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Silo 1

Donald empujó la silla de ruedas vacía de regreso al despacho del doctor Wilson. La manta húmeda, colgada de los brazos, arrastraba un extremo sobre el suelo. Se sentía entumecido. Aquella mañana había soñado con dar vida, no con quitarla. La irreversibilidad de lo que había hecho comenzaba a asentarse en su interior y a Donald le resultaba difícil tragar, respirar. Se detuvo en el pasillo y pensó en qué se había convertido. Arquitecto inconsciente. Prisionero. Títere. Verdugo. Llevaba la ropa de otro hombre. Su transformación lo horrorizó. Sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas y se los secó con furia. Lo único que necesitaba era pensar en Helen y Mick, en la vida que le habían arrebatado. Todo cuanto desembocaba en aquel momento en el tiempo, en su despertar en aquel silo, había sido obra de otros. Podía sentir los hilos sueltos que colgaban de sus codos y sus rodillas. Era un títere que empujaba una silla de ruedas vacía de regreso al lugar donde debía estar.

Dejó la silla en su sitio y le puso el freno. Sacó el recipiente de plástico de su bolsillo y barajó la posibilidad de robar una o dos dosis más. Tenía la sensación de que iba a costarle dormir.

El recipiente volvió al armarito donde se guardaban los vacíos. Al volverse, Donald vio una nota en mitad de la camilla:

Se ha olvidado de esto.

Wilson

La nota estaba pegada a una carpeta fina. Donald se acordó de que se la había dejado al doctor Wilson junto con las pertenencias del técnico del reactor. El viaje a las otras dos taquillas estaba borroso en su mente. Lo único que recordaba era que había recogido su teléfono, que había hecho las conexiones en su mente, que se había dado cuenta de que, en el último momento, Anna había conseguido convencer a Mick y a Turman de que hiciesen un cambio que no tenía sentido, algo que sólo era posible por la influencia que ejercía una hija sobre su padre. Y así, le habían arrebatado la vida.

La carpeta estaba en la taquilla que Anna mencionaba en el mensaje enviado a su padre. Ahora parecía intrascendente. Cogió la nota del doctor Wilson y la tiró a la papelera. Recogió la carpeta con la intención de volver al camastro y tratar de dormir un poco. Pero, casi sin darse cuenta, la abrió.

Sólo contenía un documento. Una vieja hoja de papel. Estaba amarilleada y arrugada por los bordes, parte de los cuales se había desprendido con el paso de los años. Bajo un texto de interlineado simple había cinco firmas, algunas más floridas y otras más discretas. La cabecera del documento rezaba, en gruesas letras: «RE: El PACTO».

Donald dirigió una mirada de reojo hacia la puerta. Se volvió, se acercó a la mesa del ordenador, colocó la carpeta junto al teclado y se sentó. El mensaje de Anna a su padre tenía el mismo encabezado y estaba marcado como urgente. Lo había leído un par de veces para tratar de adivinar su significado. Y el número que contenía lo había llevado hasta aquella carpeta.

Estaba familiarizado con el Pacto de los silos, el documento de gobierno que establecía las bases de su existencia y el control de las poblaciones mediante la lotería, y dictaba los distintos castigos, de las multas a las limpiezas. Pero aquella hoja era demasiado breve para ser el Pacto. Parecía uno de los memorandos de los viejos tiempos en Capitol Hill.

Donald leyó:

A todos:

Ya habíamos comentado anteriormente que con diez instalaciones bastaría para nuestros fines y que con un lapso de un siglo sería suficiente para realizar una limpieza adecuada. Como todos los miembros de este Pacto están familiarizados con las realidades de la práctica presupuestaria y saben perfectamente que los planes de batalla resultan infructuosos una vez que se dispara la primera bala, supongo que nadie se sorprenderá al saber que los hechos han alterado nuestras previsiones. Ahora se nos piden treinta instalaciones y un lapso de dos siglos. El equipo técnico me ha asegurado que sus avances permiten que sea factible. No obstante, puede que haya que revisar de nuevo las cifras.

En la última reunión se mencionó también la posibilidad de permitir que lleguen dos instalaciones al día, a efectos de redundancia (o al menos, la de mantener una segunda en reserva). No se ha considerado aconsejable. Es preferible mantener todos los huevos en la misma cesta que arriesgarse a que eclosionen dos o más de ellos. Puesto que es una fuente de creciente controversia, esta enmienda al Pacto original deberá quedar firmada por todos los miembros fundadores y pasará a tener fuerza de ley. Yo mismo asumiré la responsabilidad de trabajar en el turno y apretar el botón, por decirlo así. Las probabilidades de supervivencia a largo plazo alcanzan un 42 por ciento en las últimas simulaciones. Quiero aprovechar para felicitarlos a todos por su extraordinario trabajo.

V.

Donald volvió a examinar las firmas. Estaba el sencillo trazo de Turman, que había visto infinitas veces en memorandos y leyes en Capitol Hill. Otra podía ser la de Erskine. Luego había una que parecía la de Charles Rhodes, el presuntuoso gobernador de Oklahoma. Las demás eran ilegibles. El documento no estaba fechado.

Volvió a leerlo. La comprensión llegó lentamente, plena de dudas al principio, pero cada vez más firme. Había una lista que recordaba haber visto en un turno anterior, una clasificación de silos. El número Dieciocho estaba muy arriba. Por eso Victor había luchado tanto por salvar la instalación. La decisión que mencionaba en el mensaje, la de apretar el botón… ¿Había dicho algo sobre eso en la nota que le había dejado a Turman? ¿En la confesión que había escrito antes de quitarse la vida? Decía que no sabía si sería capaz de tomar una decisión.

«Todos los huevos en la misma cesta». Era un dicho popular. Donald se recostó en el asiento al mismo tiempo que una de las bombillas de la lámpara que el doctor Wilson tenía en la mesilla comenzaba a parpadear. Las bombillas no estaban hechas para durar tanto. Se apagaban, pero había redundancias.

«Un solo huevo». Porque ¿qué se harían unos a otros si se permitía que eclosionase más de uno?

La lista.

La razón de que le fuese tan fácil unir las piezas es que ya lo sabía. Siempre lo había sabido. ¿Cómo podía ser de otro modo? Los muy cabrones no tenían la menor intención de permitir que los hombres y las mujeres de los silos fuesen libres. No. Sólo podía quedar uno. Porque ¿qué se harían unos a otros si se encontraban, al cabo de cientos de años, en las colinas del exterior? Donald había diseñado aquel lugar. Tendría que haberlo sabido desde el comienzo. Era un arquitecto de la muerte.

Pensó en la lista, en la clasificación de los silos. El primero era el único que importaba. Pero ¿en qué se basaban para elaborarla? ¿Hasta qué punto era arbitraria la decisión? Todos los huevos sacrificados menos uno. ¿Con qué esperanza? ¿Qué plan? ¿El de que las diferencias y luchas entre los habitantes de un silo se podían superar mientras que las que separaban a los silos no?

Donald tosió sobre su mano temblorosa. Comprendió lo que Anna había querido decirle. Y ahora era demasiado tarde. Demasiado tarde para obtener respuestas. Así era la vida y la muerte, y en un lugar que las ignoraba a ambas, él se había olvidado. No habría despertar para nadie. Sólo confusión y pesar. Su única aliada había desaparecido.

Pero había otra persona a la que podía despertar, la persona que había sido su objetivo original. Era un gran poder el suyo, el de despertar a los muertos. Se estremeció al comprender lo que significaba el Pacto en realidad, aquel pacto de locos que habían conspirado para destruir el mundo.

—Es un pacto suicida —susurró, y sintió que las paredes de hormigón del silo se cerraban a su alrededor, lo envolvían como la cáscara de un huevo. Un huevo que nunca eclosionaría. Porque ellos, aquel pozo de víboras, eran los más peligrosos de todos, y nadie estaría a salvo si sobrevivían. Los niños y las mujeres sólo estaban en los botes salvavidas para que los hombres del silo Uno no desesperaran y siguieran trabajando en sus turnos. Pero estaban condenados a ahogarse. Todos y cada uno de ellos.