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2049

Condado de Fulton, Georgia

La excavadora emitió un rugido gutural al ascender trabajosamente por la colina, mientras expelía un géiser de monóxido de carbono por el tubo de escape. Al llegar a la cúspide, un cargamento de tierra cayó en avalancha desde su cubeta erizada de dientes, y Donald se dio cuenta de que, más que trepar por la colina, estaba creándola.

Por toda la obra estaban apareciendo montículos de tierra recién removida como aquel. Entre ellos —a través de aberturas temporales dispuestas como una especie de laberinto ordenado—, los camiones de carga se llevaban la tierra y las rocas de los cavernosos pozos que estaban abriéndose en el suelo. Donald, que conocía los planos topográficos, sabía que algunas de aquellas aberturas se cerrarían dejando poco más que un pliegue apenas visible en el punto donde cada colina se juntaba con la siguiente.

En pie sobre uno de aquellos montículos en crecimiento, observaba la danza de la maquinaria pesada mientras Mick Webb hablaba sobre retrasos con un contratista. Con sus camisas blancas y las corbatas ondeando al viento, los dos congresistas parecían fuera de lugar en medio de todo aquello. Quienes estaban en su sitio eran los hombres de rostro con la piel curtida, callos en las manos y nudillos prominentes. Mick y él, con las chaquetas bajo el brazo y manchas de sudor cada vez más grandes, provocadas por el húmedo calor de Georgia, estaban —teóricamente— al mando de aquel desmedido e inmenso caos.

Otra excavadora dejó un montículo de tierra en el suelo mientras Donald dirigía la mirada hacia el centro de Atlanta. Más allá del enorme claro abierto en las colinas, por encima de las copas de los árboles aún despojadas de hojas por el invierno en retirada, se alzaban las torres de vidrio y acero de la vieja ciudad sureña. Habían despejado un rincón completo del condado de Fulton. A un lado se veían aún los restos de un campo de golf, donde las máquinas todavía no habían removido el suelo. Junto al aparcamiento principal, en una zona de descarga tan grande como varios campos de fútbol, descansaban millares de contenedores de carga con material de construcción, más del que Donald creía necesario. Pero estaba aprendiendo sobre la marcha que así es cómo funcionan los proyectos del gobierno, donde las expectativas públicas son tan elevadas como el presupuesto. Las cosas se hacían de manera excesiva o no se hacían. Los planes que le habían ordenado trazar tenían dimensiones rayanas en la locura y su edificio ni siquiera era un componente necesario de la instalación. Sólo estaba allí como eventualidad para el peor de los escenarios posibles.

Entre Donald y el campo de contenedores se extendía una amplia ciudad de remolques. Algunos hacían las veces de oficinas, pero la mayoría servían como alojamientos. Era allí donde los millares de hombres y mujeres que trabajaban en las obras podían quitarse el casco, cambiarse de ropa al final de la jornada y disfrutar de un bien merecido descanso.

Sobre muchos de los remolques ondeaban banderas, pues el personal contratado para aquella obra era tan multinacional como una villa olímpica. Las barras de combustible nuclear agotado del mundo entero descansarían un día bajo el prístino suelo del condado de Fulton. Eso significaba que al mundo entero le interesaba el éxito del proyecto. La pesadilla logística que suponía esto no parecía preocupar a quienes se lucraban con él. Mick y él estaban descubriendo que muchos de los retrasos iniciales que se estaban produciendo podían atribuirse a las barreras idiomáticas, pues la mayor parte de las cuadrillas eran incapaces de comunicarse entre sí y, a todas luces, habían dejado de intentarlo. La gente se limitaba a trabajar en la parte de los planos que le tocaba, con la cabeza gacha, y a ignorar el resto.

Más allá de aquella ciudad provisional de casitas de metal se extendía el enorme aparcamiento del que habían salido Mick y él. Podía ver allí su coche de alquiler, el único eléctrico (y por ende silencioso) de todo el lugar. Pequeño y plateado, parecía amilanado entre los estruendosos camiones y volquetes que lo rodeaban por todas partes. Y así era exactamente como se sentía Donald, tanto en aquella colina como en la del Capitolio, en Washington.

—Dos meses de retraso.

Mick le dio en el brazo con el portapapeles.

—Eh, ¿me has oído? Empezaron a excavar hace sólo seis meses y ya llevan dos de retraso. ¿Cómo es posible tal cosa?

Donald se encogió de hombros mientras abandonaban la compañía de los ceñudos capataces y descendían por la ladera de la colina en dirección al aparcamiento.

—Puede que porque han elegido a unos representantes que fingen hacer un trabajo que debería corresponder al sector privado —respondió.

Mick se echó a reír y le apretó el hombro.

—¡Caray, Donny, hablas como un puñetero republicano!

—¿Sí? Tengo la sensación de que esto nos supera. —Señaló la depresión que estaban rodeando, una profunda cuenca abierta en la tierra. Varios camiones hormigonera estaban vertiendo cemento en el agujero que tenía en el centro. Unos cuantos más esperaban tras ellos, con el depósito trasero girando impacientemente.

—¿Te das cuenta —dijo Donald— de que uno de esos agujeros va a albergar el edificio que me han hecho diseñar? ¿No te da miedo? Todo ese dinero… Y esa gente… A mí me aterroriza.

Mick le clavó los dedos en el cuello dolorosamente.

—Tómatelo con calma. Y ahórrame las reflexiones psicológicas.

—Lo digo en serio —continuó Donald—. Miles de millones de dólares de los contribuyentes van a terminar enterrados, en una cosa diseñada por mí. Hasta ahora parecía algo… abstracto.

—Escúchame, aquí lo de menos son tus planos o incluso tú mismo. —Mick tocó a su amigo con el portapapeles y señaló con él el campo de contenedores. Al otro lado de una nube de polvo, un tipo alto con sombrero vaquero los saludó con el brazo—. Además —dijo Mick mientras se dirigían hacia él—, ¿qué probabilidades hay de que alguien llegue a utilizar tu pequeño búnker? Estamos hablando de independencia energética. Del final del carbón. Mira, es como si todos los demás estuviéramos construyendo una gran mansión por aquí mientras tú estás en un rincón, deprimido porque no sabes dónde vas a colgar el extintor…

—¿Mi pequeño búnker? —Donald levantó la chaqueta para protegerse la boca de una nube de polvo que el viento empujaba hacia ellos—. ¿Sabes cuántos pisos de profundidad tendrá? Si estuviera sobre la superficie, sería el edificio más alto del mundo.

Mick se echó a reír.

—No por mucho tiempo. Lo has diseñado tú.

El tipo del sombrero vaquero se les acercó. Esbozó una gran sonrisa mientras caminaba por el polvo para llegar junto a ellos, y finalmente Donald reconoció su rostro, que había visto varias veces en televisión: Charles Rhodes, gobernador de Oklahoma.

—¿Sois los chicos del senador Tawman?

El gobernador Rhodes sonrió. Tenía un acento auténtico, a juego con su sombrero auténtico, sus botas auténticas y su hebilla auténtica. Apoyó las manos sobre las anchas caderas. Llevaba un portapapeles en una de ellas.

Mick asintió.

—Sí, señor. Soy el congresista Webb y éste es el congresista Keene.

Le estrechó la mano. Donald lo hizo a continuación.

—Gobernador —dijo.

—Tengo vuestro pedido. —Señaló la zona de descarga con el portapapeles—. Casi cien contenedores. Irán llegando más todas las semanas. Necesito que alguno de vosotros me firme aquí.

Mick alargó la mano y cogió el portapapeles. Donald vio la oportunidad de preguntar algo sobre el senador Turman, una cosa que imaginaba que conocería un antiguo camarada de guerra.

—¿Por qué lo llaman Tawman[1]? —preguntó.

Mick hojeó el documento del portapapeles, cuyas páginas mantenía en su sitio la fuerza de la brisa.

—No es la primera vez que oigo que lo llaman así a sus espaldas —explicó Donald—. Pero me daba miedo preguntar.

Mick apartó la mirada del portapapeles con una sonrisa en los labios.

—Porque fue un asesino a sangre fría en la guerra, ¿a que sí?

Donald se encogió. El gobernador Rhodes se echó a reír.

—No es por eso —dijo—. Es cierto, pero no es por eso.

Los miró alternativamente. Mick le pasó a Donald el portapapeles y señaló la página que correspondía a la instalación de alojamiento de emergencia. Donald examinó la lista de materiales.

—¿Sabéis algo sobre la ley anticriogenia? —preguntó el gobernador. Le ofreció a Donald una pluma, como si esperase que se limitara a firmar el documento sin examinarlo con demasiado detenimiento.

Mick negó con la cabeza y se protegió los ojos del sol de Georgia.

—¿Anticriogenia? —preguntó.

—Sí. Joder, supongo que se promulgó antes de que nacieseis. El senador Tawman fue el que firmó la ley que ilegalizó los tratamientos criogénicos. Prohibió que esas empresas se aprovecharan de los ricos transformándolos en cubitos de hielo. Luego, la ley pasó por el Tribunal Supremo, que la aprobó por cinco votos contra cuatro, y de repente hubo que descongelar a decenas de miles de tíos con más dinero que sentido común y enterrarlos como Dios manda. ¡Era gente que se había dejado congelar con la esperanza de que la medicina del futuro descubriese la manera de sacar sus millonarias cabezas de sus millonarios culos!

El gobernador se echó a reír y Mick lo secundó. Una línea del informe captó la atención de Donald. Dio la vuelta al portapapeles y se lo mostró al gobernador.

—Esto… Aquí pone dos mil rollos de fibra óptica, pero estoy seguro de que en mis especificaciones decía sólo cuarenta.

—A ver. —El gobernador Rhodes cogió el portapapeles y sacó un bolígrafo de su bolsillo. Apretó el botón superior tres veces, tachó la cantidad y escribió una nueva cifra al lado.

—Espere, ¿y el precio?

—El precio es el mismo —respondió el gobernador—. Tú limítate a firmar abajo.

—Pero…

—Hijo, por eso los martillos le cuestan al Pentágono su peso en oro. Se llama «contabilidad del gobierno». Sólo necesito una firma, por favor.

—Pero es cincuenta veces más fibra de la que necesitamos —protestó Donald. Pero al mismo tiempo que lo hacía garabateó su nombre en el espacio correspondiente. Le pasó el portapapeles a Mick, que firmó por el resto del material.

—Oh, no pasa nada. —Rhodes cogió el portapapeles y se dio un tironcito en el ala del sombrero—. Seguro que le encontraremos alguna utilidad.

—Oiga, una cosa —terció Mick—. Me acuerdo de aquella ley contra la criogenia. Estudiamos el caso en la Facultad de Derecho. Hubo algunas demandas, ¿no? ¿No denunciaron algunas familias a los federales por asesinato?

El gobernador sonrió.

—Sí, pero no llegaron demasiado lejos. Es difícil demostrar que has matado a alguien cuando la ley ya lo ha declarado muerto. Y luego estaba el asunto de las inversiones de Tawman. Literalmente, le salvó el pellejo.

Introdujo el pulgar por debajo del cinturón e hinchó el pecho.

—Resulta que había invertido una fortuna en una de las empresas de criogenia antes de investigar más y replantearse las… consideraciones éticas. Puede que el viejo Tawman perdiese el dinero, pero eso le salvó el culo en Washington. Lo hizo quedar como una especie de santo. Sólo habría quedado mejor si hubiera enterrado a su querida y vieja madre con todos los demás.

Mick y el gobernador se echaron a reír. Donald no entendía qué les parecía tan gracioso.

—Muy bien. Cuidaos, muchachos. El buen estado de Oklahoma tendrá otro cargamento preparado para vosotros dentro de pocas semanas.

—Suena bien —dijo Mick mientras aceptaba la enorme zarpa de aquel oriundo del Medio Oeste.

Donald le estrechó la mano a continuación y luego regresó con Mick al vehículo de alquiler. Sobre sus cabezas, por delante del resplandeciente azul del cielo sureño, unas hileras de vapor parecidas a finas hebras de hilo blanco marcaban la trayectoria de los numerosos reactores que despegaban del aeropuerto internacional de Atlanta. Y cuando el ronco estrépito de las máquinas remitió un momento, los cánticos de los manifestantes antinucleares se dejaron oír al otro lado de las verjas de seguridad. Mientras traspasaban la puerta para entrar en el aparcamiento, el guardia los saludó con el brazo.

—Oye, ¿te importa si te dejo en el aeropuerto un poco antes? —preguntó Donald—. Me gustaría coger un vuelo anterior y llegar a Savannah antes de que anochezca.

—Ya —dijo Mick con una sonrisa—. Es decir, que has quedado con alguna tía esta noche.

Donald se echó a reír.

—Vale, tío. Me abandonas para estar con tu mujer. ¿Te parece bonito?

—Gracias.

Mick sacó las llaves del coche de alquiler.

—¿Sabes?, esperaba que me invitases. Podría cenar con vosotros y quedarme en vuestra casa a dormir. Así saldríamos a tomar algo por ahí, como antes.

—Ni lo sueñes —rehusó Donald.

Mick le colocó una mano en la nuca y apretó.

—Sí, bueno, feliz aniversario de todos modos.

Donald se encogió al sentir el apretón de su amigo en el cuello.

—Gracias —respondió—. Saludaré a Helen de tu parte.