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Silo 1
Donald programó la alarma para las tres de la mañana, pero de todos modos habría sido casi imposible que se quedara dormido. Llevaba semanas esperando aquel momento. La ocasión de dar vida en lugar de quitarla. Una oportunidad para la redención y para la paz, para satisfacer sus crecientes sospechas.
Se quedó mirando el techo mientras pensaba en lo que iba a hacer. No era lo que habrían esperado Erskine o Victor de alguien como él, si hubiera estado al mando, pero es que se habían equivocado en muchísimas cosas, él entre ellas. Aquello no era el final del fin del mundo. Era el comienzo de otra cosa. Y el final de no saber lo que había fuera.
Se miró la mano a la débil luz que entraba desde el baño y pensó en el exterior. A las dos y media decidió que ya había esperado bastante. Se levantó, se duchó y se afeitó, se puso un mono limpio y se calzó las botas. Agarró la placa, se la colgó del cuello y salió del apartamento con la cabeza alta y los hombros erguidos. Avanzó a largas zancadas por un pasillo donde aún había algunas luces encendidas, entre el lejano tableteo de un teclado, alguien que seguía trabajando hasta tarde. La puerta del despacho de Eren estaba cerrada. Llamó al ascensor y esperó.
Antes de bajar, pasó la placa por el lector y pulsó el destellante botón del piso cuarenta y cuatro para asegurarse que no estaba perdiendo el tiempo. La luz parpadeó y el ascensor se puso en marcha. De momento, todo bien. No se detuvo hasta llegar hasta la armería. Las puertas se abrieron a una oscuridad conocida, jalonada de altas sombras, negros acantilados formados por estantes y contenedores. Donald dejó la mano en el borde de la puerta para impedir que se cerrase y entró en el cuarto. De algún modo, la vastedad de aquel espacio era algo que se podía sentir, como si la distancia se tragase los ecos de su pulso acelerado. Por un instante tuvo la sensación de que se iba a encender una luz al otro extremo, de que iba a aparecer Anna cepillándose el pelo o con una botella de whisky en la mano, pero en aquella sala no se movía nada. Todo estaba inmóvil y en silencio. Los pilotos y la actividad temporal habían cesado.
Volvió a entrar en el ascensor y pulsó otro botón. El aparato reanudó el descenso. Las puertas se abrieron en la zona médica. Donald podía sentir las decenas de miles de cuerpos que lo rodeaban, todos tumbados boca arriba, con los ojos cerrados. «Algunos de ellos estaban realmente muertos», pensó. A uno de ellos estaban a punto de despertarlo.
Se dirigió al despacho del médico y llamó con los nudillos sobre la jamba. El ayudante que estaba de guardia asomó la cabeza por encima de un monitor. Se frotó los ojos por debajo de las gafas, luego se las ajustó sobre el puente de la nariz y miró a Donald con un pestañeo.
—¿Cómo va todo? —le preguntó éste.
—¿Mmmm? Bien, bien. —El joven giró la muñeca y consultó su reloj, una reliquia del pasado—. ¿Hay alguien para congelación profunda? No me han llamado. ¿Se ha levantado Wilson?
—No, no. Estaba desvelado. —Donald señaló el techo—. He subido a ver si había alguien en la cafetería y luego he pensado que, ya que no podía dormir, podría terminar el turno por ti. Puedo sentarme y ver una película tan bien como el que más.
El ayudante miró de reojo su monitor y soltó una risilla culpable.
—Ya. —Volvió a consultar el reloj, como si por alguna razón hubiera olvidado lo que acababa de ver en él—. Aún me quedan dos horas. No me importaría irme a la cama. ¿Me despertará si sucede algo? —Se levantó y bostezó tapándose la boca con una mano.
—Claro.
El ayudante médico salió de detrás de la mesa con paso tambaleante. Donald se acercó, retiró la silla, se sentó y apoyó los pies en la mesa como si pensara quedarse allí durante horas.
—Le debo una —dijo el joven mientras recogía su abrigo de detrás de la puerta.
—Oh, estamos en paz —murmuró Donald en cuanto desapareció.
Esperó a que sonara la campanilla del ascensor antes de entrar en acción. Había un contenedor de plástico en el escurreplatos del fregadero. Lo cogió y lo llenó de agua. A medida que subía el agua sonaba un ruido cada vez más impaciente, como si el recipiente experimentara una inquietud creciente.
Donald destapó el recipiente del polvo. Dos cucharadas. Removió el líquido con una larga espátula bucal de plástico y volvió a taparlo, antes de guardar el polvo de nuevo en la nevera. Al principio, la silla de ruedas se negaba a moverse. Vio que tenía el freno puesto y los pequeños ángulos de metal presionaban la blanda superficie de goma. Los liberó, cogió una de las mantas del armarito alto, junto con un camisón de papel, y los dejó en el asiento. Como antes. Sólo que esta vez lo haría bien. Recogió el equipo médico y se aseguró de que tenía también un par de guantes nuevos.
La silla de ruedas traqueteó al salir por la puerta y avanzar por el pasillo. Donald sentía las palmas sudorosas alrededor de las empuñaduras. Para que las ruedas delanteras no hiciesen ruido, levantó la silla apoyándola sobre las de atrás, más grandes. Las pequeñas giraron perezosamente en el aire mientras él seguía empujando.
Mientras introducía su contraseña en el panel tenía la sensación de que se iba a encontrar con una luz roja, un impedimento, algo que le bloquearía el paso. La luz parpadeó y se puso verde. Donald abrió la puerta y avanzó entre las cápsulas en dirección a la de su hermana.
Sentía una mezcla de impaciencia y culpabilidad. Lo que estaba haciendo era una temeridad tan grande como cuando salió con el traje a aquella colina. Y se jugaba aún más, porque esta vez implicaba a su familia, porque iba a despertarla en aquel mundo implacable, porque se disponía a imponerle la misma realidad brutal que Anna le había impuesto a él, que Turman le había impuesto a ella, y así sucesivamente en una interminable sucesión de turnos miserables.
Dejó la silla de ruedas y se arrodilló junto al panel de control. Tras un momento de vacilación, se puso en pie y miró por la portilla de cristal, por si acaso.
Su hermana era la viva imagen de la serenidad, posiblemente porque no la atormentaban las pesadillas, como a él. Sus dudas empezaron a crecer. Y entonces se la imaginó despertando sola. Se la imaginó golpeando el cristal, consciente de pronto, gritando que la dejaran salir. Conocía su espíritu indomable y la oyó exigir que la dejaran salir. Y supo que si estaba allí con él, es lo que le pediría. Preferiría saber y sufrir a seguir sumida en el sueño de la ignorancia.
Se arrodilló junto al panel e introdujo la contraseña. La máquina emitió un pitido alegre cuando pulsó el botón rojo. En el interior de la cápsula sonó un clic, como si se abriese una válvula. Donald giró el dial y, con los ojos clavados en el indicador, se preparó para que empezara a subir.
Se puso en pie junto a la cápsula mientras el tiempo parecía ralentizarse de manera desesperante. Creía que iban a encontrarlo allí antes de que se completara el proceso. Pero entonces sonó otro chasquido y la tapa emitió un siseo. Donald preparó la gasa y la cinta aislante. Cogió de la silla los dos guantes de goma y comenzó a ponérselos. Una nubecilla se talco se formó en el aire al estirarlos.
Abrió la tapa hasta el otro lado.
Su hermana yacía boca arriba, con los brazos a los lados. Aún no se había movido. Donald sintió un instante de pánico mientras volvía a repasar el procedimiento. ¿Se habría olvidado de algo? Dios, ¿la había matado?
Charlotte tosió. El agua de la escarcha fundida de sus pestañas le resbaló por las mejillas. Y entonces sus párpados aletearon varias veces antes de volver a entornarse para protegerse de la luz.
—No te muevas —le ordenó Donald. Le puso en el brazo la gasa y extrajo la aguja. Pudo sentir cómo se deslizaba el acero bajo el tejido al sacarlo del brazo de su hermana. Sin levantar la gasa, cogió la cinta aislante que había dejado colgada de la silla y la aplicó sobre ella para sujetarla. Lo último era el catéter. Tapó a su hermana con la toalla, aplicó un poco de presión y sacó lentamente el tubo. Y entonces ella, libre al fin de la máquina, cruzó los brazos, tiritando. La ayudó a ponerse el camisón de papel sin anudárselo a la espalda.
—Voy a sacarte de ahí —le dijo.
Los dientes de su hermana castañetearon a modo de respuesta.
Donald la ayudó a doblar las rodillas y acercar los pies a las nalgas. Introdujo un brazo por debajo de sus axilas —y al hacerlo notó lo fría que estaba su carne—, otro por debajo de sus piernas, y la levantó sin dificultades. Le pareció que pesaba poquísimo. Su carne despedía aún el desagradable olor de la congelación.
Charlotte murmuró algo mientras la colocaba en la silla de ruedas. Donald había extendido la manta sobre el asiento para que se sentara sobre la tela y no sobre el plástico. En cuanto estuvo acomodada, la cubrió con el resto de la manta. Ella se mantuvo hecha un ovillo, con los brazos alrededor de las rodillas, en lugar de apoyar los pies en los estribos.
—¿Dónde estoy? —preguntó con una voz que parecía una capa de hielo agrietado.
—Calma —la tranquilizó Donald. Mientras cerraba la tapa de la cápsula trató de recordar si se tenía que hacer algo más, y miró a su alrededor por si se había dejado algo—. Estás conmigo —dijo mientras la empujaba hacia la entrada. Así es como estaban ambos: uno con el otro. Ya no había hogar, no había ningún sitio en la Tierra para recibirlos, sólo una pesadilla infernal a la que arrastrar a los demás en busca del triste consuelo de la compañía.