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Donald los ayudó a escoltar al aturdido joven hasta la consulta, mientras uno de los ayudantes se quedaba atrás para limpiar la cápsula. Como no le interesaba ver cómo tomaba las muestras el doctor Wilson, se ofreció a ir a buscar los objetos personales del técnico. El ayudante le dio las indicaciones para llegar a uno de los pisos de almacenamiento, situado en el corazón del silo.

Había dieciséis en total, sin contar la armería. Donald entró en el ascensor y pulsó el desgastado botón del cincuenta y siete. Llevaba el número de identificación del técnico apuntado en un trozo de papel. El número del mensaje de Anna Turman seguía fresco en su mente. Había asumido que era una fecha: 2 de noviembre de 2039. Así, los números eran más fáciles de recordar.

El ascensor se detuvo y Donald salió a la oscuridad. Pasó la mano sobre los interruptores de la pared. Las luces del techo cobraron vida al compás de los lejanos y amortiguados crujidos de una serie de transformadores y relés que entraban en acción. A medida que se iban encendiendo por fases (primero lejos, luego más cerca, luego a la derecha, como un mosaico desvelado pieza a pieza), fue apareciendo un laberinto de altos estantes. Las taquillas estaban al fondo, más allá de los estantes. Donald comenzó el largo paseo mientras las últimas bombillas parpadeaban y se encendían.

Los acantilados de estantes de acero, repletos de tubos de plástico sellados, se lo tragaron. Los contenedores parecían inclinarse sobre su cabeza. Cuando levantaba la mirada, casi le parecía que los estantes iban a tocarse en lo más alto, como viaductos. Había enormes extensiones de tubos vacíos y sin etiquetar, esperando a que las llenaran futuros turnos. Todas las notas que Anna y él habían generado en su último turno estarían en tubos como aquéllos. Preservarían el relato del silo Cuarenta y las desafortunadas instalaciones que lo rodeaban. Hablarían de los habitantes del silo Dieciocho y de los esfuerzos de Donald por salvarlos. Puede que no los hubiera hecho. ¿Y si su debacle actual, la existencia de aquella limpiadora vagabunda, era de algún modo obra suya?

Pasó frente a cajones ordenados por fechas, por silos, por nombres. Había pasillos transversales entre los estantes, angostos corredores del tamaño justo para que pasaran los carros que se llevaban el papel en blanco y los cuadernos y devolvían otros ligeramente más pesados, a causa de su contenido en tinta. Donald sintió que su claustrofobia remitía un poco al salir de entre los estantes y encontrarse en el otro extremo de la instalación. Volvió la mirada en la misma dirección por la que había venido y pensó que si se apagaban todas las luces a la vez le sería imposible encontrar el camino de vuelta al ascensor. Puede que vagara en círculos por allí hasta morir de sed. Al levantar la mirada hacia las luces, se dio cuenta de lo frágil que era en realidad, de lo mucho que dependía de la electricidad y la luz. Una oleada de temor que ya conocía lo recorrió: el pánico a acabar enterrado en la oscuridad. Se apoyó en una de las taquillas un momento para recobrar el aliento. Tosió sobre el pañuelo y se acordó de que la muerte no era el peor de los destinos posibles.

Una vez que hubieron pasado el pánico y el impulso de volver corriendo al ascensor, entró en uno de los pasillos que separaban las taquillas. Debían de ser miles. Muchas eran pequeñas, como apartados de correos, de unos quince centímetros de altura y tan profundas como su brazo, a juzgar por la anchura de las unidades. Mientras avanzaba, iba murmurando el número que había encontrado en el mensaje de Anna. También la taquilla de Erskine estaría allí abajo, y la de Victor. Se preguntó si aquellos hombres habrían escondido algún secreto en las taquillas, y se dijo que volvería para comprobarlo.

El número de las taquillas ascendía mientras él bajaba por uno de los pasillos. Los dos primeros dígitos estaban muy lejos del número de Anna. Había pasado a una de las perpendiculares para buscar la fila correcta cuando se encontró con un grupo que comenzaba por 44. Puede que su propia taquilla estuviese cerca de allí.

Suponía que estaría vacía, pero aun así la buscó. Nunca se había llevado nada de un turno a otro. Los números siguieron avanzando de manera predecible hasta que se encontró frente a una pequeña puerta de metal con su número de identificación, el de Troy. No había picaporte, sólo un botón. Lo pulsó con el nudillo por temor a que tuviera un escáner de huellas dactilares o cualquier otra de las cosas que podía imaginar su paranoia. ¿Qué pensarían si veían a Turman husmeando en la taquilla de otro? Era muy fácil olvidarse del engaño. Era como el instante de demora que transcurría entre que oía el nombre del senador y comprendía que se referían a él.

La taquilla se abrió con un suave siseo, seguido por el chirrido de unas viejas bisagras que llevaban mucho tiempo en desuso. El siseo recordó a Donald que allí abajo todo —los contenedores, los tubos y las taquillas— estaba protegido del ambiente exterior. El aire puro y normal. Incluso el aire que respiraban era cáustico y estaba lleno de cosas invisibles, como oxígeno corrosivo y otras moléculas voraces. La única diferencia entre el aire bueno y el malo era la velocidad a la que hacían su trabajo. La gente vivía y moría demasiado de prisa como para darse cuenta de que, en realidad, no había diferencia.

«O al menos antes era así», pensó Donald mientras miraba dentro de la taquilla.

Sorprendentemente, no estaba vacía. Contenía una bolsa de plástico, arrugada y cerrada al vacío como la de Turman. Sólo que en aquella ponía «Legado» en lugar de «Turno». Dentro se veían un par de pantalones marrones y una camisa roja que reconoció. La visión de aquellas prendas lo golpeó con una serie de recuerdos. Recuerdos sobre el hombre que había sido antes y sobre el mundo en el que vivía. Estrujó la bolsa, comprimida por la falta de aire, y desvió la mirada hacia los dos lados del pasillo vacío.

¿Para qué conservaban todo aquello? ¿Para que pudiera salir de las profundidades subterráneas vestido exactamente igual que como había entrado? ¿Como un recluso al que le llega el final de la condena y sale tambaleándose, parpadeando y protegiéndose los ojos, vestido con ropa pasada de moda? ¿O porque allí almacenar las cosas era lo mismo que destruirlas? Había dos pisos enteros sobre aquel donde compactaban la basura no reciclable hasta formar cubos tan densos como el hierro, que luego almacenaban hasta el techo. ¿Dónde si no iban a meter su basura? ¿En un agujero del suelo? Ya vivían en un agujero del suelo.

Donald pensó todo esto mientras buscaba con mano torpe la cremallera de plástico de la parte superior de la bolsa y la abría. De su interior salió un tenue olor a barro y a hierba, un vestigio de días pasados. Siguió abriéndola y, al penetrar el aire en la bolsa, fue como si la ropa cobrase vida. Sintió el impulso de volver a ponérsela, de fingir que su mundo no había desaparecido. Pero lo que hizo fue volver a guardarla en la taquilla. Entonces vio un destello en su interior, un destello de color amarillo.

Metió la mano entre la ropa y la alargó hacia su alianza de boda. Al sacarla notó que había un objeto sólido dentro de los pantalones. Tras coger el anillo volvió a meter la mano y palpó los pliegues de la ropa. ¿Qué llevaba consigo aquel día? Las pastillas no. Las había perdido al caer. Las llaves del todoterreno tampoco, se las había quitado Anna. Sus llaves y su cartera estaban en la chaqueta, que no había llegado hasta la orientación, ya bajo tierra…

El teléfono. Lo encontró en el bolsillo del pantalón. La curva de plástico de la carcasa, por donde se cogía, tenía casi la forma exacta de su mano. Volvió a meter la bolsa en la taquilla, se guardó el anillo de compromiso en el bolsillo del mono y pulsó el botón de encendido del viejo teléfono. Pero no funcionaba, claro. Hacía tantísimo tiempo… Ni siquiera había funcionado bien el día que había perdido a Helen.

Por costumbre, volvió a guardárselo en el bolsillo, una de esas costumbres que el tiempo no es capaz de borrar. Notó el anillo en el bolsillo y lo sacó. Se lo probó para asegurarse de que aún podía ponérselo, y al hacerlo se acordó de su esposa. Pero pensar en Helen lo llevó a pensar en Mick y en los hijos que habían tenido juntos. La tristeza y el mareo se entremezclaron. Dejó la ropa en la taquilla y cerró la puerta. Se sacó el anillo y se lo guardó en el bolsillo junto con el viejo teléfono. Se dio la vuelta y fue en busca de la taquilla de Anna. Y también tenía que recoger los objetos personales del técnico.

Mientras caminaba entre las taquillas, había algo que lo carcomía por dentro, una especie de conexión, pero no terminaba de verla.

A un lado había una parte del almacén que seguía a oscuras por culpa de una bombilla que se había fundido, y al verlo se acordó del silo Cuarenta y de la oscuridad que se había propagado entre varios de ellos durante su último turno. Eren había terminado con lo que fuese que pasaba allí. Una bomba había desencadenado una lluvia de polvo desde las tuberías. En aquel momento, los engranajes de su mente se pusieron en marcha y establecieron una conexión más profunda. Algo relacionado con Anna. La razón que lo había arrastrado hasta su propia taquilla. Apretó el teléfono dentro del bolsillo y recordó por qué la habían despertado la última vez. Recordó que era una experta en sistemas inalámbricos y en piratearlos.

En la distancia, una luz se apagó con un pop y Donald sintió que la oscuridad se cerraba sobre él. Allí abajo no había nada para él, nada salvo recuerdos espantosos y verdades horribles. El corazón se le aceleraba al ir juntando todas las piezas, al comprender una cosa que quería no creer con todas sus fuerzas. Su teléfono no había funcionado bien el día que cayeron las bombas. No había sido capaz de ponerse en contacto con Helen. Y luego estaban todas las veces que no había conseguido contactar con Mick, aquellas noches en las que Anna y él se encontraban a solas.

Y ahora volvían a estar a solas, en aquel silo. Mick le había cambiado el puesto en el último momento. Donald recordaba una conversación en un pequeño apartamento. Mick le había enseñado el lugar, lo había llevado hasta un pequeño cuarto y le había dicho que se acordara de él allí, que se acordara de que aquello era lo que él quería.

Golpeó una de las taquillas con la palma de la mano y el estrépito se tragó su imprecación. Tendría que haber sido Mick el que estuviera allí, congelado y descongelado sucesivamente, enloqueciendo de manera inexorable. En cambio, Mick le había arrebatado la misma vida cotidiana por la que muchas veces se había burlado de él. Y él mismo lo había ayudado a hacerlo.

Se apoyó en las taquillas. Sacó el pañuelo y tosió sobre él mientras se imaginaba a su amigo consolando a Helen. Pensó en los hijos y nietos que habían tenido juntos. Una rabia homicida burbujeaba en su interior. Siempre se había culpado por no haber encontrado a Helen. Siempre había culpado a Helen y a Mick por la vida que él no había podido llevar. Y había sido Anna, la ingeniera. Había sido Anna quien había pirateado su vida. Ella le había hecho aquello. Ella lo había llevado allí.