80

Donald sacó los objetos de las otras dos taquillas como sumido en un sueño. Regresó en estado de aturdimiento al despacho del doctor Wilson, donde dejó los efectos personales del técnico del reactor. Le pidió algo que lo ayudara a dormir aquella noche y se fijó muy bien en el sitio del que sacaba las pastillas. Cuando Wilson se marchó al laboratorio con sus muestras, Donald cogió unas cuantas más. Las pulverizó dentro de un recipiente y luego añadió dos cucharadas del polvo con el que preparaban el amargo brebaje. No tenía plan concreto. Sus acciones se sucedían de manera robótica. Su vida estaba impregnada de una crueldad a la que quería poner fin.

Bajó hasta la zona de congelación profunda. Llevaba una silla de ruedas cargada de cosas, pero no le costó mucho encontrar la cápsula. Deslizó un dedo sobre la superficie de la máquina. Tocó con cautela su suave superficie, como si temiese cortarse con ella. Recordaba haber tocado su cuerpo de aquel modo, siempre asustado, incapaz de sucumbir del todo, de dejarse ir. Cuanto más agradable resultaba, más le dolía. Cada caricia había sido una afrenta para Helen.

Levantó el dedo y se lo agarró con la otra mano para contener una hemorragia imaginaria. Era peligroso estar allí. La desnudez de Anna se encontraba al otro lado de aquel cascarón acorazado y estaba a punto de abrirlo. Se volvió para contemplar la inmensidad de las salas de congelación profunda. Abarrotadas y al mismo tiempo solitarias. El doctor Wilson aún estaría algún tiempo en el laboratorio.

Se arrodilló a un lado de la cápsula y tecleó su contraseña. Una pequeña parte de él confiaba en que no funcionase. La capacidad de dar la vida o quitarla era un poder excesivo. Pero el panel pitó dando validez a su acción. Donald se agarró la mano para que no temblase y giró el dial tal como le habían enseñado.

Ya sólo quedaba esperar. A medida que la temperatura ascendía, su cólera se fue fundiendo. Cogió la bebida y la agitó. Se aseguró de que todo estuviera como debía.

En cuanto empezó a abrirse la tapa, Donald introdujo los dedos por la ranura y la empujó hasta el otro lado. Metió los brazos y extrajo con cuidado los tubos conectados a la aguja que Anna tenía en el brazo. De la aguja chorreó un líquido viscoso. Examinó el funcionamiento de la válvula de plástico que tenía a un lado y la giró hasta que cesó el goteo. Cogió la manta del respaldo de la silla, la desplegó y le rodeó los hombros con ella. El cuerpo de Anna ya empezaba a subir de temperatura. La escarcha resbalaba por la superficie interior de la cápsula y se congregaba en los pequeños canales que hacían las veces de desagües. La manta, comprendió Donald, era más que nada para él.

Anna se removió. Donald le retiró el pelo de la frente y vio que pestañeaba. Sus labios se abrieron y dejaron escapar un suave gemido, impregnado con décadas de sueño. Donald conocía bien la rigidez que la atenazaba, aquel frío profundo que se te metía hasta el fondo de las articulaciones. Detestaba lo que le habían hecho.

—Calma —dijo mientras ella empezaba a palpar el aire con miembros temblorosos. Ladeaba débilmente la cabeza de un lado a otro mientras murmuraba algo. Donald la ayudó a sentarse y luego volvió a ponerle la manta de manera que le tapase el cuerpo. La silla de ruedas descansaba en silencio a su lado, con una bolsa médica y un termo encima. Donald no hizo ademán de trasladarla allí.

Los ojos de Anna parpadearon varias veces y miraron en diferentes direcciones antes de posarse sobre Donald. Se entornaron ligeramente al reconocerlo.

—Donny…

Más que oír su nombre, Donald lo leyó en sus labios.

—Has venido a buscarme —susurró ella.

Donald veía cómo temblaba. Contuvo el impulso de acariciarle la espalda o rodearla con los brazos.

—¿Qué año es? —preguntó ella mientras se pasaba la lengua por los labios—. ¿Ha llegado el día? —Tenía los ojos muy abiertos y cubiertos por una pátina de húmedo temor. La escarcha a medio fundir resbalaba por sus mejillas.

Donald recordaba haberse despertado así, con sus últimos sueños aún prendidos de los pensamientos.

—Es el día de la verdad —respondió—. Eres la responsable de que yo esté aquí, ¿verdad?

Anna lo miró con expresión vacía. Su mente seguía nublada. Donald se dio cuenta por el parpadeo de sus ojos, por la manera en que mantenía abiertos sus labios resecos, por la lentitud de los procesos mentales, que tan bien recordaba por todas las veces que le habían hecho aquello mismo, todas las veces que lo habían despertado.

—Sí —asintió ella con un gesto casi imperceptible—. Papá no pensaba despertarnos nunca. La congelación profunda… —Su voz era un susurro—. Me alegro de que hayas venido. Sabía que lo harías.

Una de sus manos salió de debajo de la manta y se agarró al borde de la cápsula, como si quisiera incorporarse. Donald le puso una de las suyas en el hombro. Se volvió y cogió el termo de la silla de ruedas. Agarró la mano de Anna, la separó de la cápsula y puso la bebida en ella. Anna sacó la otra mano y dejó el termo sobre sus rodillas.

—Quiero saber por qué —dijo él—. ¿Por qué me trajiste aquí, a este sitio? —Miró las cápsulas que los rodeaban, aquellas tumbas antinaturales que mantenían la muerte a raya.

Anna lo miró fijamente. Estudió el termo y la pajita. Donald le soltó el brazo y metió la mano en el bolsillo. Sacó el teléfono. Anna desvió la mirada hacia allí.

—¿Qué hiciste aquel día? —le preguntó—. Tú me impediste hablar con ella, ¿verdad? Y la noche que nos encontramos para ultimar los planes…, todas las veces que Mick se saltó una reunión… también fuiste tú.

Una sombra pasó sobre el rostro de Anna. Algo profundo y oscuro apareció en él. Donald había esperado un desafío violento, una resolución acerada, una negación. Pero Anna sólo parecía triste.

—Hace tanto tiempo… —respondió negando con la cabeza—. Lo siento, Donny, pero fue hace mucho. —Sus ojos volaron un momento hacia la puerta, a su espalda, como si temiese algún peligro. Donald volvió la cabeza hacia allí y no dijo nada—. Tenemos que salir de aquí —continuó con voz débil y lejana—. Donny… Mi padre… Hicieron un pacto…

—Quiero saber lo que hiciste —la interrumpió él—. Cuéntamelo.

Anna negó de nuevo con la cabeza.

—Lo que hicimos Mick y yo… Donny, en aquel momento nos pareció lo correcto. Lo siento. Pero tengo que decirte otra cosa. Algo más importante. —Hablaba en voz baja, sigilosa. Se pasó la lengua por los labios y miró la pajita, pero Donald no apartó la mano de su brazo—. Papá me despertó otra vez mientras tú estabas en sueño profundo. —Levantó la cabeza y le clavó los ojos. Sus dientes castañeteaban mientras ordenaba sus pensamientos—. Y descubrí algo…

—Basta —la cortó Donald—. Basta de historias. Basta de mentiras. Sólo la verdad.

Anna apartó la mirada. Un estremecimiento recorrió su cuerpo, un gran escalofrío. Su cabello despedía vapor y la condensación resbalaba por la superficie de la cápsula en espasmos repentinos.

—Tenía que ser así —dijo ella. El reconocimiento estaba en su manera de decirlo, en su empeño en esquivar la mirada de Donald—. Tenía que ser así. Tú y yo juntos. Nosotros construimos esto.

Donald sintió que hervía de rabia renovada. Sus manos temblaban aún más que las de ella.

Anna se inclinó hacia él.

—No soportaba la idea de que murieras allí, solo.

—No habría estado solo —replicó él con los dientes apretados—. Y no tenías derecho a tomar aquella decisión. —Se agarró al borde de la cápsula con las dos manos y apretó hasta que se le tiñeron los nudillos de blanco.

—Tienes que oír lo que quiero contarte —dijo Anna.

Donald esperó. ¿Qué explicación o disculpa podía ofrecerle? Ella le había arrebatado lo poco que su padre le había dejado. Turman había destruido el mundo y Anna el mundo de Donald. Esperó para oír lo que tenía que decirle.

—Mi padre hizo un pacto —continuó ella. Su voz iba ganando fuerza por momentos—. No nos habrían despertado nunca. Tenemos que salir de aquí. Necesito tu ayuda…

Otra vez eso. No le importaba haberlo destruido. Donald sintió que su rabia remitía. Se desperdigó por todo su cuerpo un poderoso torrente que iba y venía como una ola que, incapaz de sostenerse por sí sola, rompía y se deshacía con un suspiro y un siseo.

—Bebe —le dijo mientras levantaba su brazo con delicadeza—. Luego podrás contármelo. Podrás contarme cómo puedo ayudarte.

Anna parpadeó. Donald estiró el brazo hacia la pajita y se la acercó a los labios. Unos labios que dirían cualquiera cosa para mantenerlo confundido, que lo utilizarían para que ella se sintiese menos vacía, menos sola. Ya estaba harto de sus mentiras, de su veneno. Prestar atención a sus palabras era prestarse a ingerirlo.

Los labios de Anna se cerraron alrededor de la pajita y sus mejillas se hundieron al sorber. Una columna de feo líquido verde ascendió por la pajita.

—Qué amargo —murmuró tras el primer trago.

—Shhh —susurró Donald—. Bebe. Tienes que tomártelo.

Lo hizo mientras él le sostenía el termo. Anna hacía una pausa entre sorbo y sorbo para decirle que tenían que salir de allí, que no estaban a salvo. Él asentía y volvía a acercarle la pajita a los labios. El peligro era ella.

Aún quedaba algo de líquido en el frasco cuando Anna lo miró con expresión confusa.

—¿Por qué me está… entrando sueño? —preguntó. Parpadeó lentamente, luchando por mantener los ojos abiertos.

—No deberías haberme traído aquí —dijo él—. No tendríamos que haber vivido así.

Anna levantó un brazo, lo estiró y agarró el hombro de Donald. De repente pareció comprender. Donald se sentó en el borde de la cápsula y le rodeó el brazo con uno de los suyos. El cuerpo de Anna se venció sobre el suyo mientras él recordaba la noche de su primer beso. Allá en la universidad, ella un poco borracha, medio dormida en el sofá de su fraternidad, con la cabeza apoyada en el hombro de Donald. Y él se quedó así el resto de la noche, con el brazo atrapado y cada vez más entumecido, mientras la fiesta seguía atronando a su alrededor y por último se apagaba. Habían despertado en la misma postura a la mañana siguiente, Anna antes que él. Había sonreído, le había dado las gracias y entonces, después de decirle que era su ángel guardián, le había dado un beso.

Parecía que hacía siglos de aquello. Eones. Las vidas no deberían prolongarse tanto. Pero Donald recordaba como si fuese ayer el sonido de la respiración de Anna aquella noche. Recordaba su último turno, mientras compartían un camastro, con la cabeza de ella apoyada en su pecho, dormida. Y entonces la oyó, en aquel mismo momento oyó el sonido de su última, repentina y temblorosa inhalación. Un jadeo. Su cuerpo se tensó durante un instante y sus dedos fríos y temblorosos se clavaron en el hombro de Donald. Y éste la abrazó mientras, poco a poco, sus brazos se relajaban, mientas Anna Turman exhalaba su último aliento.