Lo peor fue hacerla esperar para comer. Donald sabía el hambre que se sentía al despertar. La sometió a la misma rutina que había sufrido él varias veces: darle de beber el brebaje amargo, obligarla a utilizar el cuarto de baño para reactivar el organismo, sentarla al borde de la bañera para darle una ducha caliente y luego ponerle una muda nueva y otra manta.
La observó mientras ella se terminaba la bebida. El tono rosado de sus labios se había transformado gradualmente en un azul pálido. Tenía la piel blanquísima. Donald era incapaz de recordar si era tan pálida antes de la orientación. Puede que se le hubiera quedado así cuando estaba destinada en el extranjero, sentada en el interior de aquellos remolques a oscuras, sin más luz que la poca que emitía su monitor.
—Tengo que hacer acto de presencia —le dijo—. Todo el mundo debe de estar levantándose. Cuando vuelva te traeré el desayuno.
Charlotte permaneció sin decir nada, sentada en cuclillas en una de las sillas de cuero que rodeaban la antigua mesa de la sala de guerra. Se agarraba el cuello del mono como si le picase.
—Mamá y papá ya no están —repetía, algo que él le había dicho antes. Donald no sabía con certeza lo que recordaría y lo que no. No había tomado la medicación contra el estrés durante tanto tiempo como él, y cuando sucedió todo llevaba algún tiempo sin hacerlo. Pero eso no importaba. Él podía contarle la verdad. Decírsela y detestarse a sí mismo por hacerlo.
—Volveré en seguida. Tú quédate aquí e intenta descansar un poco. No salgas de este cuarto, ¿de acuerdo?
El eco de sus palabras resonó mientras cruzaba el almacén en dirección al ascensor. Recordaba haber oído a otros decirle, cuando lo despertaron, que debía descansar. Charlotte llevaba tres siglos dormida. Donald pasó la placa por el escáner y, mientras esperaba a que llegase el ascensor, pensó en la gran cantidad de tiempo que había pasado y lo poco que habían cambiado las cosas. El mundo seguía en el mismo estado de devastación. Y si no era así, estaban a punto de averiguarlo.
Subió hasta el piso de Operaciones y fue a ver a Eren. El director del departamento estaba detrás de su mesa, rodeado de archivos, con una mano en el pelo y el codo sobre una montaña de documentación. No salía humo de su taza de café. Llevaba un buen rato sentado allí.
—Turman —lo saludó al tiempo que levantaba la mirada.
Donald se sobresaltó y recorrió la sala con la mirada, buscando a otra persona.
—¿Algún progreso en el Dieciocho?
—Eh, pues… —Trató de recordar—. Lo último que he sabido es que habían atravesado la barrera de los pisos inferiores. El jefe del silo cree que la lucha habrá cesado dentro de un par de días, como mucho.
—Bien. Me alegro de que lo de la sombra haya salido bien. Da miedo que no la haya. Hubo una vez, en mi tercer turno, creo recordar, en que perdimos a un jefe de silo cuando aún no tenía sombra. Fue una pesadilla reemplazarlo. —Se recostó en su asiento—. El alcalde no podía ser. El jefe de Seguridad era tan inteligente como un pedrusco. Así que tuvimos que…
—Siento interrumpirlo —lo cortó Donald señalando al pasillo—. Tengo que volver a…
—Oh, claro. —Eren hizo un ademán como disculpándose, avergonzado—. Claro. Y yo.
—Esta mañana tengo mucho que hacer. Voy a por algo de desayunar y me vuelvo a mi cuarto. —Señaló con la cabeza en dirección al despacho vacío que había al otro lado del pasillo—. Dígale a Gable que estoy ocupado. No quiero que me molesten.
—Claro, claro —asintió Eren mientras hacía un gesto tranquilizador con la mano.
Donald volvió al ascensor para subir a la cafetería. Las tripas le gruñeron para expresar su conformidad. Había estado toda la noche despierto sin comer nada. Llevaba demasiado tiempo en pie y se sentía vacío por dentro.