Encontró el circuito que habían manipulado los hombres que lo asaltaron y consiguió que volviese la luz, pero la puerta era irreparable. Estuvo dos días peleándose con los cables del panel sin obtener ningún resultado. En aquellas condiciones, conciliar el sueño durante una noche entera era imposible, incluso después de poner la rejilla en su sitio. Sombra subía hasta arriba y maullaba sin parar, así que tampoco podía continuar así. De modo que Jimmy decidió que tenían que marcharse. La situación le dio la excusa que necesitaba para hacer una de las cosas que más gustaban a su compañero. Sombra y él se fueron de pesca.
Se sentaron en el último rellano seco mientras Jimmy veía pasar los plateados destellos por debajo de sus pies, los peces que nadaban entre las escaleras inundadas. Parecían focos orientados hacia arriba desde las profundidades, reflectores que apuntaban hacia el cielo, hacia la cara de Sombra y la suya propia, asomadas por encima del borde del rellano.
La negra cola de Sombra azotaba el aire de lado a lado. Sus zarpas aferraban el borde de las rejillas de acero oxidado mientras meneaba los bigotes. Pero a pesar de sus desvelos, el corcho de Jimmy permanecía inmóvil.
—Hoy parece que no hay hambre —dijo Jimmy. Empezó a silbarles a los peces la melodía de una canción de pescadores, y Sombra lo observó con rostro crítico y velado. A Jimmy le sonaron las tripas—. No me refiero a nosotros —le aclaró a su compañero—. Nosotros sí que tenemos hambre. Me refiero a los peces.
Estaba hambriento después de una mañana entera buscando gusanos. No eran fáciles de encontrar entre la maleza de las granjas. Cuando las luces estaba encendidas era un trabajo agotador, pero al menos le impedía pensar en la gente a la que había disparado. Estaba tan concentrado en el trabajo y en la promesa del botín de un día de pesca que ni siquiera se había comido las verduras que había encontrado mientras cavaba con su paleta. Pescar era muy laborioso. ¡Antes había que coger los gusanos! Jimmy se dijo que, ya que les gustaban tanto a los peces, por qué no se ahorraban esfuerzos y se comían directamente los gusanos. Pero cuando le ofreció uno a Sombra, el gato lo miró como si se hubiera vuelto loco.
—No estoy loco —le aseguró.
Era algo que cada vez repetía con más frecuencia.
Mientras Jimmy le explicaba que eran los peces los que no tenían hambre aquel día, Sombra volvió a fijar la vista en los veloces nadadores que pasaban bajo ellos. Jimmy lo imitó. Le recordaban al mercurio que se le había salido a un termómetro roto unos años antes. Cambiaban de dirección y se movían velozmente.
Cogió la caña, sacó el corcho del agua y revisó el anzuelo. El gusano seguía allí. Bien. No le quedaban demasiados y la tierra más próxima estaba más de diez pisos por encima. Volvió a meter la caña en el agua y la bola de ping-pong quedó flotando sobre la superficie. Había aprendido a pescar en el Legado. Los libros le habían explicado cómo hacer los nudos, cómo preparar el corcho y la plomada, qué clase de cebo debía utilizar; un conjunto de instrucciones que le habían resultado muy útiles. Era como si la gente que había escrito aquellos libros hubiera sabido que todas esas cosas serían importantes algún día.
Al observar el movimiento de los peces se preguntó cómo habrían llegado hasta el agua. Los tanques estaban varios pisos por encima de las granjas y ahora ya no quedaban peces en ellos. Jimmy lo había comprobado. Lo único que contenían era unas algas que tenían un aspecto horrible pero daban un sabor bastante bueno al agua. En el lugar había jarras y tazas e incluso el comienzo de una manguera para transportar el líquido a otros pisos, un proyecto que alguien había abandonado hacía años. Jimmy se preguntó si habrían tirado los peces por encima de la barandilla y por eso estaban ahora allí abajo. Pero al margen de cuál hubiera sido la razón, se alegraba de que fuese así.
Sólo quedaba una docena de ellos, más o menos. Se reproducían más lentamente de lo que él los pescaba. Pero los que quedaban eran los más esquivos. Sabían lo que pasaba. Lo habían visto. Eran como Jimmy los primeros días, después de que hubiera visto subir a la gente por la escalera de caracol en dirección a su muerte. Sabían, al igual que su madre entonces, que no había que ir hacia allí. Así que se limitaban a dar diminutos mordiscos a los gusanos. Sólo que a veces no eran capaces de contenerse. En ocasiones, cuando los probaban, no les quedaba más remedio que darles un bocado, en lugar de un mordisquito, y entonces Jimmy tiraba de la caña y los sacaba del agua, goteando y sacudiendo la cola, y luego los dejaba sobre el suelo oxidado hasta que dejaban de moverse y podía agarrar la piel resbaladiza con las manos y quitarles el anzuelo.
«Pero antes —pensó— había que esperar». Su corcho permanecía inmóvil en el agua color arcoíris. Sombra maulló con impaciencia.
—Escúchate —dijo Jimmy—. Hace dos años ni siquiera sabías a qué sabe el pescado.
Sombra se acurrucó sobre su barriga y agitó una zarpa en el aire, entre el rellano y el agua, como para decir: «Yo antes me pasaba todo el tiempo pescando».
—Ya, seguro que sí —repuso Jimmy mientras ponía los ojos en blanco. Miró el agua, que había subido un poco desde su primera visita. El piso del que había rescatado a Sombra estaba ahora sumergido por completo. Probablemente hubiese peces en la habitación donde había encontrado al gato. Miró a su felino amigo con una idea nueva en la cabeza.
—¿Por eso estabas ahí abajo? —preguntó.
Sombra lo miró con cara de inocencia.
—Pequeño diablo…
El gato se lamió una pata, dio una vuelta sobre sí mismo y siguió esperando a que se moviese el corcho.
Se movió.
Jimmy dio un tirón a la caña y sintió resistencia, el peso de un pez en el anzuelo. Con un chillido de alegría, levantó la caña y alargó el brazo sobre la barandilla para recoger hilo. Sombra maulló y trató de ayudarlo, agitando las zarpas en el aire y meneando la cola.
—Calma, calma —dijo Jimmy. Recogió hilo, apoyó la caña en la barandilla, estiró los brazos y siguió recogiendo a pesar de que las sacudidas del pez hacían que se le clavara el sedal en los dedos—. Ahora calma. —Apretó los labios. Nunca estaba seguro de haber pescado a uno de aquellos cabroncetes hasta tenerlo al otro lado de la barandilla, sobre el suelo de metal del rellano. A veces lograban escupir el anzuelo y se reían de él mientras volvían a casa con un gusano gratis en la boca—. Vamos allá —le dijo a Sombra. Dejó el pez en el suelo de metal y le pisó la cola con la bota. Detestaba esta parte. El pez parecía ofendido. En esos momentos le entraban ganas de cambiar de idea y echarlos de nuevo al agua, pero Sombra ya estaba dando vueltas entre sus piernas meneando la cola. Jimmy lo mantuvo inmóvil con el pie mientras le sacaba el improvisado anzuelo. No era fácil extraer la pequeña punta (que había fabricado doblando una aguja a martillazos), pero Jimmy ya había aprendido que debía hacerlo con cuidado.
Sombra lo apremiaba.
Jimmy arrojó el anzuelo y el hilo por encima de la barandilla. El pez aún dio unos cuantos saltos sobre el suelo. Lo miró con un ojo muy abierto mientras boqueaba frenéticamente. Jimmy sacó el cuchillo.
—Lo siento —dijo—. Lo siento mucho.
Se lo clavó en la cabeza para acabar rápidamente con su agonía. Lo hizo sin mirarlo. Cuánta muerte… Vidas enteras matando. Pero Sombra parecía muy feliz. La vida se escapaba gota a gota del pez y caía en el agua. Los pocos peces que aún quedaban se congregaron alrededor de la sangre mientras Jimmy se preguntaba por qué lo hacía. No había nada en todo el proceso que le gustara, ni buscar los gusanos, ni la larga caminata hasta abajo, ni la preparación de los anzuelos, ni el sacrificio de los peces, ni su limpieza… pero aun así lo hacía.
Limpió el pez tal como decía el Legado, con una incisión detrás de las agallas y luego un corte a lo largo de la espina hasta la cola. Repitió la operación dos veces para extraer dos filetes enteros. Le dejó las escamas, porque Sombra nunca las tocaba. La carne fue a parar a un plato abollado que había cerca de la escalera.
Sombra dio varias vueltas a su alrededor, con aquel ronroneo que le salía de las tripas, y luego empezó a arrancar la carne con los colmillos.
Jimmy se retiró al otro lado de la barandilla. Allí había dejado una toalla. Se limpió la sustancia viscosa y repugnante de las manos, con la espalda apoyada en las puertas cerradas del piso ciento treinta y uno, y observó al gato mientras comía. Las formas plateadas seguían moviéndose como flechas por debajo. El rellano y todo lo demás parecían en calma bajo el fulgor verde y apagado de las luces de emergencia de la escalera.
En cuestión de poco tiempo se acabarían los peces. Según los cálculos de Jimmy, a ese ritmo no quedaría ni uno en menos de un año.
—Pero ése no era el último —se dijo mientras veía comer a Sombra. Él nunca había probado el pescado y no creía que pudiera llegar a hacerlo. Bastante tenía con pescarlos. El proceso era muy laborioso, un poco aburrido y bastante repugnante. Y pensó que el día que bajase hasta allí con la caña y el tarro de tierra y gusanos y viera que sólo quedaba uno, lo dejaría en paz. «Sólo a ése», decidió. Bastante asustado estaría ya, allí solo. Qué necesidad había de sacarlo de un tirón al aire aterrador. Simplemente, dejaría vivir a la pobre criatura.