, trastorno de oposición desafiante y autismo profundo. La idea de intercambiar tan pronto información privada sobre su hijo es un anatema para cualquier neoyorquino, así que Danielle mantiene la boca cerrada. Sí explica que Max tiene el síndrome de Asperger, pero no revela que la doctora Reyes-Moreno ha hecho todo lo posible para convencer a Danielle de que vuelva a Nueva York hasta que el examen diagnóstico de su hijo se haya completado. La psiquiatra enumeró todas las necesidades del proceso, la observación, transferencia, medicación, pruebas, etcétera, y parece que ninguna de ellas puede realizarse satisfactoriamente si la madre del paciente está cerca. Danielle le sonreía a la psiquiatra con amabilidad durante su explicación, pero no tiene ninguna intención de marcharse.
Mientras Marianne sigue con la letanía de medicinas que solo le parece interesante a las madres de aquellos niños, Danielle oye algo que le llama la atención.
—¿Qué has dicho?
Marianne abre la servilleta roja y se la coloca sobre el regazo.
—Estaba hablando sobre una nueva medicina que le ha recetado el doctor Fastow a Jonas. Estoy muy emocionada por eso, aunque los posibles efectos secundarios son preocupantes.
—¿Cuáles son?
Marianne se encoge de hombros.
—Daños en el hígado, problemas coronarios, discinesia tardía…
Danielle se alarma. El uso prolongado de algunos antipsicóticos puede provocar problemas físicos, como por ejemplo, una rigidez irreversible de las extremidades.
—¿No tienes miedo?
Marianne pasa un dedo por la carta y se detiene.
—No, no mucho. Cuando estás a este nivel, es importante estar dispuesta a correr riesgos.
Danielle no está segura de lo que significa eso. Max no está en ese nivel, sea cual sea.
—Bueno, y dime una cosa —prosigue Marianne—. ¿Ha tenido Max episodios violentos? Sé que es un problema común.
Danielle se ruboriza.
—No, nada grave. Algunos incidentes en el colegio.
Y unos arañazos en sus brazos.
Marianne le aprieta la mano.
—No te angusties. Jonas también ha tenido episodios violentos, pero sobre todo infligiéndose heridas a sí mismo. Ya sabes, arañarse los brazos, morderse los nudillos… Comportamientos repetitivos. Además, Jonas ha tenido problemas muy graves desde que nació, y es un milagro que haya sobrevivido hasta ahora. De bebé era cianótico. Se ponía azul, ¿sabes? Tenía que dormir a su lado. Estaba perfectamente, y al segundo se había puesto morado y estaba frío como el hielo. No sé cuántas noches nos pasamos en urgencias —explica. De repente alza la vista y añade—: No es exactamente una conversación agradable para la hora de comer. Perdona.
—No digas eso. ¿Cuántas veces puedes verlo? Yo he conseguido visitas cortas por la mañana y por la tarde.
Marianne abre unos ojos como platos.
—¿Lo dices en serio?
Danielle frunce el ceño.
—Sí. La psiquiatra de Max dice que si hubiera más contacto, podría interferir en su evaluación.
—Ah. A mí, el doctor Hauptmann me ha dado acceso ilimitado.
—¿El doctor Hauptmann?
—Ya lo viste hablando conmigo el otro día —aclara Marianne, mirándola con sorpresa—. Es el psiquiatra pediátrico más importante del país. Seguro que investigarías sobre los médicos que trabajan aquí, como hice yo —dice Marianne, y toma el vino que les ha llevado la camarera con una sonrisa—. El doctor Hauptmann y yo llevamos bastante tiempo en contacto, y él está de acuerdo con que me involucre en la evaluación —dice, y se encoge de hombros—. Supongo que es porque soy médica. Hablamos de cosas de las que no puede hablar con ningún otro padre. Si fuera por el resto del personal, sobre todo por la enfermera Kreng, no podría ver nunca a Jonas.
Danielle siente los efectos del vino. Se apoya en el respaldo del asiento y, por fin, se relaja.
—¿De dónde eres, Marianne?
—Nací en un pueblecito de Texas llamado Harper. Mi padre era ranchero —dice Marianne, y se echa a reír al ver las cejas arqueadas de Danielle—. Decía que yo era como su ganado. Maduré muy pronto. Y tenía un buen esqueleto y la carne blanca. Así que para que no terminara en un pajar con uno de los chicos de Harper, me envió a la Universidad de Texas —dice ella, y vuelve a encogerse de hombros—. Cuando me gradué, solicité una plaza en Medicina, y entré.
—¿Dónde?
—En la Johns Hopkins.
—Eso es impresionante.
Marianne la mira con una expresión divertida.
—Las chicas del Sur tenemos cerebro, ¿sabes?
Danielle se ruboriza.
—¿Y por qué no ejerciste la profesión?
—Mi marido, Raymond, tuvo un ataque al corazón y murió un mes antes de que naciera Jonas.
Danielle le agarra la mano.
—Qué horrible para ti.
Marianne le estrecha la mano.
—Gracias. Fue difícil, pero tengo a Jonas. Es una bendición.
Danielle asiente, aunque no puede evitar preguntarse si se sentiría muy bendecida en caso de que su marido hubiera muerto justo antes de que ella diera a luz a un niño discapacitado.
—El caso es que —continúa Marianne— cuando comencé a darme cuenta de hasta qué punto iba a ser difícil cuidar de Jonas, vi claramente que tenía que renunciar a mi sueño de ser doctora. No podía justificar ese camino si significaba que tenía que poner a mi hijo al cuidado de un extraño, por muy cualificado que estuviera —dice, y sonríe a la camarera cuando les sirve la comida. La chica se aleja y Marianne mira a Danielle—. Así que empecé a trabajar a media jornada de enfermera pediátrica. No ha sido fácil, pero eso me dio la flexibilidad que necesitaba.
Danielle intenta pensar en algo coherente que decir. El respeto que siente por Marianne se ha incrementado al oír aquella historia de sacrificio y de amor. Siente una punzada de culpabilidad. ¿Habría tenido Max tantos problemas si ella se hubiera quedado en casa? Observó a Marianne. Fueran cuales fueran sus dificultades con Max, siempre serían un juego de niños comparado con lo que le había tocado a aquella pobre mujer.
La consternación ha debido de reflejarse en su rostro, porque ahora es Marianne la que le da una palmadita en la mano a ella.
—No es tan horrible. Todos tenemos nuestras dificultades y nuestras alegrías.
—Quiero que sepas que te admiro mucho —dice Danielle—. Eres muy fuerte y muy equilibrada.
—Y tú eres más fuerte de lo que piensas —responde Marianne con una sonrisa—. Y vamos a ser grandes amigas. Lo presiento.
Danielle le devuelve la sonrisa. Tal vez tenga razón. Tal vez necesite una amiga.