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2323 Duodécimo año

Silo 17

Solo no tomó la decisión de partir un día a sondear las profundidades del silo. Sucedió sin más. Con el paso de los años había explorado bastante en ambas direcciones, se había ocultado al oír los ruidos de las luchas de los demás y había encontrado los mensajes que dejaban, pero estos encuentros se habían vuelto cada vez más raros, así que sus exploraciones se habían vuelto cada vez más audaces. Fue la curiosidad, tanto como la desesperación, lo que lo impulsó hacia abajo. Fueron estas cosas las que acabaron con sus días de soledad.

Iba saqueando a medida que avanzaba. En el piso ciento veinte descubrió las granjas inferiores y las señales que dejaron quienes habían vivido allí. Nunca había estado tan abajo. Los que habían sobrevivido a los primeros días instalaron sistemas improvisados de cables y tuberías por todas las granjas. Sólo encontró zanahorias y remolachas entre la maleza y se marchó de allí con la sensación de que lo seguía la mirada de los fantasmas. Al salir se dio cuenta de lo cerca que estaba de la fabulosa Suministros —objeto de muchas de las conversaciones que había oído por la radio—, así que siguió descendiendo en espiral. Suministros era la tierra de la abundancia, según decían. La promesa de una batería y un abrelatas lo empujó hacia allí.

La puerta de Suministros estaba cerrada. Solo sintió que unos ojos se clavaban en él mientras se acurrucaba junto a la entrada y pegaba la oreja al frío acero. Había como una palpitación que, más que oír, se sentía. Parecía muy lejana, como si los pulmones del silo resollaran y silbaran en algún lugar remoto. Volvió a probar con la puerta. No cedía. No había cerraduras visibles en el exterior, sólo las mismas manijas verticales de todas las entradas, con el tamaño justo para una mano.

Retrocedió hasta la escalera. Se agarró a la barandilla con las dos manos y escuchó. Escuchó con mucha atención. Al cabo de un rato, empezó a oír los latidos de su propio corazón. Entonces supo que había escuchado bien.

No había fantasmas. No se percibía ningún temblor en la barandilla. Revisó el fusil, se aseguró de que no tuviese el seguro puesto y se lo apoyó contra el hombro. Apuntó al espacio intermedio entre las dos hojas, donde se encontraban las manijas. Se imaginó una lata colocada en aquel punto, imaginó que le daba una patada, trató de no ver el pecho de un hombre. Apretó el gatillo tan lenta y gradualmente que cuando el cañón escupió la bala, lo sobresaltó. La detonación del disparo reverberó arriba y abajo del silo. Un fuerte estallido seguido por una docena de ecos. Solo volvió a apuntar y disparó de nuevo. Y por tercera vez. BUM. BUM. Por todas partes, los fantasmas estarían corriendo a ocultarse, supuso. Era Solo, pero su fusil era un compañero estruendoso.

Se colgó la correa del arma del hombro y volvió a acercarse a las puertas. Una de ellas se movía un poco. Solo retrocedió un paso y le propinó un puntapié, a pesar de que se abría hacia fuera, para intentar quebrar lo que fuera que la mantenía cerrada. Cuando volvió a tirar, la puerta se abrió con un fuerte chirrido. Una lluvia de escombros cayó sobre el rellano desde el interior. Los agujeros abiertos por los proyectiles del interior de la puerta eran mucho más grandes que los del exterior y el metal estaba levantado en varios sitios. Impactos brillantes cuyos bordes cortaban, como descubrió Solo al rozarlos con el dedo.

El silencio del interior de Suministros resultaba imponente tras el estruendo del fusil. Solo se acercó a un mostrador que se extendía de pared a pared. No era macizo en toda su extensión, así que podía meterse por debajo, reptando. Entonces vio que tenía unas bisagras de metal en los mismos puntos que permitían levantarlo para pasar.

Tras el mostrador había estantes elevados y pasillos repletos de cosas de todas clases. Creyó oír el chirrido de unos arañazos, pero sólo era una de las puertas, que volvía a cerrarse impulsada por unos goznes con un sistema de resorte. Mientras echaba a andar de puntillas entre los escombros se descolgó el fusil de la espalda. Por si acaso.

Habían registrado a conciencia las cajas de los estantes. Muchas se las habían llevado enteras. Algunas estaban volcadas y su contenido esparcido por el suelo. A Solo, Suministros le parecía una ferretería y poco más. Había cajas y más cajas de pequeñas piezas de metal: remaches, tuercas, tornillos, arandelas, alcayatas y bisagras. Metió la mano en un cubo de arandelas, sacó un puñado y dejó que le resbalaran entre los dedos. Llovieron sobre el suelo con estrépito.

Pasillo adentro las piezas eran más grandes. Había bombas y tramos de tubería enteros, cubos llenos de empalmes, codos y tapas para aquéllas. Anotó mentalmente la posición de todo. Pensó en los increíbles proyectos que podía abordar.

Más allá de los pasillos se extendía un corredor en las dos direcciones, con puertas a ambos lados. Estaba a oscuras. Sacó la linterna del bolsillo del pecho y apuntó el haz hacia la negrura. Tenía que registrar las estanterías en busca de baterías, pero algo lo llamaba desde aquel corredor. Había algo extraño. Basura en el suelo. Olía a tomates. Un olor dulzón como el del jugo de las latas, no el de los naturales.

Se inclinó y recogió una lata. Aún tenía algo de pasta de tomate pegada a la tapa. La tocó con el dedo y descubrió que no estaba dura, como siempre sucedía al cabo de pocos días, sino todavía líquida. Se llevó el dedo a la lengua y el sabor fue como una descarga eléctrica en sus sentidos, un estremecimiento fruto de lo que significaba. Empuñó el fusil, se pasó la correa por encima de la cabeza y apoyó la culata en el hombro. Sujetó la linterna y la empuñadura del arma con la misma mano y apoyó el cañón sobre la luz. La boca del arma dividió el haz en dos a la altura del techo y dejó una zona de sombra sobre él.

Solo apuntó hacia el interior del pasillo y esperó. La linterna temblaba. Avanzó por un pasillo que parecía estar conteniendo el aliento.

Todas las puertas que comprobó estaban abiertas. Entraba, con el dedo apoyado en el gatillo, y se encontraba salas llenas de sombras. Había máquinas apagadas. Equipos para cortar y soldar, para dar forma y fundir, todos ellos recubiertos de óxido. Sólo revelaban su presencia cuando la luz de la linterna bailaba sobre ellos. Durante un breve segundo, cada una de las máquinas aparecía en medio de la oscuridad como un hombre con los brazos alzados y a punto de saltar. Había más puertas en las paredes de aquellas salas. Un laberinto de almacenes. Se veían escombros esparcidos por todas partes. Las evidencias del éxodo original se habían perdido desde entonces entre la pugna por sobrevivir.

Una de las salas olía de manera rara, como a electricidad, como su fusil cuando despedía un casquillo usado después de disparar. Sus paredes parecían carbonizadas. La oscuridad se tragó la luz de su linterna. Avanzó hasta la siguiente puerta, más lejos aún de las luces verdes de emergencia que llegaban desde la escalera y se filtraban entre los altos estantes de tornillos y tuercas.

Un brillo ominoso emanaba del final del pasillo. Una puerta abierta. Solo creyó oír algo. Contuvo la respiración y esperó. Ni un susurro, solamente los latidos de su corazón. Posiblemente no hubiera sido nada. Pensó en los miles de personas que vivían antes en el silo. ¿Cuántas habrían sobrevivido como él? ¿Cuántos trabajaban aún los restos de las granjas, rebañaban el interior de las latas con la parte plana del cuchillo en busca de las calorías que quedaban en el fondo, atentos también a las manchas de óxido? Puede que únicamente él, ya. Únicamente Solo.

Por la siguiente puerta salía algo de luz. Se aproximó a ella con cautela, enfadado con sus propias botas por los chirridos delatores que hacían, y la abrió con el extremo del cañón. Recordó lo que se sentía al disparar a un hombre desde lejos, al ver cómo salía escupida la sangre de su pecho. La linterna parpadeó un par de veces; otra broma de la batería. Soltó el fusil y le dio un par de golpes contra el muslo hasta que volvió a encenderse. Se asomó a la habitación para averiguar qué había allí dentro.

Un triángulo de luz cortaba el suelo, un triángulo de luz procedente de un círculo. Era otra linterna.

Solo tragó saliva, sobresaltado por aquel descubrimiento fortuito. Avanzó con paso firme esparciendo latas y restos de basura y se arrodilló junto a la linterna. Apagó la suya, se la guardó en el bolsillo y recogió la otra. Su luz era muy potente. Recorrió la habitación con el haz, emocionado. Aquello era lo que había ido a buscar. No sólo una batería nueva, sino una linterna. La batería de su descubrimiento le duraría años si tenía cuidado, si la administraba bien. Pero no más de unos días si se la dejaba encendida por accidente.

Unos días.

Sintió como si le hubieran echado un cubo de agua fría sobre la columna vertebral. La oscuridad se cerró a su alrededor. Empezó a oír susurros imaginarios procedentes de las sombras y se dio cuenta de que la linterna estaba caliente. ¿Lo estaba cuando la había recogido?

Se levantó. Una lata vacía resonó estruendosamente al recibir un golpe de su bota. Solo comprendió que estaba haciendo muchísimo ruido, que había llevado una cantidad enorme de luz y vida a un espacio de oscuridad y muerte. Retrocedió hacia la puerta con el arma apoyada en el hombro, asaltado por la sensación de que se le acercaban manos desde todas direcciones, uñas largas de gente perdida, decididas a hundirse en su carne.

Estuvo a punto de soltar la linterna al volverse hacia la salida. El fusil golpeó contra la jamba de la puerta y le presionó el dedo. Hubo un destello cegador en medio de un pasillo negro como el carbón, un estruendo que parecía anunciar el fin del mundo, una sacudida del arma. Y entonces Solo echó a correr. Corrió hacia los estantes, donde todavía llegaba un poco de luz de la escalera. Corrió perseguido por cosas imaginarias, sin sitio en su mente aterrorizada para la verdad de que había llevado el terror a quienes vivían allí, de que al llevarse la nueva y flamante linterna había dejado a alguien sumido en el estruendo del disparo y en la misma negrura absoluta que él acababa de abandonar.