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Silo 1
Donald estaba sentado a solas en la sala de comunicaciones. Tenía todos los puestos para sí. Había mandado a todo el mundo a comer y a quienes no tenían hambre les había ordenado que se tomaran un descanso. Le habían hecho caso. Lo llamaban Pastor y no sabían nada sobre él, salvo que estaba al mando. Entraban y salían de sus turnos y hacían lo que él les ordenaba.
Una luz parpadeante en el puesto de comunicaciones adyacente anunció que el silo Seis estaba tratando de llamar. Tendrían que esperar. Donald permaneció sentado y oyó los pitidos en los auriculares mientras realizaba su propia llamada.
El tono de conexión sonó una y otra vez. Donald revisó el cable hasta la clavija y se aseguró de que estuviera bien enchufado. Entre los dos puestos de comunicaciones descansaba una partida de cartas sin terminar. La había interrumpido él al echar a todo el mundo de la sala. El montón de los descartes tenía una reina de picas encima. Finalmente, oyó un chasquido en los auriculares.
—¿Hola? —dijo.
Le pareció oír que alguien respiraba al otro lado.
—¿Lukas?
—No —respondió la voz. Era una voz más suave. Y más dura, al mismo tiempo.
—¿Quién es? —preguntó. Estaba acostumbrado a hablar con Lukas.
—Eso no importa —dijo una mujer. Y Donald estaba de acuerdo. Volvió la cabeza para asegurarse de que estaba totalmente solo y se inclinó hacia adelante en la silla.
—Normalmente no hablamos con los alcaldes —la informó.
—Yo tampoco soy un alcalde normal.
Donald tuvo la sensación de que podía ver la sonrisa de la mujer.
—Yo no pedí este trabajo —le confió.
—Y sin embargo, aquí estamos.
—Aquí estamos.
Hubo una pausa.
—¿Sabe? —dijo Donald—, si hiciese bien mi trabajo, ahora mismo pulsaría un botón y apagaría su silo.
—¿Y por qué no lo hace?
Lo dijo sin entonación. Curioso. Realmente parecía una pregunta, más que un desafío.
—Dudo que me creyese si se lo contara.
—Póngame a prueba —respondió ella. Donald pensó que era una lástima que ya no tuviese el dossier sobre aquella mujer. La primera semana del turno lo llevaba consigo a todas partes. Y ahora, cuando más lo necesitaba…
—Hace mucho salvé su silo —afirmó—. Sería una pena acabar ahora con él.
—Tiene razón. No le creo.
Sonó algo en el pasillo. Donald se quitó uno de los auriculares y volvió la cabeza hacia allí. El ingeniero de comunicaciones estaba al otro lado de la puerta, con un termo en una mano y una rebanada de pan en la otra. Donald levantó el dedo y le pidió que esperase.
—Sé dónde ha estado —le dijo a aquella alcaldesa, aquella mujer a la que habían mandado a limpiar—. Sé lo que ha visto. Y quiero…
—No sabe una mierda sobre lo que he visto —le espetó ella con palabras tan afiladas como navajas.
Donald sintió que se acaloraba. No era ésa la conversación que quería mantener con aquella mujer. No estaba preparado. Rodeó el micrófono con una mano. Sentía que estaba quedándose sin tiempo y perdiéndola a ella.
—Tenga cuidado —la advirtió—. Es lo único que le digo…
—Escúcheme —lo interrumpió ella—. Estoy aquí sentada, en una sala llena de verdades. He visto los libros. Y no voy a parar hasta llegar al fondo de lo que han hecho.
Donald oía su respiración.
—Yo conozco la verdad que está buscando —le aseguró en voz baja—. Y puede que no le guste.
—Puede que no les guste a ustedes, querrá decir.
—Usted… tenga cuidado, nada más. —Donald bajó la voz—. Cuidado adónde va a buscar.
Hubo una pausa. Donald volvió la cabeza hacia el ingeniero, que dio un trago a su termo.
—Oh, tendremos cuidado —respondió al fin la tal Juliette—. No querría que nos oyesen cuando lleguemos.