Tres

Danielle y Max están sentados en una habitación naranja, y observan a la orientadora del grupo, que está organizando un círculo de sillas azules de plástico. El linóleo del suelo tiene un dibujo de cuadros en blanco y negro, y huele a desinfectante. Los padres y los hijos entran en la sala como de mala gana. Danielle tiene el corazón encogido. ¿Cómo es posible que esté en aquel lugar con Max? Las caras de los padres reflejan una fea mezcla de esperanza y miedo, de resignación y de negación. Cada uno tiene una historia trágica que contar.

Max está a su lado, enfadado y avergonzado, porque tiene edad suficiente como para entender dónde está. No ha hablado desde que han llegado. Parece un niño. Lleva una camiseta que le queda grande, unos pantalones de algodón arrugados y unas zapatillas de deporte sin calcetines. La noche antes de salir de Nueva York se afeitó la pelusa del bigote sin avisar. Su boca es una fina línea, como si se la hubieran trazado con un pincel. Su único acto de rebelión perdura: el feo piercing que lleva en la ceja.

De repente se abre la puerta y entra apresuradamente una mujer que lleva a un chico de la mano. Se detiene y observa el círculo. Entonces establece contacto visual con Danielle y sonríe. Danielle mira a su derecha y a su izquierda, pero nadie se levanta. La mujer se dirige hacia ella, se sienta a su lado y hace que su hijo se siente en la silla contigua.

—Me llamo Marianne —susurra.

—Yo Danielle.

—¡Buenos días! —exclama una joven pelirroja. Lleva una etiqueta con el nombre de Joan; se coloca en el centro del círculo—. Esta es nuestra sesión de bienvenida para los pacientes nuevos y sus padres al Hospital Psiquiátrico Maitland, y bueno, para compartir nuestros sentimientos y preocupaciones.

Danielle odia la terapia de grupo. Todas las cosas que ha compartido se han vuelto contra ella. Busca la salida con la mirada, desesperadamente. Necesita un cigarro. Sin embargo, Joan da unas palmadas. Demasiado tarde.

—Vamos a elegir a alguien para que salga al centro del círculo —dice—. Presentaos y contadnos por qué estáis aquí. Recordad que estas conversaciones son confidenciales.

Las historias son abrumadoras. Primero habla Carla, una camarera de Colorado que mira amorosamente a su hijo, Chris, mientras relata que él le ha roto la muñeca y le ha puesto el ojo morado. Después le toca el turno a Estella, una elegante abuela que tiene tomada de la mano, con ternura, a su nieta. La niña parece una muñeca con su vestido de tafetán, aunque la tela no esconde del todo las cicatrices gruesas que recorren las piernas de la niña.

—Se produce ella misma las heridas —le susurra Marianne—. La madre la abandonó. No podía soportarlo.

Justo en aquel momento, Joan pasea la vista por la sala en busca de una víctima, y clava los ojos en Danielle. Ella se pone rígida.

Marianne le da una palmadita en la mano a Danielle y alza el brazo.

—Iré yo —dice—. Me llamo Marianne Morrison.

Danielle suspira y se apoya en el respaldo de la silla. Intenta rodear a Max con el brazo, pero él se aparta. Ella observa a la mujer que la ha salvado.

Marianne parece el centro de una flor. Lleva una falda plisada de color granate claro, una blusa blanca, un collar de perlas y una alianza en la mano izquierda. Es rubia y tiene un corte de pelo al estilo paje, que enmarca con sencillez su rostro ovalado. Su maquillaje impecable refleja ese detallismo que parece innato en las mujeres del Sur. En su caso, realza sus rasgos, una boca generosa y unos ojos azules llenos de inteligencia. A su lado, Danielle se da cuenta de lo severo de su traje negro, de su pelo oscuro y su palidez. No lleva joyas, ni reloj, ni maquillaje. En Manhattan es una profesional. Junto a Marianne parece la portadora de un féretro. Mira hacia abajo y advierte que el bolso de Marianne, que descansa sobre su silla, está lleno de cosas que parecen muy útiles. La depresión de Danielle aumenta, como cuando una de las madres del curso de Max lleva una colcha hecha a mano para la subasta del colegio, y ella solo da dinero.

—Este es mi hijo, Jonas —dice Marianne.

Al oír su nombre, el niño agita la cabeza y pestañea rápidamente. No deja de mover las manos. Se araña las cicatrices que tiene en los brazos. Danielle se baja instintivamente las mangas. Jonas se balancea hacia delante y hacia atrás, sin dejar de gruñir suavemente.

—Soy de Texas, y he sido enfermera pediátrica durante muchos años —continúa Marianne. Aquello no sorprende a Danielle; sin embargo, lo que dice después le causa una profunda sorpresa—. Terminé la carrera de Medicina, pero no he ejercido la profesión. Decidí quedarme en casa y cuidar de mi hijo. Esto último es lo más importante que tengo que decir sobre mí misma.

En ese momento, se agarra las manos y sonríe. Danielle cree que aquella debe de ser la sonrisa más bonita que ha visto en su vida. Su actitud es contagiosa. Todos los padres asienten y sonríen.

—Jonas tiene un diagnóstico de retraso y autismo, y no puede hablar.

Marianne le da una palmadita a su hijo en la rodilla. Él no la mira. Está observando la habitación mientras sigue arañándose. Cada vez tiene los brazos más rojos.

—Las cosas han sido así desde que era un bebé —continúa ella—. Es difícil enfrentarse al reto que suponen nuestros hijos, pero yo hago todo lo que puedo con lo que Dios me dio —añade—. Su padre… bueno, murió, que Dios lo bendiga —dice, y baja la mirada—. Hace poco, Jonas empezó a ponerse violento y destructivo consigo mismo. Yo quiero que él tenga lo mejor, y por eso estamos aquí.

Después de que ella termina, la gente aplaude un poco, amablemente. Entonces, Marianne le susurra algo a Jonas, y como respuesta, él le da una bofetada tan fuerte que está a punto de tirarla de la silla.

—¡Jonas! —grita Marianne. Se cubre la mejilla enrojecida como si quisiera protegerse de más golpes. Aparece un celador y sujeta a Jonas por los brazos.

—¡Nonomah! ¡Aaaanonomah! —grita el niño, y el celador le sujeta las manos hasta que se calma. Todo el mundo permanece sentado, aturdido. En cuanto lo sueltan, Jonas se muerde los nudillos de la mano derecha, tan fuertemente que Danielle se estremece.

Marianne está inconsolable. Su optimismo se ha hecho pedazos. Danielle se inclina hacia ella y la abraza torpemente, y la mujer solloza. Las madres normales no son conscientes de sus bendiciones. Tener un hijo con amigos, que va a la escuela y tiene un futuro. Esos son los sueños de una raza de gente a la que aquella mujer, y ella misma, ya no pertenecen. Son solo personas truncadas. Han quedado reducidas a un nivel de necesidad tan bajo, que ahora sus expectativas anteriores con respecto a sus hijos les parecen avariciosas a todos ellos, mercenarias, insignificantes. Casi malvadas. Su única esperanza es la cordura, la paz. Mientras Danielle estrecha contra sí a aquella mujer destruida, se da cuenta de que la comunión entre ellas dos es más profunda que un sacramento. Siente lo sagrado del intercambio, por muy alienadas y por muy vacías que las deje. Es todo lo que tienen.

Danielle mira el letrero que hay en las puertas de cristal. Unidad de Seguridad. Prohibido el paso al personal no autorizado.

El ojo oscuro y despiadado de una de las cámaras de seguridad la observa fijamente desde un rincón de la sala. En orientación han sabido que hay una de aquellas cámaras en cada una de las habitaciones de los pacientes y en las zonas comunes. Se supone que es para que se sientan seguros.

Es la última hora de la tarde. Danielle está junto al mostrador de recepción, pero Max se queda rezagado. Tiene mucho miedo; Danielle lo sabe. Sin embargo, cuanto más miedo tiene, más se comporta como si no le importara. Pone cara de estar aburrido.

Danielle no le culpa. Cuando terminó la sesión de grupo, ella tenía ganas de cortarse las venas.

—¿Señora Parkman? —le dice la enfermera, con una enorme sonrisa—. ¿Está preparada?

Oh, claro. Por supuesto. Se cuadra de hombros.

—Me alojo en el hotel de enfrente, en la habitación seiscientos treinta. ¿Puede decirme cuáles son las horas de visita?

A la enfermera se le borra la sonrisa de la cara.

—¿No se marcha mañana?

—No. Me voy a quedar hasta que pueda llevarme a mi hijo a casa.

—Es preferible que los padres no visiten a los hijos durante las pruebas de diagnóstico. La mayoría se marchan a casa y nos dejan trabajar.

—Bueno, supongo que yo seré la excepción.

La enfermera se encoge de hombros.

—Tenemos toda la información necesaria, así que puede volver con Dwayne a la unidad Fountainview.

El enorme celador que había acudido en ayuda de Marianne aparece de nuevo. Va vestido de blanco, y tiene un pecho tan grande que la tela de la camisa le queda tirante. Mientras se acerca a ellos, le recuerda a Danielle a un jugador de fútbol americano. Ella mira a su pálido hijo, que no pesa más que dos toallas de playa empapadas de agua, y se imagina a aquel hombre tirándolo al suelo. Si Max se resiste, aquel tipo lo atrapará y se lo llevará como si fuera un cachorrito, agarrándolo por la piel del cuello con los dientes.

—Hola, soy Dwayne —dice el celador, tendiéndole la mano a Danielle.

—Hola —dice ella, con una sonrisa forzada. Dwayne le estrecha la mano y después se vuelve hacia Max—. Bueno, vamos, hijo.

Danielle se acerca para abrazarlo, pero Max se enfrenta a ella con una expresión de ira y los puños apretados.

—¡No voy a entrar ahí!

Dwayne se interpone, y con un movimiento calmado, sujeta los brazos a Max, se coloca tras él y lo envuelve con el cuerpo, sin ningún esfuerzo. Max está atrapado, y forcejea.

—¡Quítame las manos de encima!

—Ya basta, hijo —gruñe Dwayne.

Max le clava a Danielle una mirada de puro odio.

—¿Es esto lo que quieres? ¿Que un gilipollas me ponga una camisa de fuerza y me encierre?

—No, po-por supuesto que no —dice ella, tartamudeando—. Por favor, Max…

—¡Vete a la mierda!

Danielle se queda petrificada mientras Dwayne se lleva a Max por el pasillo, hasta que atraviesan una puerta roja. Se le queda grabada en la mente la última imagen de Max. Él la ha mirado con la expresión de alguien traicionado. Antes de que pueda decirle las palabras que se le han quedado atrapadas en la garganta, su hijo desaparece.

Al final de algo que parece una sala de televisión hay cuatro mujeres que llevan pantalones vaqueros y camisetas. Son enfermeras de incógnito. Hay una enorme pizarra en una de las paredes. A Danielle le pone nerviosa que el nombre de Max ya esté escrito en ella, con una serie de siglas a su lado. Mira la hoja que hay pegada en la pizarra para descifrar su significado: TA, tendencias agresivas. TAP, tendencia a la agresión propia. TS, tendencias suicidas. TF, tendencia a la fuga. DA, depresión y angustia.

Aquellas palabras le atraviesan el alma.

Danielle mira a su alrededor por la sala y ve a Marianne hablando con un médico. Ella sonríe con calidez a Danielle. Jonas está tirándose de la ropa y retorciendo los pies en un ángulo extraño. Después, Danielle ve a Carla y a su hijo entrando en uno de los dormitorios. Se le encoge el corazón. Haría cualquier cosa para impedir que Max esté en la misma unidad con un niño que le ha partido el brazo a su propia madre, y le ha puesto el ojo morado.

Entra una mujer mayor en la habitación, con el pelo blanco y corto, y se dirige hacia Danielle. Tiene un aura de autoridad serena. Lleva un traje de color azul marino y unas bailarinas. Sus ojos son muy verdes y lleva gafas. En la bata blanca lleva bordado el cargo: Directora adjunta, Psiquiatría Pediátrica, Hospital Maitland. Le tiende la mano a Danielle con una sonrisa.

—¿Señora Parkman?

—¿Sí?

—Soy la doctora Amelia Reyes-Moreno —dice la directora—. Seré la doctora de Max durante su estancia aquí.

—Me alegro de conocerla —responde Danielle, y le estrecha la mano.

La doctora tiene unos dedos largos y delgados, y fríos al tacto. Su mirada es intensa e inteligente. En su investigación sobre Maitland, Danielle ha averiguado que Reyes-Moreno es una de las psiquiatras mejor valoradas del hospital y que tiene fama nacional en su campo. Mira al doctor que está hablando con Marianne. Los dos sonríen. Danielle lo quiere a él. Alguien que parezca tan viejo como Freud, y que le eche una mirada a Max y diga: «¡Claro! Ya veo lo que hemos pasado por alto. Max está bien. Está perfectamente». Y que después asienta y aplique una cura milagrosa.

La doctora Reyes-Moreno toma del brazo a un hombre joven, de ojos oscuros.

—Doctor Fastow —dice—, quisiera presentarle a la señora Parkman. Es la madre de uno de nuestros nuevos pacientes, Max.

Él asiente y mira a Danielle.

—Señora Parkman.

—El doctor Fastow es nuestro nuevo farmacólogo —explica Reyes-Moreno—. Acaba de volver de Viena, donde ha pasado los dos últimos años dirigiendo pruebas clínicas con varios medicamentos psicotrópicos. Es un honor tenerlo con nosotros.

Danielle le estrecha la mano. Es fría y seca.

—Doctor Fastow, ¿ha pensado en hacer algún cambio significativo en el protocolo de medicación de Max?

Él la mira con sus ojos grises.

—He estudiado la historia clínica de Max, y he pedido que le hagan análisis de sangre. Voy a quitarle la medicación que toma actualmente, y voy a recetarle medicinas que le servirán mejor.

—¿Y qué medicinas son esas?

—Le daremos esa información cuando conozcamos más a fondo los síntomas de Max.

El médico la mira con frialdad y se marcha.

Danielle se gira hacia Reyes-Moreno, que asiente para darle confianza.

—No se preocupe, lo cuidaremos bien.

Danielle siente pánico al ver a la psiquiatra desaparecer a través de las maléficas puertas de Alcatraz. Lo único que impide que huya con Max a Nueva York es saber que su hijo quiere suicidarse. Respira profundamente. No puede hacer otra cosa que volver al hotel a trabajar. Se da la vuelta para marcharse.

—¿Quién eres? —le pregunta una muchacha musculosa, con una melena espesa y grasienta, que está frente a ella con los puños apretados.

Danielle intenta rodearla para continuar su camino, pero la chica le bloquea el paso.

—Soy… una de las madres.

—Yo soy Naomi —dice la chica—. ¿Eres la madre del chico nuevo?

—Sí.

—Ya me he dado cuenta de que es un niño mimado —dice Naomi, y balancea las caderas hacia delante y hacia atrás, con una sonrisa enfermiza—. Será mejor que se mantenga alejado de mí. Soy peligrosa.

Danielle pestañea y se queda inmovilizada.

—¿A qué te refieres?

—Corto a la gente.

—¿Qué?

Naomi se levanta un mechón de pelo sucio y muestra una cicatriz enrojecida del tamaño de un gusano gordo a un lado del cuello.

—Primero practico conmigo misma —asevera, y deja caer de nuevo el pelo.

Tiene unas ojeras profundas y negras, que hacen un contraste extraño con sus ojos claros y la piel grisácea. Danielle solo piensa una cosa: «Esta morbosa va a estar con Max todos los días».

—Límites, Naomi.

Es el gran Dwayne. Se coloca entre Danielle y Naomi y señala con un dedo hacia el pasillo.

—Muévete.

—Sí, claro, Dwayne —dice ella, con los ojos brillantes—. ¿Por qué no te quitas de mi vista, idiota?

—Ve a tu habitación. Ya conoces las normas.

Dwayne tiene la voz suave más dura que Danielle ha oído en su vida.

—Que te den.

—Una hora en incomunicación.

Naomi se aleja por el pasillo.

Dwayne se vuelve hacia Danielle con una sonrisa.

—Bienvenida a Fountainview, madre.