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Tardó varios días en reunir el valor necesario para hacer la solicitud, y el doctor Wilson necesitó unos cuantos más para organizar una cita. Durante este tiempo le contó a Eren sus sospechas con relación a la implicación del silo Cuarenta. El vendaval de actividad desencadenado por esta sencilla sospecha no tardó en extenderse por todo el silo. Donald firmó una petición para un bombardeo, aun sin saber muy bien qué era lo que firmaba. Algunos niveles del silo que se usaban poco —niveles que Donald conocía de antes— fueron reactivados de nuevo. A los pocos días, no sintió temblar la tierra, pero otros aseguraron haberlo sentido. Lo único que vio fue una nueva capa de polvo caída desde el techo que se había posado sobre las cosas.

El día de su reunión con el doctor Wilson, bajó hasta el piso principal de la cámara criogénica para probar su contraseña. Aún no se fiaba demasiado del disfraz que constituía un mono de otra talla y la placa con el nombre de otro. El día antes había visto en el gimnasio a alguien que creía reconocer del primer turno. Por ello decidió limitar al máximo sus movimientos. Así que bajó hasta la sala criogénica e introdujo cautelosamente su contraseña en el panel. Creía que se encenderían unas luces rojas y saltarían alarmas de todas clases, pero lo que sucedió fue que una luz verde se encendió sobre una placa que decía «Personal de emergencia» y la cerradura se abrió con un chasquido. Donald se volvió para ver si alguien presenciaba cómo abría la puerta, y entró.

La cámara criogénica, apenas utilizada, era mucho más pequeña que las demás y sólo tenía un piso. Al pasar al otro lado de la puerta, Donald se detuvo y se imaginó la sala principal de congelación profunda extendida alrededor de aquella pequeña cámara. Aquello era sólo un granito de arena dentro de unas estancias inmensas que se extendían en todas direcciones hasta perderse de vista. Y sin embargo contenía algo mucho más importante. Al menos para él.

Mientras caminaba entre las cápsulas fue examinando los rostros congelados. Le costaba recordar tanto el hecho de que había estado allí con Turman en su anterior turno como el lugar exacto que habían visitado, pero finalmente la encontró. Al mismo tiempo que consultaba la pantalla se acordó de que no importaba el nombre que dijese. Sin embargo, en este caso no tenía ninguno asignado. Sólo un número.

—Hola, hermanita.

Sus dedos volvieron a chirriar contra el cristal al rascar la escarcha. Recordó a sus padres con tristeza. Se preguntó cuánto sabría Charlotte de aquel lugar y de los planes de Turman antes de que la llevaran allí. Esperaba que nada. Le gustaba pensar que era menos culpable que él.

Al verla se acordó de su visita a la capital. Había derrochado uno de sus escasos permisos haciendo campaña para Turman y visitando a su hermano. Charlotte lo había reñido muy seriamente al enterarse de que llevaba dos años viviendo en la capital y no había visitado ninguno de los grandes museos. No importaba lo atareado que estuviese, le había dicho. Era imperdonable.

—Son gratis —le recordó, como si eso fuese razón suficiente.

Así que habían ido juntos al museo del Aire y el Espacio. Donald recordaba la cola que habían hecho para entrar. Había un modelo a escala del sistema solar en la acera, junto a la entrada. Los planetas interiores estaban a pocos pasos de distancia, mientras que Plutón se encontraba a varias manzanas de allí, más allá del museo Hirshhorn, tan lejos que parecía imposible. En aquel momento, al ver el cuerpo congelado de su hermana, se sintió exactamente igual. Imposiblemente distante. Como un puntito en la lejanía.

La misma tarde lo había arrastrado hasta el museo del Holocausto. Donald lo había estado esquivando desde su llegada a Washington. Puede que por esa razón evitase completamente el National Mall. Todo el mundo le decía que era algo que tenía que ver.

—Tienes que ir —le decían—. Es importante. —Utilizaban palabras como «intenso» y «estremecedor». Decían que le cambiaría la vida. Decían eso… pero sus ojos lo ponían sobre aviso.

Su hermana lo había arrastrado por la escalinata y aún se acordaba de que tenía el corazón encogido de miedo. El edificio era un recuerdo, pero Donald no quería que le recordasen aquello. Por aquel entonces estaba bajo tratamiento médico para olvidar lo que estaba leyendo en la Orden, para no pensar que el mundo podía acabarse en cualquier momento. Los actos de barbarie que contenía aquel edificio eran cosa del pasado, se decía, y nunca debían ser desenterrados ni repetidos.

Aún quedaban algunos vestigios del sexagésimo aniversario del museo, sombríos carteles y banderolas. Habían construido una nueva ala. Había arbolillos jóvenes sujetos con cuerdas y estacas y el aire olía a mantillo. Recordaba haber visto un grupo de turistas que salía en fila, protegiéndose los ojos del sol. Sintió deseos de dar la vuelta y echar a correr, pero su hermana lo llevaba cogido de la mano y el hombre de la taquilla le había sonreído. Al menos ya era tarde, así que no podrían quedarse mucho.

Donald apoyó las manos en la cápsula con forma de ataúd y se acordó del olor a mantillo. Habían visto escenas de tortura y hambre. Una sala llena con incontables zapatos. Paredes con imágenes de cuerpos desnudos entrelazados, ojos sin vida abiertos de par en par, costillas y genitales a la vista, zanjas donde amontonaban cadáveres, agujeros abiertos en la tierra. Donald no podía mirarlo. Había tratado de centrarse en la excavadora, mirar al hombre que conducía la máquina, aquel rostro sereno con un cigarrillo entre los labios y una mirada de firme concentración. Un trabajo. En aquella escena era imposible encontrar solaz alguno. El hombre que manejaba la excavadora era la parte más espantosa.

Se había apartado de aquellas atroces exhibiciones dejando a su hermana en la oscuridad. Era un museo de horrores que no debían repetirse nunca. Enterramientos masivos realizados con lo opuesto a la ceremonia, con completa apatía. Gente acompañada con toda tranquilidad a las duchas.

Se había refugiado en una nueva exposición llamada «Arquitectos de la muerte», atraído por los planos, por la promesa de algo familiar, algo ordenado. Se había encontrado en un espacio agobiante, con las paredes cubiertas de diagramas de matanzas. La exposición no había sido más soportable. En una de las paredes se explicaba el movimiento que trataba de negar el Holocausto incluso después de que hubiera sucedido.

Los planos estaban allí como prueba. Aquél era el propósito de aquella sala. Planos que habían sobrevivido a la frenética destrucción llevada a cabo al acercarse los rusos, con la firma de Himmler estampada en muchos de ellos. El plano de Auschwitz, los diagramas de las cámaras de gas, todo claramente etiquetado. Donald había creído que los planos le ofrecerían un cierto alivio con respecto a todo lo demás que contenía el museo, pero entonces se había enterado de que habían obligado a participar a delineantes judíos en su creación. Sus plumas habían trazado lo que contenían aquellas paredes. Los habían forzado a crear los bocetos del escenario de su futuro genocidio.

Donald recordaba haber buscado con mano torpe sus pastillas mientras la sala empezaba a dar vueltas a su alrededor. Recordaba haberse preguntado cómo podían haberse prestado, cómo podían haber dibujado aquello sin saber lo que hacían. ¿Cómo podían haberlo ignorado, no darse cuenta de para qué se iba a utilizar?

Parpadeó para quitarse las lágrimas de los ojos y vio dónde se encontraba. Las cápsulas, ordenadas en pulcras filas, le resultaban ajenas, pero los suelos y las paredes le eran bien conocidos. Había contribuido a diseñar aquel lugar. Existía por su causa. Y cuando trató de salir, de escapar, lo habían obligado a regresar, gritando y dando patadas, prisionero dentro de sus propios muros.

Los pitidos del panel del exterior se llevaron tan perturbadores pensamientos. Donald se volvió mientras la gran compuerta se abría, impulsada por unos goznes tan grandes como los brazos de un hombre. El doctor Wilson, médico del turno, entró. Al ver a Donald frunció el ceño.

—¿Señor? —lo llamó en voz alta.

Donald sintió que un reguero de sudor descendía por su sien. Seguía teniendo el pulso acelerado por el recuerdo de la exposición. Sentía calor, a pesar de que veía las nubes de vaho delante de su cara.

—¿Ha olvidado nuestra cita? —preguntó el doctor Wilson.

Donald se limpió la frente con la mano y se secó las palmas en la tela del mono.

—No, no —respondió tratando de impedir que le temblara la voz—. Es que he perdido la noción del tiempo.

El doctor Wilson asintió.

—Lo he visto en el monitor y me lo he figurado. —Miró un momento la cápsula que había junto a Donald y frunció el ceño—. ¿Algún conocido?

—¿Mmm? No. —Donald retiró la mano, que se le había enfriado en contacto con la cápsula—. Alguien con quien trabajaba.

—Bueno, ¿está listo?

—Sí —asintió Donald—. Le agradezco que me refresque la memoria. Llevaba mucho tiempo sin repasar los protocolos.

El doctor Wilson sonrió.

—Claro. Además, tengo que ponerlo al día con los avances tecnológicos de los últimos turnos. Lo estamos esperando. —Hizo un ademán en dirección al pasillo.

Donald dio unas palmaditas en la cápsula de su hermana y sonrió. Había esperado varios siglos. No le pasaría nada por hacerlo un par de días más. Y entonces verían qué era exactamente lo que había contribuido a construir. Lo descubrirían juntos.