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Decimoséptimo año
Silo 17
Jimmy no sabía muy bien cómo funcionaba el álgebra, pero había descubierto que alimentar dos bocas costaba más del doble de trabajo. Y al mismo tiempo… le parecía menos de la mitad. Sospechaba que tenía que ver con lo agradable que resultaba cubrir unas necesidades que no eran sólo las suyas. La satisfacción que le provocaba ver crecer al gato y comprobar cómo se iba aproximando a él lo hacía disfrutar más de las comidas y salir de su guarida con más frecuencia.
Pero al principio había sido duro. El gato se mostró voluble después de su rescate. Jimmy se había secado con una toalla que encontró dos pisos más arriba y el gato se portó como si estuviera loco mientras intentaba hacer lo propio con él. Era como si aborreciese y adorase el proceso a la vez. Tan pronto rodaba sobre sí mismo con entusiasmo como empezaba a lanzar zarpazos contra las manos de Jimmy. Una vez seco, multiplicó su tamaño por dos, aunque sin dejar de parecer patético y famélico.
Jimmy encontró una lata de judías debajo de un colchón. No estaba demasiado oxidada. La abrió con el destornillador y alimentó al gato con su viscoso contenido, judía a judía, mientras se le deshelaban los pies con un hormigueo que parecía formado por descargas eléctricas.
Después de las judías, el gato empezó a seguirlo para ver qué más encontraba. Su presencia convertía la búsqueda de comida en un proceso divertido, en lugar de una interminable guerra contra los gruñidos de sus propias tripas. Divertido pero también muy trabajoso. Volvió a subir, de nuevo con las botas puestas, a veces seguido y otras precedido por el sigiloso gato.
Había aprendido en seguida a confiar en el equilibrio del felino. Las primeras veces que lo había visto frotarse contra los puntales exteriores (e incluso meterse entre ellos y también por detrás de ellos al subir por la escalera) creyó que le daba un infarto. Era como si el gato tuviese ganas de morir, o simplemente ignorase las consecuencias de una caída. Pero pronto aprendió a confiar en el minino, al mismo tiempo que el animal aprendía a confiar en él.
Y aquella primera noche, mientras yacía acurrucado bajo una lona en las granjas interiores, oyendo los chasquidos de las bombas y otros ruidos que tomaba por los sonidos de otros viajeros ocultos como él, el gato se metió bajo su brazo, se hizo un ovillo en el rincón que formaban su vientre y sus piernas dobladas, y comenzó a hacer un ruido como el de una bomba con algún elemento suelto.
—Estabas muy solo, ¿eh? —le había susurrado Jimmy. Aunque la posición era incómoda, no quería moverse. Se le formó un calambre en el cuello al mismo tiempo que una tensión de otra naturaleza desaparecía en el fondo de sus tripas, una tensión de la que no había sido consciente hasta que dejó de estar allí—. Yo también —le dijo al gato en voz baja, fascinado por lo mucho que hablaba cuando el animal estaba allí. Era mucho mejor que hablarle a su sombra y fingir que era una persona—. Ése es un buen nombre —había susurrado. No sabía cómo llamaba la gente a los gatos, pero Sombra le gustaba. Como las sombras en las que había encontrado a la criatura, una mancha de negrura que lo seguía. Y aquella noche, años atrás, se habían quedado dormidos juntos, entre los clics de las bombas, el goteo del agua, el zumbido de los insectos y todos los extraños ruidos del interior de las granjas a los que Jimmy prefería no poner nombre.
Eso había sucedido años atrás. Ahora, los volúmenes del Legado estaban llenándose de pelos de barba y de gato. Jimmy se la recortaba mientras leía sobre las serpientes. Cogió un mechón de pelo de la barbilla, lo estiró y lo cortó con un crujido de las desafiladas tijeras. Tiró la mayor parte en una lata vacía. El resto cayó flotando sobre las páginas, como enormes signos de puntuación entremezclados con los pelos del gato, que no dejaba de pasear de un lado a otro, con la espalda arqueada, bajo los brazos de Jimmy y por encima de las frases.
—Estoy intentando leer —se quejó Jimmy. Pero aun así bajó las tijeras y acarició obedientemente al animal del cuello a la cola. Al sentir su contacto, Sombra arqueó la columna vertebral para pegarla a su mano. Maulló y emitió esos extraños ruidos, como si fuese a reventarle el corazón, mientras suplicaba más.
Unas garras, contraídas como diminutos puños, perforaron la foto de una culebra del maíz, y Jimmy bajó al animal al suelo. Sombra se tendió de espaldas y, con las patas en alto, lo observó detenidamente. Era una trampa. A veces pasaba que Jimmy empezaba a rascarle la tripa y, de repente, el gato decidía que aquello no le gustaba nada y la emprendía con su muñeca. Jimmy no entendía demasiado bien a los gatos, pero había leído una docena de veces todo lo que había sobre ellos. Algo que había descubierto con horror era que vivían mucho menos que los humanos. Intentaba no pensar en ese día. El día en que volvería a ser Solo. Prefería mil veces ser Jimmy. Jimmy hablaba más. Solo era el de las ideas extrañas, el que se asomaba por encima de las barandillas, el que escupía hacia las profundidades y veía cómo temblaba y se deshacía el escupitajo a causa de la tremenda velocidad de su caída.
—¿Te aburres? —le preguntó a Sombra.
El gato lo miró con expresión de aburrimiento. Era muy parecida a la que se le ponía cuando tenía hambre.
—¿Quieres ir a explorar?
El gato sacudió las orejas, lo que era respuesta más que suficiente.
Jimmy decidió volver a probar arriba. Desde la llegada de la oscuridad, sólo había estado una vez en el tercio superior y la visita había sido muy corta. Si quedaba un abrelatas en el silo, estaría allí. Era la ocasión de librarse de los destornilladores oxidados y de dejar de cortarse las manos con latas mal abiertas.
Salieron después del almuerzo, con una breve parada en las granjas. Al llegar a la cafetería se la encontraron sumida en un completo silencio y teñida de verde por la luz que se colaba desde la escalera. Sombra subió los últimos peldaños por delante, con su intrepidez habitual. Jimmy se encaminó directamente hacia la cocina, que estaba totalmente saqueada.
—¿Quién se habrá llevado todos los abrelatas? —le preguntó a Sombra alzando la voz.
Pero el gato ya no estaba allí. Se había acercado a la puerta de la pared opuesta y parecía nervioso.
Jimmy se había colocado detrás del mostrador de servicio y estaba hurgando entre los tenedores para sustituir el que solía utilizar, cuando oyó el maullido. Dirigió la mirada hacia el otro lado de la amplia cafetería y vio que Sombra se frotaba contra una puerta cerrada.
—Calla —le gritó al gato. ¿Es que no sabía que tanto revuelo sólo podía traerles problemas? Pero Sombra no le hizo ni caso. Siguió maullando y maullando, arañando la puerta con las zarpas y estirándose frente a ella hasta que Jimmy se rindió. Se acercó atravesando el laberinto de sillas volcadas y mesas deformadas para ver a qué venía todo aquello.
—¿Es comida? —preguntó. Cuando Sombra se ponía así, casi siempre era por la comida. La comida atraía a su compañero como si fuese un imán, cosa que resultaba bastante práctica, había descubierto Jimmy. Al acercarse a la puerta vio que el picaporte tenía atados a su alrededor los restos de una cuerda, convertidos en jirones por el paso de los años. Probó a girar el picaporte y se encontró con que no estaba cerrado. Abrió lentamente la puerta.
Al otro lado sólo había oscuridad, porque la luz de emergencia de la escalera no llegaba hasta allí. Jimmy buscó la linterna a tientas mientras Sombra se perdía en la negrura meneando la cola.
Hubo una muda exclamación de sorpresa cuando se encendió la linterna. Jimmy se detuvo, con un pie al otro lado de la puerta. El haz de luz había caído sobre un rostro que lo miraba con ojos abiertos y sin vida. Había varios cuerpos amontonados junto a la puerta. Un brazo rozaba el pie de Jimmy.
Lanzó un grito y retrocedió de un salto. Dio un puntapié a la mano pálida y carnosa y llamó a Sombra, quien salió de la habitación con un bufido y el pelaje erizado. Jimmy sintió un regusto metálico en la lengua y una descarga de adrenalina al tirar de la puerta para cerrarla. Empujó la flácida extremidad con el pie y volvió a introducirla dentro del cuarto. La tela se desintegró bajo su contacto, pero la carne que había debajo estaba hinchada y esponjosa.
Lo último que vio antes de cerrar fueron bocas abiertas y dedos extendidos. Cuerpos amontonados, tan frescos como si hubieran muerto aquella misma mañana, inmóviles donde habían caído, unos sobre otros, con las manos estiradas en dirección a la puerta.
Tras oír el chasquido que hacía la puerta al cerrarse, Jimmy comenzó a amontonar sillas y mesas contra ella. Siguió haciéndolo, arrojando más y más sillas, hasta crear una auténtica maraña de ellas, incapaz de dejar de temblar y maldecir entredientes ni un momento. Y mientras lo hacía, Sombra daba vueltas y vueltas a su alrededor.
—Qué asco, qué asco, qué asco —masculló dirigiéndose al gato, que aún tenía el pelaje erizado. Estudió la barricada que había erigido contra los muertos. Esperaba que fuese suficiente y no dejase pasar demasiados fantasmas. Los restos de la vieja cuerda se balanceaban de un lado a otro, colgados del picaporte, y Jimmy dio gracias en silencio a quienquiera que hubiera mantenido a aquella gente a raya—. Vámonos —dijo, y Sombra se frotó contra su pierna en busca de consuelo. No había imágenes en la pantalla de la pared, ni comida ni herramientas que le sirvieran de nada. Ya había visto más que suficiente del tercio superior, que de pronto se le antojaba un cementerio.