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Había objetos concretos que Solo se había pasado días y semanas buscando. Había algunas cosas que necesitaba y que habían ocupado sus búsquedas durante años. A menudo encontraba las cosas mucho más tarde, cuando ya no las necesitaba. Como cuando se encontró con un montón de navajas. Una enorme cantidad de ellas en la consulta de un médico. Todas las cosas importantes —las vendas, los medicamentos, la cinta adhesiva— se las habían llevado mucho antes quienes luchaban por los despojos. Pero se había encontrado con un cubo de navajas de afeitar nuevas, muchas de ellas con las cuchillas aún relucientes. Hacía mucho que se había resignado a la barba, pero en el pasado hubo momentos en que habría matado por una navaja de afeitar.

Otras veces encontraba algo antes incluso de saber que lo necesitaba. Como el machete. Una hoja de gran tamaño que encontró debajo del cuerpo de un hombre que había muerto poco tiempo antes. Se lo había llevado para que nadie más tuviera el arma en su poder. Se había pasado tres días atrincherado en la sala de los servidores, aterrado por el hallazgo de un cuerpo todavía caliente. Hacía muchos años de ello. Bastante antes de que la multiplicación de la maleza en las granjas convirtiese el machete en una necesidad. Para entonces se había acostumbrado a no llevar el fusil —ya no le hacía falta—, así que el machete, algo que había encontrado antes de saber que lo necesitaba, se convirtió en su compañero permanente.

Soltó el último de los paracaídas y vio cómo pasaba a poca distancia del rellano del piso nueve. El papel se perdió de vista. Solo pensó en todas las cosas que Sombra lo había ayudado a encontrar a lo largo de los años, sobre todo comida. Pero hubo una vez en que el gato salió corriendo solo. Fue en una excursión a Suministros. En un momento determinado, salió disparado y se perdió más allá de un rellano. Solo lo siguió con una linterna.

El gato se puso a maullar y maullar delante de una puerta. A Solo le daba miedo encontrarse con otro montón de cuerpos, pero el apartamento estaba vacío. Saltó sobre la encimera de la cocina, corrió como una centella por ella y comenzó a golpear con la zarpa un armarito lleno de pequeñas latas. Viejas y cubiertas de óxido, pero en las que aún se veían dibujos de gatos. Sombra estaba como loco, y allí, colgado de la pared por medio de un pequeño cordel, Solo encontró un maltrecho artilugio: un abrelatas mecánico.

Sonrió y se asomó de nuevo por encima de la barandilla mientras pensaba en las cosas que había encontrado y perdido a lo largo de los años. Recordaba el momento en que pulsó el botón del aparato por primera vez y Sombra se puso a dar frenéticos brincos, y recordaba también con qué facilidad había salido la tapa de la primera lata. Recordaba que la comida que contenía no le había parecido nada especial, todo lo contrario que a su gato.

Se volvió y estudio el libro al que le había arrancado las páginas, embargado por una sensación de tristeza. Se había quedado sin arandelas, así que lo dejó ahí y, de mala gana, se encaminó a las granjas. Tenía que hacer lo que tenía que hacer.

Mientras se abría paso entre la maleza con el machete, Solo pensaba que era asombroso que las granjas no se hubieran desmoronado hacía tiempo sin nadie que se ocupara de ellas. Pero las luces tenían los ciclos de funcionamiento programados y más de la mitad de ellas aún cumplían con sus rutinas. Los sistemas de goteo todavía funcionaban. Las bombas se ponían en marcha y se apagaban con zumbidos furiosos y fuertes gruñidos. La electricidad robada de los reinos inferiores ascendía por cables que serpenteaban a lo largo de las paredes de la escalera. Nada funcionaba a la perfección, pero Solo se había dado cuenta de que la relación del hombre con las cosechas consistía más que nada en devorarlas. Y ahora sólo quedaba él para hacerlo. Él, las ratas y los gusanos.

Transportó su carga por las zonas de vegetación más densa, pues quería llegar a los confines más alejados de la granja, donde ya no funcionaban las luces y en la tierra, fría y húmeda, no crecía nada. Un lugar especial. Lejos de sus excursiones semanales en busca de comida. Un lugar al que acudir como destino y no un sitio que visitar por la sencilla razón de que le pillaba de paso.

Tras salir del calor de las luces llegó a un lugar oscuro. Aquello le gustaba. Le recordaba a la sala que había bajo los servidores, un sitio privado y seguro donde podía ocultarse sin que nadie lo molestara. Y allí oculta, entre otras herramientas abandonadas y olvidadas, había una pala. Una cosa que encontró justo cuando la necesitaba. Era la otra forma de encontrar cosas. Lo que ocurría cuando el silo se sentía generoso. Cosa que no sucedía con mucha frecuencia.

Se arrodilló y dejó su carga al borde de los tres barrotes de la verja. El cuerpo, dentro de la bolsa, había llegado a la fase de rigidez. No tardaría en ablandarse. Y luego…

No quería pensar en lo que venía luego. Era un experto en cosas que prefería no saber.

Cogió la pala y trepó por encima de la verja. Estaba demasiado oscuro para encontrar la puerta. La pala se hundió en la tierra con una especie de suspiro y luego Solo la echó hacia atrás por encima de su hombro. Suaves suspiros y pequeños terrones arrancados del suelo. Algunas cosas las encontrabas justo cuando las necesitabas. Solo pensó en los años que tan rápidamente había pasado en compañía de su amigo. Ya echaba de menos la caricia de Sombra en las espinillas mientras trabajaba, aquella capacidad de meterse siempre por medio sin que llegara a pisarlo, la celeridad con la que acudía cuando Solo silbaba, sin un instante de tardanza. Una cosa que había encontrado antes incluso de saber que la necesitaba.