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Silo 1
El apartamento de Donald se había transformado en una cueva, una cueva sembrada de notas como huesos blanqueados, con las paredes decoradas por las cubiertas de las carpetas, a la que llegaban cajas de notas desde los archivos, como presas recientes. Habían transcurrido semanas. Las pisadas en los pasillos habían remitido. Donald convivía sólo con fantasmas, mientras juntaba lentamente las piezas de aquello que había contribuido a crear. Estaba empezando a verlo, la imagen entera, como si alejase la visión de la sección de un plano hasta ver la totalidad del diseño.
Tosió sobre un trapo rosa y reanudó el examen de su último hallazgo. Era un mapa con el que se había topado en la armería, un mapa de todos los silos. Una línea salía de cada uno de ellos y convergía en un único punto. Era uno de los muchos misterios que aún restaban. El documento estaba etiquetado como «Semilla», pero no había encontrado nada más sobre él.
Donald podía oír cómo Anna le susurraba. Había tratado de decirle algo. El mensaje que había encontrado en el ordenador de Turman, intentaba decirle, era para él. Ahora resultaba evidente. A ella no podían despertarla, era una mujer. Lo necesitaba, necesitaba su ayuda. Donald se la imaginó juntando todas las piezas en un turno más reciente, sola y aterrada, asustada de su propio padre, sin nadie más a quien recurrir. Así que había quitado el poder a su padre y se lo había entregado a Donald, lo había sustituido por otro hombre por segunda vez, y le había dejado un mensaje para que la despertara. ¿Y qué había hecho Donald?
Llamaron a su puerta.
—¿Quién es? —preguntó Donald con una voz que no sonaba como la suya.
La puerta se entreabrió.
—Eren, señor. Tenemos una llamada del Dieciocho. La sombra está lista.
—Deme un segundo.
Donald volvió a toser sobre el pañuelo. Se levantó poco a poco y se dirigió al baño pasando sobre dos bandejas de platos usados. Orinó, se lavó las manos y se miró en el espejo. Agarrado al borde del mueble, contempló con horror su propio reflejo, aquel hombre de pelo desaliñado y barba incipiente. Parecía medio loco, pero aun así la gente confiaba en él. Es decir, que estaban aún más locos. Esbozó una sonrisa ligeramente amarillenta mientras meditaba sobre el largo historial de dementes que habían ocupado posiciones de poder a lo largo de la historia por la sencilla razón de que nadie los había desafiado.
Los goznes chirriaron y Eren asomó la cabeza por la puerta.
—Ya voy —dijo Donald. Caminó sobre los informes dejando un rastro de pisadas y una mancha sanguinolenta con forma de mano en el borde del mueble del baño.
—Están llamando a la sombra en este momento, señor —lo informó Eren desde el pasillo—. ¿Quiere refrescarse un poco?
—No —rehusó Donald—. Estoy bien. —Se detuvo en el umbral y trató de recordar el objeto de aquella reunión. Un ritual de iniciación. Lo recordaba, pero sabía que Gable podía encargarse de algo como eso—. ¿Para qué me necesitan? —preguntó—. ¿No debería ocuparse el jefe? —Recordaba haberse encargado de uno de aquellos ritos en su primer turno.
Eren se metió algo en la boca y masticó. Negó con la cabeza.
—Oiga, con todo lo que está leyendo ahí dentro, también podría ponerse al día con la Orden. Creo que ha cambiado un poco desde la última vez que la consultó. El oficial de mayor rango del turno es quien se encarga de completar el rito. En condiciones normales sería yo…
—Pero como estoy despierto, me toca a mí. —Donald cerró la puerta. Echaron a andar pasillo abajo.
—Exacto. Aquí los jefes tienen menos responsabilidades a cada turno que pasa. Ha habido… problemas. Pero estaré a su lado y lo ayudaré con el guión. Ah, y quería saber cuándo termina el turno de los pilotos. El último se está preparando para dormir ahora mismo. Están ocupándose de ello abajo.
Donald se animó al oírlo. Por fin. Lo que estaba esperando.
—¿Así que la armería está vacía? —preguntó, incapaz de disimular su alegría.
—Sí, señor. No más vuelos de momento. Sé que no le gusta arriesgar los pájaros.
—Exacto, exacto. —Agitó la mano en el aire mientras doblaban la esquina—. Cuando terminen, restrinja el acceso a la armería. Que nadie entre allí salvo yo.
Eren aminoró el paso.
—¿Salvo usted, señor?
—Mientras dure mi turno —precisó Donald.
En el pasillo se cruzaron con Gable, que llevaba tres tazas de café atrapadas en una telaraña de dedos. Gable sonrió y los saludó con un asentimiento de la cabeza. Donald recordaba haber ido a buscar café para otros cuando era el jefe del silo. Ahora, eso era prácticamente lo único que hacía su sucesor. No podía evitar la sensación de que parte de la culpa era del primer turno.
Eren bajó la voz.
—Conoce su historia, ¿no? —Le dio un mordisco a algo y siguió masticando.
Donald miró hacia atrás.
—¿A quién se refiere, a Gable?
—Sí. Estuvo en Operaciones hasta hace unos pocos turnos. Se vino abajo. Pidió congelación profunda. El médico que estaba por entonces de guardia le ofreció la posibilidad de una degradación. Estábamos perdiendo demasiada gente y los turnos estaban empezando a solaparse. —Hizo una pausa y tomó otro bocado. Olía a algo que Donald conocía. Al ver que lo estaba mirando, el otro se lo ofreció—. ¿Un poco de bagel? —preguntó—. Están recién hechos.
Donald podía notarlo por el olor. Eren le cortó un trozo. Seguía caliente.
—No sabía que pudiéramos preparar algo así —comentó Donald mientras se metía el trozo en la boca.
—El nuevo chef acaba de empezar el turno. Está experimentando con toda clase de cosas. Ha hecho…
Donald no escuchó el resto. Estaba recordando. Un día frío, Helen fue a visitarlo a DC con la perra. Había venido en coche desde Savannah. Pasearon alrededor del Lincoln Memorial y aunque todavía faltaba una semana para que florecieran los cerezos, ya asomaban puntitos de color aquí y allá. Pararon para comprar bagels recién hechos, que aún estaban calientes. Y el olor a café…
—Acabe con eso —dijo señalando el resto del bollo de Eren.
—¿Señor?
Se encontraban casi en la esquina que precedía a la sala de comunicaciones.
—No quiero que el chef siga haciendo experimentos. Dígale que se ciña a lo habitual.
Eren parecía confuso. Tras un momento de vacilación, asintió.
—Sí, señor.
—No puede salir nada bueno de eso —le explicó Donald. Y mientras Eren asentía, esta vez con más energía, Donald se dio cuenta de que había empezado a pensar como aquella gente a la que aborrecía. Un velo de decepción cubrió el rostro de Eren y Donald sintió el repentino impulso de levantarlo, de agarrar al hombre por los hombros y preguntarle qué demonios esperaban conseguir con toda esa miseria y todo ese pesar. Tendrían que comer cosas que les trajeran recuerdos, claro que sí, y hablar sobre los días que habían dejado atrás.
Pero en lugar de decir nada, continuó por el pasillo, sumido en el silencio y la incomodidad.
—Bastantes de los jefes salen de Operaciones —dijo Eren al cabo de un rato, volviendo al tema de Gable—. Yo fui oficial de comunicaciones durante mis dos primeros turnos, ¿sabe? El tipo al que he reemplazado, el jefe de Operaciones del último turno, era del departamento médico.
—¿O sea, que no es usted un loquero? —preguntó Donald.
Eren se echó a reír y Donald se acordó de Victor, que se había saltado la tapa de los sesos. Aquel lugar no duraría mucho. Había baldosas agrietadas en el centro de la sala. No tenían repuestos para las baldosas. Las de los lados estaban en mucho mejor estado. Se detuvo a la entrada de la sala de comunicaciones y examinó el desgaste que había sufrido aquel espacio centenario. Las paredes tenían marcas de roces en la parte baja, sobre todo a la altura de las manos y los hombros, pero menos en los demás sitios. Los patrones de desgaste en los suelos de la instalación mostraban por dónde discurría el tráfico humano. En aquel lugar, lo mismo que en la gente que lo habitaba, el desgaste no estaba distribuido con regularidad.
—¿Se encuentra usted bien, señor? —preguntó Eren.
Donald levantó la mano. Era consciente de que lo esperaba mucha gente en la sala de comunicaciones. Pero estaba reflexionando sobre cómo diseñan los arquitectos una estructura para que dure. Utilizaban ciertos cálculos, un promedio de fuerzas y desgastes sobre una estructura entera, de manera que cada viga y cada puntal sustentase la parte de la carga que le toca. En conjunto, el edificio resultante podría soportar la fuerza de un huracán o un terremoto, pues contaba con redundancias en cantidad más que de sobra. Pero el estrés y el desgaste reales no eran tan amables como los huracanes de las simulaciones creadas por los ordenadores. Ocultos en aquellos vientos simulados había mortíferos fragmentos de acero. Y cuando chocaban contra algo eran como bombas. Del mismo modo que el centro de una sala podía recibir una carga de desgaste mayor de la que le correspondía, había gente dentro de un turno que se llevaría lo peor.
—Creo que nos están esperando, señor.
Donald apartó los ojos de las marcas de desgaste para mirar a Eren, aquel joven de ojos brillantes, olor a bagel en el aliento y cabellera espléndida. Las comisuras de sus labios se doblaban hacia arriba formando una sonrisa cálida que era como una cicatriz de esperanza.
—Bien —dijo. Invitó a Eren a pasar y lo siguió caminando por el centro, como todo el mundo.