97

Donald sabía que estaba forzando el horario al dejarla comer una hora antes de tiempo, pero era difícil decirle que no. Le dijo que comiese a bocados pequeños, que fuese más despacio. Y la puso al día mientras comía. Su hermana recordaba lo de los silos, por la orientación. Le habló de las pantallas de las paredes y de los limpiadores, y le contó que lo habían despertado porque había desaparecido alguien. A Charlotte le costaba asimilar aquello. Tuvo que repetirlo tanto que al final empezó a parecerle raro.

—¿Dejan que los vean desde dentro los demás habitantes de los silos? —preguntó ella mientras masticaba un pequeño trozo de bizcocho.

—Sí. Una vez le pregunté a Turman por qué lo hacíamos. ¿Sabes qué me respondió?

Charlotte se encogió de hombros y tomó un sorbo de agua.

—Para que los demás no quieran salir. Tenemos que enseñarles la muerte para mantenerlos ahí dentro. De lo contrario, siempre querrían saber lo que hay más allá de las colinas. Según Turman, es la naturaleza humana.

—Pero algunos de ellos quieren salir de todos modos. —Se limpió la boca con la servilleta, cogió el tenedor con mano temblorosa y se acercó el plato con el desayuno a medio comer de Donald.

—Sí, algunos de ellos quieren salir de todos modos —asintió su hermano—. Y tú tienes que tomártelo con tranquilidad. —Mientras la veía atacar los huevos, pensó en su intento de escapada por el ascensor de los drones. Él era uno de los que habían querido salir de todos modos. No era algo que necesitase saber su hermana.

—Tenemos una de esas pantallas —dijo Charlotte—. Recuerdo haber visto las nubes de polvo arremolinado. —Miró a Donald—. ¿Para qué la tenemos nosotros?

Donald alargó la mano hacia el pañuelo y tosió en él.

—Porque somos humanos —respondió mientras guardaba el pañuelo—. Si pensamos que no tiene sentido salir, que moriremos si lo intentamos, nos quedaremos y haremos lo que nos digan. Pero yo conozco una manera de averiguar lo que hay ahí fuera.

—¿Ah, sí? —Charlotte recogió el resto de los huevos con el tenedor y se lo llevó a la boca. Esperó.

—Y voy a necesitar tu ayuda.

Quitaron la lona que cubría uno de los drones. Charlotte pasó una mano temblorosa por el ala y rodeó la máquina con paso poco firme. Cogió el flap trasero y lo movió arriba y abajo. Hizo lo mismo con el timón de cola. El dron tenía una cúpula negra y un morro que, en conjunto, parecían una especie de cara. Permaneció inmóvil, en silencio, mientras Charlotte lo inspeccionaba.

Donald había reparado en que faltaban otros tres. El suelo estaba más limpio en la zona que antes cubrían las lonas. Y a las pulcras pirámides de bombas de los estantes de las municiones les faltaban algunas de las de arriba. Indicios del uso que habían hecho de la armería durante las últimas semanas. Se acercó a la puerta del hangar y la abrió.

—¿No le ponemos nada? —preguntó Charlotte. Miró bajo las alas, donde se podían acoplar herramientas de destrucción.

—No —dijo Donald—. En este caso no. —Corrió hasta la parte de atrás y la ayudó a empujar. Llevaron el dron hacia las fauces abiertas del ascensor. Las alas encajaban a duras apenas.

—Tiene que haber una correa o un enganche —comentó Charlotte. Se inclinó cautelosamente y se arrastró por debajo del dron hasta colocarse bajo el ala.

—Hay algo en el suelo —apuntó Donald acordándose de la pieza que se movía a lo largo riel—. Voy a buscar una luz.

Cogió una linterna de una de las cajas y, tras asegurarse de que estaba cargada, se la llevó. Por su parte, Charlotte enganchó el dron en el mecanismo de lanzamiento y salió arrastrándose. Al levantarse tuvo algunas dificultades y Donald la cogió de una mano para ayudarla.

—¿Estás seguro de que el ascensor funciona? —Se apartó el pelo, aún húmedo tras la ducha, de la cara.

—Muy seguro —respondió Donald. La condujo por el pasillo, más allá de los barracones y los cuartos de baño. Charlotte se puso tensa al ver que llegaban a la sala de pilotos y su hermano retiraba los plásticos. Donald pulsó el botón de los controles del ascensor. Se quedó mirando uno de los puestos, con sus palancas, instrumentos y pantallas, impasible.

—Sabes manejarlos, ¿no? —preguntó él.

Charlotte salió de su trance y asintió.

—Si tienen electricidad…

—La tendrán.

Observó el parpadeo de la luz que había sobre los controles del ascensor mientras Charlotte se sentaba delante de uno de los puestos. Con los demás ocultos debajo de los plásticos, la sala parecía extrañamente vacía y en silencio. Donald se fijó en que ya no se veía polvo. Hacía poco que había albergado gente. Pensó en las autorizaciones para los vuelos que había firmado, en el elevado precio de cada una de las operaciones. Pensó en el riesgo que de los avistaran desde alguna de las pantallas de las cafeterías, en la necesidad de volar ocultos por las nubes. Eren había subrayado que cada dron se podía utilizar una sola vez. La atmósfera del exterior era dañina para ellos, afirmó. Su alcance era limitado. Donald había reflexionado sobre ello mientras hurgaba entre los archivos de Turman.

Charlotte pulsó varios interruptores. Con unos nítidos chasquidos que rompieron el silencio, el puesto de control cobró vida.

—El despegue tarda un rato —le explicó Donald. No le contó cómo lo sabía pero se acordó de su excursión, años atrás. Recordaba cómo el aliento le había empañado el cristal del visor del casco mientras se dirigía hacia lo que él creía una muerte segura. Ahora albergaba una esperanza distinta. Pensó en lo que le había dicho Erskine sobre purificar la Tierra. Pensó en la nota de suicidio que le había dejado Victor a Turman. El objetivo de su proyecto era reiniciar la vida. Y Donald, por demencia o por puro raciocinio, había terminado por convencerse de que tenía más sentido del que nadie podía imaginar.

Charlotte ajustó la pantalla. Pulsó un interruptor y en el monitor apareció una luz. Era el reflejo transmitido por las cámaras del reflector del dron sobre la puerta de acero del ascensor.

—Cuánto hacía… —murmuró ella.

Donald bajó la mirada y vio que a su hermana le temblaban las manos. Se las frotó antes de devolverlas a los controles. Se removió en el asiento, localizó los pedales con los pies y ajustó el brillo del monitor para que no la deslumbrase.

—¿Puedo ayudar con algo? —preguntó Donald.

Charlotte se echó a reír y negó con la cabeza.

—No. Me siento rara no teniendo que rellenar un plan de vuelo ni nada parecido. Normalmente tengo un objetivo, ¿sabes? —Volvió la mirada hacia Donald y esbozó una sonrisa.

Donald le apretó el hombro. Era muy agradable volver a estar con ella. Era lo único que le quedaba.

—Tu plan de vuelo es llegar tan lejos y tan de prisa como puedas —le dijo.

Confiaba en que, sin bombas, el dron pudiese cubrir una distancia mayor. Tenía la esperanza de que no tuviesen un alcance máximo programado. Una luz empezó a parpadear en los controles del ascensor. Donald corrió hacia allí para ver de qué se trataba.

—La puerta se está abriendo —le advirtió Charlotte—. Creo que es de día.

Donald regresó a su lado. Por un momento, dirigió la mirada hacia la puerta del pasillo. Creía haber oído algo.

—Motor comprobado —confirmó Charlotte—. Tenemos ignición.

Volvió a removerse en el asiento. El mono que Donald había robado para ella le estaba grande y se le arrugaba en los brazos. Donald se colocó a su espalda y observó el monitor, en el que había aparecido un cielo rebosante de nubes arremolinadas y una rampa ascendente. Recordaba aquella vista. Sintió que le costaba respirar. El sistema de despegue sacó el dron del ascensor y lo colocó sobre la rampa. Charlotte pulsó otro interruptor.

—Frenos activados —comunicó mientras estiraba una pierna—. Voy a aplicar aceleración.

Su mano empujó una palanca hacia adelante. La visión de la cámara se inclinó mientras el dron pugnaba contra los frenos.

—Hace mucho que no hago esto sin la ayuda de un lanzador —dijo Charlotte con nerviosismo.

Donald se disponía a preguntar si había algún problema cuando ella levantó el pie y la imagen de la pantalla se elevó. El hueco metálico empezó a vibrar y pasó frente a sus ojos. Unas nubes hinchadas llenaron la pantalla por completo, hasta borrarlo todo.

—Despegue —confirmó Charlotte mientras controlaba el timón con la mano derecha.

Donald, sin darse cuenta, se inclinó hacia un lado siguiendo el movimiento del dron. El suelo apareció durante un instante y a continuación las densas nubes volvieron a tragárselo.

—¿Por dónde? —preguntó ella. Pulsó un interruptor y apareció un diagrama del terreno trazado por el radar, que sí era capaz de perforar las nubes.

—No creo que importe mucho —respondió él—. En línea recta. —Se inclinó hacia adelante para observar el paso del paisaje, desconocido pero familiar a un tiempo. Allí estaban los grandes complejos que había contribuido a crear. Allí, otra torre en medio de una depresión. Los restos de la convención, con sus tiendas, escenarios y pabellones, habían desaparecido hacía mucho, devorados por las máquinas microscópicas que infestaban la atmósfera—. Tú sigue en línea recta —dijo mientras señalaba hacia adelante. Era una teoría absurda, una idea loca, pero tenía que comprobarla con sus propios ojos antes de atreverse a decir nada.

El patrón formado por la sucesión de depresiones continuaba. De pronto, las nubes se abrieron un instante y les dejaron ver el suelo real. Donald aguzó la vista tratando de ver más allá de las cuencas, pero en ese momento Charlotte soltó la palanca de aceleración y alargó la mano hacia una serie de diales e indicadores.

—Eh… tenemos un problema. —Movió un interruptor de un lado a otro varias veces—. Estoy perdiendo presión de aceite.

—No. —Donald siguió observando la pantalla, donde las nubes se arremolinaban mientras el terreno parecía inclinarse hacia arriba. Era demasiado pronto. Salvo que hubiera errado en algún paso, se hubiera olvidado de alguna precaución—. Sigue —les susurró tanto a la máquina como a su piloto.

—No lo controlo bien —replicó Charlotte—. Es como si lo tuviera todo suelto.

Donald pensó en los demás drones. Podían lanzar otro. Pero el resultado sería el mismo. Puede que él fuese inmune a lo que quiera que hubiese en la atmósfera exterior, pero las máquinas no. Pensó en los trajes de los limpiadores, concebidos para fallar en un momento y un lugar determinados. Unos destructores invisibles tan precisos que podían desencadenar su venganza tan pronto como alguien coronase una colina, alcanzase una altitud concreta, tan pronto como se atreviesen a ascender. Alargó la mano hacia el pañuelo y se tapó la boca con él para toser, mientras en su cabeza aparecía el vago recuerdo de unos trabajadores que restregaban la escotilla después de haberlo arrastrado al interior.

—Ya casi estás —dijo señalando el último de los silos detectado por el radar. La depresión desapareció detrás de la cámara del dron—. Sólo un poco más.

Pero la verdad es que no tenía ni la menor idea de lo que podía tardar. Tal vez no bastase ni aunque el dron diese la vuelta al mundo hasta volver al sitio del que había salido.

—Pierdo capacidad de sustentación —avisó Charlotte. Sus manos se movían tan de prisa que costaba verlas. Saltaban de los interruptores a los controles y viceversa—. El motor dos ha fallado —continuó—. Estoy planeando. Altitud cero dos cien.

En la pantalla, el suelo parecía más cerca. Ya habían dejado atrás las colinas. Las nubes estaban desapareciendo. Había una cicatriz en la tierra, una trinchera que podía ser un río, y unos palos negros como huesos carbonizados acabados en puntas afiladas como lápices. Los restos de antiguos árboles. O las vigas de acero de una verja de seguridad devorada por el paso del tiempo.

—Sigue, sigue —susurró Donald. Cada segundo que seguían en vuelo era una nueva imagen, una nueva vista. Aquello era un hálito de libertad. Una salida del infierno.

—La cámara está fallando. Altitud cero uno cincuenta.

Hubo un destello brillante en la pantalla, como la descarga que emite un sistema eléctrico antes de apagarse. Lo siguió una luz morada emitida por el fallo de los sensores, un color azul donde hasta entonces no había otra cosa que marrón y gris.

—Cincuenta pies. Vamos a chocar con fuerza.

Donald parpadeó para limpiarse las lágrimas mientras el dron caía en picado y la tierra se alzaba para salir a su encuentro. Parpadeó para limpiarse las lágrimas que habían brotado al ver la imagen del monitor, que no era un error de la cámara.

—Azul… —susurró.

Fue la confirmación verbal del hecho, justo antes de que un vívido paisaje verde se tragara el dron agonizante. La pantalla del monitor dio paso a la negrura. Charlotte soltó los mandos al mismo tiempo que una maldición. Dio una palmada furiosa sobre la consola. Pero cuando se volvió para disculparse con su hermano, éste la abrazó, la estrechó con fuerza y le dio un beso en la mejilla.

—¿Lo has visto? —preguntó con un susurro—. ¿Lo has visto?

—¿El qué? —Charlotte se apartó de él con una dura máscara de desaprobación en el rostro—. Todos los instrumentos estaban fritos. Me imagino que habrá estado demasiado tiempo parado…

—No, no —dijo Donald. Señaló la pantalla, apagada e inútil ahora—. Lo has conseguido —afirmó—. Lo he visto. ¡Ahí fuera hay cielos azules y campos de hierba verde, Charla! ¡Los he visto!