Uno

Danielle se deja caer con agradecimiento en la butaca de cuero de la sala de espera del doctor Leonard. Acaba de llegar, corriendo, desde el bufete de abogados donde trabaja; ha pasado toda la mañana reunida con un cliente, un inglés mojigato que nunca hubiera imaginado que sus negocios al otro lado del charco pudieran acarrearle la indignidad de una demanda judicial en Nueva York. Max, su hijo, está sentado en su lugar habitual, en un rincón de la sala de espera, lo más alejado posible de ella. Está inclinado sobre su nuevo iPhone, tecleando afanosamente con los pulgares. Es como si le hubiera crecido un nuevo apéndice, porque ella casi nunca lo ve sin el teléfono. Por insistencia suya, Danielle lleva uno idéntico en el bolso. Max tiene una fina sombra de bigote en el labio superior, y un piercing en la ceja, que afea su preciosa cara. Su gesto ceñudo es el de un adulto, no el de un niño. Parece que siente su mirada. Alza la vista, y al instante desvía los ojos.

Ella piensa en todos los médicos, en todos los medicamentos, en los incontables callejones sin salida, y en los cambios oscuros que ha experimentado Max, que parecen irreversibles. Sin embargo, el fantasma de su niño le rodea el cuello con los brazos delgados y morenos, con un olor a canela en la boca por los caramelos que se ha comido, y le planta un beso pegajoso en la mejilla. Se queda allí durante un momento, respirando rápidamente. Danielle agita la cabeza. Para ella solo hay un Max, y en el centro de aquel niño está lo más tierno y lo más dulce: su bebé, la parte que ella nunca podrá abandonar.

Sus ojos regresan al Max del presente. Es un adolescente, se dice Danielle. Aunque aquel pensamiento esperanzado se le pasa por la mente, sabe que se está mintiendo a sí misma. Max tiene el síndrome de Asperger, un autismo de alto funcionamiento. Aunque es muy inteligente, no sabe cómo relacionarse con la gente. Eso le ha causado angustia y depresiones durante toda su vida.

Cuando era muy pequeño, Max descubrió los ordenadores. Sus profesores se quedaron asombrados de la capacidad del niño. Ahora, con dieciséis años, Danielle todavía no sabe hasta qué punto llega su habilidad, pero sabe que es un genio, un verdadero sabio. Aunque esto, en un principio, fascinó a sus compañeros, ninguno de ellos pudo mantener el interés en cuanto Max comenzó a hablar sobre ello y siguió durante horas con la cantinela. La gente con el síndrome de Asperger se entusiasma a menudo con sus obsesiones, aunque su interlocutor no tenga ni el más mínimo interés en el tema. El comportamiento extraño de Max y sus dificultades de aprendizaje lo han convertido en objeto de las burlas. Su respuesta ha sido ignorar a los demás o vengarse, aunque últimamente se ha retraído más, ha endurecido su corazón.

Sonya, su primera novia de verdad, rompió con él hace unos meses. Max se quedó hundido. Por fin tenía una relación, como todos los demás, y ella lo dejó delante de sus compañeros de clase. Max se deprimió tanto que se negó a seguir yendo a la escuela y cortó el contacto con los pocos amigos que tenía. Además, comenzó a drogarse. Ella lo descubrió al entrar en su habitación sin llamar; se encontró con que Max la miraba fríamente con un porro en la mano. Sobre su cabeza había una nube de humo azul y oloroso, y en la mesilla de noche unas cuantas pastillas esparcidas sin cuidado alguno. Ella no dijo ni una palabra; esperó a que él estuviera duchándose para confiscarle la bolsa de marihuana y todas las pastillas que pudo encontrar. Aquella misma tarde lo llevó a rastras, entre gritos y palabrotas, a la consulta del doctor Leonard. Parecía que aquellas sesiones ayudaban. Por lo menos, Max había vuelto al colegio y parecía que estaba más feliz. Se comportaba afectuosamente con Danielle, como el Max niño que quería agradarle. En cuanto a las drogas, ella hacía registros secretos en su habitación, y no encontraba nada. Aunque eso no quería decir que no se las hubiera llevado al colegio, o a casa de un amigo.

Sin embargo, aquellos hechos recientes palidecen en comparación con lo que los ha llevado a la consulta hoy. Ayer, después de que Max se marchara al colegio y ella hiciera el registro de su habitación, encontró un diario encuadernado en piel que estaba escondido debajo de la cama de su hijo. Aunque se sentía culpable, forzó la cerradura del libro con un cuchillo. En la primera página, Max detallaba con su letra infantil un plan tan complicado y terrorífico que, al leerlo, Danielle estalló en sollozos. ¿Era culpa suya? ¿Podía haber hecho mejor las cosas? ¿Podía haberlas hecho de un modo diferente? Una vez más, sintió vergüenza y humillación.

Se abre la puerta y entra Georgia, una mujer rubia y menuda, que se sienta junto a ella y le da un abrazo. Danielle sonríe. Georgia no es solo su mejor amiga; es de su familia. Danielle era hija única de unos padres que ya murieron, así que confía en la lealtad y el apoyo constantes de Georgia, por no mencionar en su amor incondicional hacia Max. Pese a su expresión dulce, Georgia tiene la mente rápida de una buena abogada. El bufete en el que trabajan ambas se llama Blackwood & Price, y es una multinacional con oficinas en Nueva York, Oslo y Londres. A estas horas, normalmente, ya está en la oficina, sentada en su escritorio. Danielle se alegra mucho de verla.

Georgia saluda a Max con la mano, y le sonríe.

—Hola.

—Hola —responde él y, una vez que ha correspondido, cierra los ojos y se hunde más en su silla.

—¿Cómo está?

—O pegado a su ordenador portátil, o a su teléfono móvil. No sabe que he encontrado su… diario. Si se lo hubiera dicho, no habría conseguido traerlo a la consulta.

Georgia le aprieta suavemente el hombro.

—Se resolverá. Superaremos esto de alguna manera.

—Muchas gracias por haber venido. Significa mucho para mí —dice Danielle, y después, adopta un tono de formalidad—: ¿Cómo han ido las cosas esta mañana?

—Casi no llego a tiempo al juzgado, pero creo que lo he hecho bien.

—¿Qué pasó?

Ella se encoge de hombros.

—Jonathan.

Danielle le estrecha la mano a su amiga. El marido de Georgia, Jonathan, aunque es un brillante cirujano plástico, tiene una ambición insaciable que es una amenaza no solo para su matrimonio, sino también para su carrera. Georgia sospecha que además es adicto a la cocaína, pero solo le ha confiado ese temor a Danielle. No parece que lo sepa nadie del bufete, pese al comportamiento inadecuado que había tenido Jonathan en la última fiesta de Navidad. El bufete, una institución tradicional y rancia de Manhattan, cuyos miembros directivos se consideran de sangre azul, no ven con buenos ojos las dificultades matrimoniales. Además, con una hija de dos años, Georgia tiene reticencias a la hora de pensar en el divorcio.

—¿Qué ha ocurrido esta vez? —le pregunta Danielle.

—Llegó a casa a las cuatro. Se desmayó en la bañera, y se hizo pis encima.

—Oh, Dios mío.

—Melissa lo encontró y vino llorando a la habitación —dijo Georgia, cabeceando—. Se creyó que estaba muerto.

Entonces, es Danielle quien le da un abrazo a su amiga.

Georgia esboza una sonrisa forzada y mira a Max, que se ha hundido todavía más en la butaca de cuero. Parece que se ha quedado dormido.

—¿Ha leído su diario el médico?

—Seguro que sí. Se lo envié ayer por mensajero.

—¿Has tenido noticias del colegio?

—Lo han expulsado.

El director le había sugerido amablemente a Danielle que tal vez otro entorno fuera más adecuado para satisfacer las necesidades de Max. En otras palabras, querían que dejara la escuela.

El síndrome de Asperger de Max ha empeorado mucho en la adolescencia. Mientras los chicos de su edad se han graduado y han empezado a tener relaciones sociales cada vez más sofisticadas, Max está luchando por superar el nivel de la escuela media. Tiene varias dificultades de aprendizaje, y eso hace que llame más la atención. Danielle lo entiende. Si uno es ridiculizado constantemente, no puede arriesgarse a sufrir más desprecio social. Por lo menos, el aislamiento mitiga el dolor. Y no es porque Danielle no lo haya intentado con todas sus fuerzas. Max ha recorrido muchas escuelas de Manhattan. Sin embargo, incluso los centros para niños con discapacidades lo han expulsado. Durante años, ella ha acudido a diferentes médicos que tuvieran algo nuevo que ofrecer. Una medicación diferente. Un sueño diferente.

—Georgia —susurra ella—. ¿Por qué está ocurriendo esto? ¿Qué se supone que tengo que hacer?

Danielle mira a su amiga con tristeza. Siente una presión detrás de los ojos, y juguetea con el bajo de la falda, tirando de un hilillo.

—Estás aquí, ¿no? —dice Georgia con dulzura—. Tiene que haber una solución.

Danielle se retuerce las manos y empieza a llorar. Mira a Max, pero él sigue dormido. Georgia saca un pañuelo de su bolso. Danielle se seca los ojos y se lo devuelve. Sin previo aviso, Georgia la agarra por el brazo y le sube la manga de la camisa. Danielle intenta retirar el brazo, pero Georgia la sujeta con fuerza y tira, y ve largos arañazos que van desde la muñeca hasta el codo.

—¡No! —susurra Danielle, y se baja la manga apresuradamente—. No lo hizo a propósito. Solo ha sido una vez, cuando encontré sus drogas.

Georgia tiene una expresión de angustia.

—Esto no puede seguir así. Ni para ti, ni para él.

Danielle se abrocha rápidamente el botón del puño de la camisa. Las heridas están ocultas, pero su secreto ya no está a salvo. Ella es la única que tiene que saberlo; ella es la única que tiene que soportarlo.

—¿Señora Parkman?

Aquella voz suave es la del doctor Leonard. Tiene una cara aniñada, lleva gafas de montura negra y el pelo muy corto. Da una imagen perfecta, como si se tratara de un anuncio de la Asociación Americana de Psiquiatría.

Danielle todavía siente pánico por el descubrimiento que acaba de hacer Georgia, pero se domina y consigue aparentar normalidad.

—Buenos días, doctor.

—¿Quiere pasar ya?

Danielle asiente y recoge sus cosas. Se da cuenta de que le arde la cara.

—¿Max? —dice el doctor Leonard.

Max, que apenas se ha despertado, se encoge de hombros. Después se pone en pie y sigue al médico por el pasillo.

Danielle mira con terror a Georgia. Se siente como un ciervo atrapado en un alambre de espino, como si su esbelta pata se fuera a partir en dos.

—No te preocupes —le dice su amiga—. Seguiré aquí cuando salgas de la consulta.

Danielle respira profundamente y se levanta. Es hora de entrar en la boca del lobo.

Danielle pasa a la consulta detrás del doctor Leonard y de Max. Se fija en el elegante sofá de cuero con un cojín de kilim y la obligatoria caja de pañuelos de papel sobre una mesa de acero inoxidable. Se acerca a una silla y se sienta. Lleva uno de sus trajes de abogada. Sin embargo, no es allí donde quiere llevarlo.

Max se sienta frente al escritorio del doctor Leonard. Danielle se vuelve hacia el médico y sonríe forzadamente. Él le devuelve la sonrisa e inclina la cabeza.

—¿Empezamos?

Danielle asiente. Max permanece en silencio.

El doctor Leonard se coloca las gafas y mira el diario de Max. Su cuaderno amarillo está lleno de notas. Alza la vista y habla con suavidad.

—¿Max?

—¿Sí?

—Tenemos que hablar de algo muy grave —dice el doctor. Toma aire y mira fijamente a Max—. ¿Has estado pensando en suicidarte?

Max se sobresalta y le clava a Danielle una mirada de acusación.

—No sé de qué demonios está hablando.

—¿Estás seguro? Aquí estás a salvo, Max. Puedes hablar de ello.

—Ni hablar. Me marcho.

Justo cuando se encamina hacia la puerta, ve el diario en una esquina de la mesa del médico. Se queda inmóvil. Después enrojece y se vuelve hacia Danielle con una mirada de odio.

—¡Maldita sea! ¡No es asunto tuyo!

Ella se siente como si fuera a explotarle el corazón.

—Cariño, ¡deja que te ayudemos! Suicidarte no es ninguna solución, te lo aseguro.

Danielle se levanta e intenta abrazarlo.

Max la empuja con tanta fuerza que ella se golpea la cabeza contra la pared y cae al suelo.

—¡Max, no! —grita Danielle.

Él abre mucho los ojos, con espanto, y hace ademán de sujetarla, pero después retrocede, toma el diario y sale corriendo de la habitación, dando un sonoro portazo.

El doctor Leonard se apresura a ayudar a Danielle a levantarse y la acompaña hasta la silla. Ella está temblando. Leonard se sienta de nuevo y la mira con gravedad.

—Danielle, ¿se ha comportado violentamente Max en casa?

Danielle niega con la cabeza, pero tiene la sensación de que le arden las heridas del brazo.

—No.

Él no dice nada. Guarda sus anotaciones en una carpeta azul.

—Teniendo en cuenta la depresión que padece Max, sus planes de suicidio y su volatilidad, tenemos que ser realistas sobre sus necesidades. Necesita un tratamiento intensivo, y mi recomendación es que actuemos inmediatamente.

—No… no estoy segura de lo que significa eso.

—Ya le había mencionado esta posibilidad, y me temo que ahora no tenemos más remedio. Max necesita una evaluación psiquiátrica completa, incluyendo su protocolo de medicación.

Danielle mira al suelo con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Quiere decir que…?

Él responde suavemente, muy lentamente.

—Maitland.

Danielle nota un dolor punzante en el estómago. Ahí está la palabra.

Es como si acabaran de cerrar la tapa de su ataúd.