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La vida, había descubierto Jimmy, era en esencia una sucesión de comidas y contracciones intestinales. También había momentos de sueño, pero eso no requería demasiado esfuerzo. No aprendió esta gran Regla del mundo hasta que se cortó el agua. Nadie piensa mucho en sus contracciones intestinales hasta que deja de tener agua. Pero entonces no puede pensar en otra cosa.

Comenzó a usar la esquina de la sala de servidores, la más alejada de la puerta. Utilizó el lavabo para orinar hasta que se agotó el agua del grifo y empezó a oler mal. Una vez que sucedió esto, recurrió a la cisterna. En la Orden se indicaba en qué página debía buscar y lo que tenía que hacer. Era un libro espantosamente aburrido, pero a veces resultaba útil. Jimmy suponía que se trataba de eso, precisamente. Sin embargo, el agua de la cisterna no duraría eternamente, así que empezó a beberse todo lo que encontraba en las latas. Detestaba la sopa de tomate, pero se tomaba una lata entera cada día. Su orina se volvió naranja.

Una mañana, mientras se bebía las últimas gotas de una lata de manzanas, llegaron los hombres para probar sus códigos. Sucedió muy de prisa. Metieron cuatro números y el panel pitó. No zumbó. No ladró, ni chilló ni respondió con furia. Pitó. Y una luz roja y prolongada —la más prolongada que Jimmy hubiera visto nunca— se tiñó de repente de un verde aterrador.

Jimmy dio un respingo. La lata de melocotones abierta que tenía sobre las rodillas salió despedida y cayó al suelo esparciendo el líquido por todas partes. Eran dos días antes de lo previsto. Dos días antes de lo previsto.

La gran puerta de acero comenzó a hacer ruido. Jimmy soltó el tenedor y buscó el arma a tientas. El seguro. Un movimiento de su pulgar al mismo tiempo que un ruido procedente de la puerta. Voces, voces. Excitación a un lado, miedo al otro. Jimmy se apoyó el arma en el hombro. Ay, ojalá hubiera practicado el día antes. Mañana. Mañana era cuando se iba a preparar. Llegaban dos días antes de lo previsto.

Mientras la puerta hacía sus ruidos, Jimmy se preguntó si se habría saltado un día o dos. Había enfermado y había tenido fiebre una vez. Luego hubo un día en que se quedó dormido leyendo y al despertar no podía recordar qué día era. Puede que se hubiera saltado un día. Puede que la gente del pasillo se hubiera saltado un número. Apareció una ranura en un extremo de la puerta.

Jimmy no estaba preparado. Tenía las palmas de las manos resbaladizas y el corazón desbocado. Aquélla era una de esas cosas que esperas y esperas, las esperas con ganas, con fervor y concentración, como cuando llenas un globo de aire una vez tras otra y lo ves hincharse y deshincharse frente a tus ojos, sabiendo que tendrá que reventar en algún momento, sabiéndolo, sabiéndolo con tanta certeza que cuando sucede te asusta como si nunca lo hubieras sabido.

Era una de aquellas cosas. La puerta se abrió un poco más. Había una persona al otro lado. Una persona. Y durante un instante, durante la más fugaz de las pausas, Jimmy reconsideró un año de planificación, un calendario de temor. Allí había alguien a quien podía hablarle y a quien podía escuchar. Alguien con quien turnarse en el uso del destornillador y el martillo, ahora que se había roto el abrelatas. Alguien que, incluso, podía tener otro abrelatas. Allí había allí un colaborador para sus proyectos, como cuando su padre…

Un rostro. Un hombre con una sonrisa de cólera. Un año planificando, disparando contra latas de tomate vacías, soportando el zumbido que dejaban las detonaciones en los oídos, recargando, engrasando cañones y preparando el arma… y ahora un rostro humano en una rendija.

Jimmy apretó el gatillo. El cañón salió disparado hacia arriba. Y la sonrisa colérica se transformó en otra cosa: sorpresa, mezclada con tristeza. El hombre cayó, pero otro se abrió paso empujándolo e irrumpió en la sala con algo negro en la mano.

El cañón volvió a saltar, saltó y saltó, y Jimmy sintió que le parpadeaban los ojos al compás de las detonaciones. Tres disparos. Tres balas. El hombre siguió avanzando hacia él, pero tenía la misma expresión de tristeza en la cara, una expresión que desapareció cuando se desplomó a escasos pasos de distancia.

Jimmy esperó al siguiente. Lo oyó allí fuera, maldiciendo a gritos. Y el primer hombre al que había disparado seguía moviéndose, como las latas vacías con las que practicaba, que bailaban y bailaban mucho después de haber recibido el impacto. La puerta estaba abierta. El interior y el exterior estaban conectados. El hombre que había abierto la puerta levantó la cara, con algo peor que tristeza en el rostro, y de repente fue su padre el que estaba ahí fuera. Su padre, tendido al otro lado de la puerta, agonizando en el pasillo. Y Jimmy no comprendía por qué.

Las maldiciones se hicieron más débiles. El hombre del pasillo estaba alejándose y Jimmy pudo respirar por primera vez desde que se abriese la puerta y la luz se volviera verde. No tenía pulso. Simplemente, su corazón era un largo latido que no se detenía. Un zumbido como el del interior de un servidor.

Oyó cómo escapaba a hurtadillas el último de los hombres y supo que era su ocasión de cerrar la puerta. Se levantó y pasó corriendo por delante del muerto que había caído dentro de la sala de servidores, con una pistola negra en su mano sin vida. Jimmy bajó la suya. Estaba preparándose para empujar la puerta con el hombro cuando pensó en el día siguiente, o en la próxima hora.

El hombre que se retiraba ya conocía el número. Se lo llevaba consigo.

—Doce dieciocho —susurró Jimmy.

Asomó la cabeza un instante. El hombre desapareció en un despacho. Sólo un atisbo fugaz de un mono verde y luego un pasillo vacío, absurdamente largo y brillante.

El hombre agonizante que estaba al otro lado de la puerta gimoteaba y se retorcía. Jimmy lo ignoró. Se apoyó el arma en el brazo y apuntó, tal como había practicado. Las pequeñas ranuras del cañón se alinearon en dirección a la puerta del despacho. Jimmy se imaginó una lata de sopa allí, flotando en el pasillo. Respiró y esperó. Los gemidos del hombre que había al otro lado del umbral se acercaban mientras unas palmas ensangrentadas dejaban su huella sobre el suelo. Había una punzada en el centro del cráneo de Jimmy, una antigua cicatriz grabada en sus recuerdos. Apuntó contra el vacío del pasillo y pensó en su padre y su madre. Una parte de él sabía que ya no estaban, que se habían marchado a alguna parte y nunca regresarían. El cañón empezó a temblar y las ranuras del arma dejaron de estar alineadas.

El hombre del suelo se aproximaba. Sus gimoteos se habían transformado en susurros. Jimmy bajó la mirada un instante y vio que tenía burbujas rojizas en los labios. Su barba era más larga que la de Jimmy y estaba manchada de sangre. Jimmy apartó la mirada. Centró la vista en el punto al que apuntaba su fusil y comenzó a contar.

Al llegar a treinta y dos, sintió que unos dedos arañaban débilmente sus botas.

Al llegar al cincuenta y uno asomó una cabeza, como una furtiva lata de sopa.

El dedo de Jimmy apretó. Sintió un golpe contra su hombro y vio un destello rojizo al final del pasillo.

Esperó un momento, aspiró hondo y entonces apartó la bota de la mano que ascendía por su tobillo. Apoyó el hombro contra una puerta que permanecía peligrosamente abierta y empujó. Los cierres chirriaron y se adentraron en las paredes con fuertes crujidos. Apenas los oyó. Soltó el arma y se tapó la cara con las manos mientras, cerca de él, un hombre yacía agonizante en la sala de servidores. Jimmy se echó a llorar y el teclado emitió un alegre trino antes de quedar en silencio y prepararse pacientemente para esperar otro día.